Lecturas, comentarios y análisis sobre el Derecho en el siglo XXI


Bitácora dedicada al mundo del Derecho entendido como sistema de normas, principios y valores, así como las relaciones entre ellos, tendentes a la consecución de la Justicia
Un lugar para reproducir extractos, resúmenes, comentarios y análisis jurídicos que las lecturas de todos nos sugieran.

lunes, 19 de mayo de 2008

Carl Schmitt, sobre el parlamentarismo

Sobre el Parlamentarismo”
Carl Schmitt
Traducción y preparación: Thies Nelsson y Rosa Grueso
Ed. Tecnos, 1990

La situación del parlamentarismo es hoy tan crítica porque la evolución de la moderna
democracia de masas ha convertido la discusión pública que argumenta en una formalidad vacía.
Algunas normas de derecho parlamentario actual, especialmente las relativas a la independencia de
los diputados y de los debates, dan, a consecuencia de el o, la impresión de ser un decorado
superfluo, inútil e, incluso, vergonzoso, como si alguien hubiera pintado con llamas rojas los
radiadores de una moderna calefacción central para evocar la ilusión de un vivo fuego.

Los partidos (que, según el texto de la constitución escrita, oficialmente no existen) ya no se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino como poderosos grupos de poder social o económico, calculando
los mutuos intereses y sus posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde esta base
fáctica compromisos y coaliciones. Se gana a las masas mediante un aparato propagandístico cuyo mayor efecto está basado en una apelación a las pasiones y a los intereses cercanos. El argumento,
en el real sentido de la palabra, que es característico de una discusión auténtica, desaparece, y en
las negociaciones entre los partidos se pone en su lugar, como objetivo consciente, el cálculo de
intereses y las oportunidades de poder; en lo tocante a las masas, en el lugar de la discusión aparece
la sugestión persuasiva en forma de carteles, o bien (como lo denomina Walter Lippmann en su
inteligente, aunque demasiado psicológico, libro americano) el símbolo. La literatura acerca de la
psicología, técnica y crítica de la opinión pública es hoy muy extensa. Por ello, es de imaginar que
todo el mundo sabe que ya no se trata de convencer al adversario de lo correcto y verdadero, sino de
conseguir la mayoría para gobernar con el a. Lo que Cavour expuso como la gran diferencia entre el absolutismo y un régimen constitucional, es decir, que en el primero ordena el ministro absoluto,
mientras que el ministro constitucional convence a los que deben obedecer, tiene que perder hoy en día su sentido. Cavour dice expresamente: «Yo (como ministro constitucional) convenzo de que tengo
razón», y sólo en ese contexto formula su famosa frase: « La plus mauvaise des chambres est encore
préférable á la meil eure des Antichambres». Hoy el parlamento mismo parece más bien una enorme
Antichambre frente a las oficinas o comisiones de los invisibles poderosos. En la actualidad se
asemejaría a una sátira citar la frase de Bentham: « En el parlamento se encuentran las ideas; el
contacto entre las ideas hace saltar chispas y lleva a la evidencia». ¿Quién recuerda aún los tiempos en que Prévost-Paradol halla lo valioso del parlamentarismo, frente al «régimen personal» de
Napoleón III, en el hecho de que el parlamentarismo obliga al real portador del poder, cuando se
produce un cambio del poder real, a comparecer públicamente, significando así el gobierno el poder más fuerte en una «maravil osa» concordancia entre ser y apariencia? ¿Quién cree aúnen este tipo de publicidad ¿Y en el parlamento como la gran tribuna /Los argumentos de Burke, Bentham, Guizot
y J. St. Mill resultan anticuados en la actualidad. También las numerosas definiciones del
parlamentarismo, que se hallan aún hoy en los escritos anglosajones y franceses, son, al parecer,
poco conocidas en Alemania. Dichas definiciones, en las que aparece el parlamentarismo
esencialmente como government by discussion, deberían ser consideradas también como
«enmohecidas». Bien. Si se sigue creyendo todavía en el parlamentarismo, habrá que ofrecer, al
menos, nuevos argumentos. Con referirse a Friedrich Naumann, Hugo Preuss y Max Weber ya no basta. Con todos los respetos a estos hombres, actualmente nadie compartirá su esperanza en que el
parlamento garantice, sin más, la formación de una élite política. Tales convicciones han sufrido una conmoción hoy en día; sólo pueden existir como fe en las ideas mientras vayan unidas a la creencia
en la discusión y en la publicidad. Al fin y al cabo las nuevas justificaciones del parlamentarismo que se han dado en los últimos decenios solamente afirman que en la actualidad el parlamento funciona
bien, o al menos de manera aceptable, como instrumento útil, incluso imprescindible, de la técnica social y política. Lo cual es, por afirmarlo de nuevo, una forma plausible de contemplación. Sin
embargo, es preciso interesarse por un razonamiento más profundo de lo que Montesquieu denomina
el principio de una forma de Estado o de gobierno, por la convicción específica que es propia de ésta, como de cualquier otra gran institución, por la fe en el parlamento, que realmente existió una vez,
pero que hoy ya no es posible encontrar.
En la historia de las ideas políticas hay épocas de grandes impulsos y períodos de calma, de
un statu quo carente de ideas. Así, se puede considerar como terminado el tiempo de la monarquía
cuando se pierde el sentido del principio de la monarquía, el honor, cuando aparecen reyes
constitucionales que intentan probar, en lugar de su consagración y su honor, su utilidad y su
disponibilidad ordena y el que obedece es el mismo, el soberano, es decir, la asamblea constituida
por todos los ciudadanos, puede cambiar leyes o Constitución a voluntad; en una monarquía o en una aristocracia -ubi alii sunt qui imperant, alii quibus imperatur- es posible un contrato mutuo y, por tanto,
la limitación del poder estatal.

Una idea muy extendida actualmente considera que el parlamento está amenazado desde
dos bandas por el bolchevismo y el fascismo. Es ésta una visión sencilla pero superficial. Las
dificultades del funcionamiento parlamentario y de sus instituciones surgen en realidad a partir de la situación creada por la moderna democracia de masas. Esta conduce en principio a una crisis de la democracia misma, porque no es posible solucionar a partir de la universal igualdad humana el
problema de la igualdad sustancial y de la homogeneidad, necesarias en una democracia. Y esto
lleva, desde la crisis de la democracia, a otra crisis bien distinta, la del parlamentarismo. Ambas crisis han hecho su aparición hoy en día al mismo tiempo y se agudizan mutuamente, pero son bien distintas, tanto en un nivel conceptual como en el orden práctico. La moderna democracia de masas,
en tanto que democracia, intenta realizar la identidad entre gobernantes y gobernados, pero se topa
con el parlamento, una institución envejecida y ya inconcebible. Si se pretende llevar la identidad
democrática adelante, ninguna institución constitucional puede oponerse, en caso de emergencia, a la incuestionable voluntad del pueblo, expresada de cualquier forma. Contra esta voluntad, una
institución de diputados independientes, basada en la discusión, no halla ninguna justificación de su existencia (y menos aún si tenemos en cuenta que la fe en la discusión es de origen liberal, y no democrático). Es posible distinguir tres crisis hoy I en día: la crisis de la democracia (de la que habla M. J Bonn, ignorando la contradicción entre la liberal igualdad humana y la homogeneidad
democrática); luego, la crisis del Estado moderno (Alfred Weber) y, finalmente, la crisis del
parlamentarismo. La crisis del parlamentarismo, que es la que aquí nos ocupa, se basa en que
democracia y liberalismo, si bien pueden ir unidos durante algún tiempo, al igual que se han unido socialismo y democracia, forman una unidad precaria. En cuanto esta liberaldemocracia llega al poder, tiene que decidirse entre sus distintos elementos, del mismo modo que la socialdemocracia,
que, por cierto, dado que la moderna democracia de masas contiene elementos esencialmente
liberales, es en realidad una democracia social-liberal. En la democracia sólo existe la igualdad de los iguales y la voluntad de los que forman parte de los iguales. Todas las demás instituciones se
convierten en insustanciales recursos sociotécnicos, incapaces de oponer un valor propio o un
principio propio a la voluntad del pueblo expresada de cualquier modo. La crisis del Estado moderno
se funda en que una democracia de masas o una democracia de todos los seres humanos no puede llevar a cabo ninguna forma de Estado, y tampoco un Estado democrático.

Por otra parte, bolchevismo y fascismo son, como cualquier dictadura, antiliberales, pero no
necesariamente antidemocráticos. Forman parte de la historia de la democracia algunas dictaduras,
ciertos cesarismos y otros ejemplos menos comunes, extraños a las tradiciones liberales del pasado
siglo, de formación de la voluntad del pueblo, creando así la homogeneidad. Es propio de las ideas no democráticas generadas en el siglo XIX a partir de la penetración de las máximas liberales,
considerar que el pueblo sólo puede expresar su voluntad de modo que cada ciudadano por sí
mismo, en el más profundo secreto y en total aislamiento (es decir, sin salir de la esfera de lo privado e irresponsable), bajo «medidas de protección» y «sin ser observado» (como dispone la ley electoral
del Reich) emita su voto; los votos son entonces contabilizados, obteniéndose una mayoría
aritmética. Este sistema ha olvidado una serie de verdades muy elementales y, al parecer,
desconocidas por las actuales concepciones del Estado. Pueblo es un concepto perteneciente al
Derecho público. El pueblo existe sólo en la esfera de lo público. La opinión unánime de cien millones
de particulares no es ni la voluntad del pueblo ni la opinión pública. Cabe expresar la voluntad del pueblo mediante la aclamación -mediante acclamatio-, mediante su existencia obvia e incontestada,
igual de bien y de forma aun más democrática que mediante un aparato estadístico, elaborado desde hace sólo medio siglo con esmerada minuciosidad. Cuanto más poderosa es la fuerza del sentimiento democrático, tanto más segura es la comprensión de que la democracia es otra cosa que un sistema
para registrar votaciones secretas. Frente a una democracia no sólo técnica, sino también, en un
sentido vital, directa, el parlamento, generado a partir de un encadenamiento de ideas liberales,
parece como una maquinaria artificial, mientras que los métodos dictatoriales y cesaristas no sólo pueden ser mantenidos por la acclamatio del pueblo, sino que, asimismo, pueden ser la expresión
directa de la sustancia y la fuerza democrática.
Con reprimir el bolchevismo y mantener alejado el fascismo no se ha superado en lo más
mínimo la crisis del parlamentarismo actual, puesto que ésta no ha surgido como una consecuencia
de la aparición de sus dos enemigos; existía antes de el os y perdurará después de el os. Su origen se halla en las consecuencias de la moderna democracia de masas y, fundamentalmente, en la
contradicción entre un individualismo liberal mantenido por el patetismo moral y un sentimiento de Estado democrático esencialmente dominado por ideales políticos. Un siglo de alianza histórica y la común lucha contra el absolutismo principesco han obstaculizado la comprensión de este hecho.
Pero hoy se vislumbra con una intensidad cada vez mayor, y no puede ser frenado por un uso
amplio del idioma. Es la contradicción, insuperable en su profundidad, entre la conciencia liberal del individuo y la homogeneidad democrática.

Savigny, un fragmento de "De la vocación..."


F. VON SAVIGNY,
De la vocación de nuestro siglo para la
legislación y la Ciencia del Derecho.

Estudio preliminar Enrique de
Gandía, traducción de Adolfo G. Posada,
Editorial Heliasta, Buenos Aires, 1977

Esta obra apareció en Berlín, el año
1814, con el título de: Von Beruf unseres Zeit
für Gesetzgebund und Rechtswissenschaft.
En Francia apareció con el título de Sur la
vocation de notre temes pour la légisiation et
la jurisprudence. La producción al castellano
del profesor Adolfo G. Posada lleva el mismo
título que la francesa, pero traduciendo jurisprudence por ciencia del
derecho, términos sinónimos en el lenguaje jurídico, aun cuando sea más
clásico el primero y más comprensivo el segundo. Conviene advertir que la
palabra legislación puede tomarse en dos sentidos: como ciencia y como
conjunto de leyes. Aquí se toma como ciencia de formar las leyes, ciencia que
se compone de dos elementos: a) el filosófico racional del derecho, elevándose
del principio fundamental que le inspira; b) el histórico, que es de gran
extensión, porque alcanza también a las costumbres y usos, mediante los
que el pueblo ha venido y viene expresando si voluntad (Nota previa a la
edición, p. 9).



“En muchos países de Alemania se ha sentido en estos últimos tiempos el
deseo de una mejor organización de la justicia civil; y este deseo, después de
haber pasado inadvertido durante largo período para nuestros gobiernos, ha
llegado al fin a ser secundado por el común consejo de los hombres de Estado
y de las gentes doctas. Un motivo, sin embargo, más noble que la mera
necesidad, ha provocado esta adhesión; tal es el sentimiento de que, en
virtud de la pasada opresión de la nacionalidad alemana, se ha producido en
todos los ánimos no perezosos el deseo de mostrarse dignos de la época
actual. Por eso no es una vana presunción, sino cosa justa y laudable, que
quien sienta en su alma la vocación del siglo, lo proclame altamente, y que
en esto los legistas se esfuercen, por no ser los últimos. Precisamente en el
Derecho civil es donde la diferencia entre la edad pasada y la actual se
ofrece más palmaria.

“De las dos opiniones de que tengo noticia acerca de la ordenación del
Derecho civil, la una tiende a restablecer las antiguas condiciones, y la otra
quiere la formación de un Código común para toda la Confederación
Germánica. Para esclarecer la segunda, es menester hacer aquí algunas
reflexiones, toda vez que suele ser considerada históricamente desde un
doble punto de vista. Ante todo, se la encuentra estrechamente relacionada
con muchas opiniones e investigaciones semejantes, de la última mitad del
siglo XVIII. En aquel tiempo surgiera en Europa un ciego ardor por la
organización: se había perdido todo sentimiento y todo amor por cuanto
había de característico y de grande en los demás siglos, al par que por el
natural desenvolvimiento de los pueblos y de las instituciones, es decir, por
todo aquello que la historia produce de más saludable y provechoso, fijando
exageradamente la atención en la época actual, que se creía destinada nada
menos que a la efectiva realización de una perfección absoluta. Este
movimiento se manifestó en todas direcciones: es notorio cuánto por el se ha
perdido en religión y en política, no pudiendo por lo demás desconocerse
cómo por una natural reacción, hubo de provocarse en todas partes una
nueva y más vigorosa tendencia. Semejante movimiento no dejó de obrar
también en el Derecho civil. En su virtud se pedían nuevos Códigos, los
cuales, con sus perfecciones, debían garantir una mecánica exactitud en la
administración de la justicia; de modo que el magistrado, dispensado de todo
juicio propio, debía limitarse a una simple aplicación literal de la ley.
Debían, además, estos Códigos estar completamente libres de toda histórica
influencia, y por obra de una solemne y extraña, abstracción, debían
adaptarse a todos los pueblos y a todos los tiempos. Sería, en verdad, injusto
atribuir a meros e infatuados sofistas semejantes tendencias y aspiraciones
sólo: había entre sus mantenedoras no pocas excepciones honrosas, que
traducían fielmente el pensamiento del pueblo; no estando, por lo demás, en
manos de los gobiernos impedir todas las aplicaciones, siendo bastante si se
conseguía templar y restringir tan fogosa tendencia” (pp. 39-40).
“Por otro lado, aquellos proyectos van unidos a una opinión general
sobre el origen del derecho positivo, la cual hace mucho tiempo que
dominaba ya en la gran mayoría de los juristas alemanes. Según esta
opinión, todo derecho, en su estado normal, no es más que el resultado de la
ley, esto es, de los actos emanados de la potestad suprema del Estado; la
ciencia del Derecho atiende únicamente a la materia de semejantes actos;
así, el contenido. de la legislación misma, al igual que el de la ciencia del
Derecho es completamente accidental y variable, siendo perfectamente
posible que el derecho de hoy sea en un todo distinto del de ayer. Por donde
un Código perfecto estimase una necesidad capital, y solo cuando falta, se
cree poder recurrir, como por triste necesidad, a la ayuda del derecho
consuetudinario, que sé conceptúa, por lo demás, vago e insuficiente
suplemento” (pp. 41-42).
“Síguese de lo expuesto, que, según esta doctrina, lo que debe hacer
del derecho común y del derecho local, fuentes verdaderamente útiles y sin
inconvenientes, es el riguroso método histórico aplicado a la jurisprudencia.
El carácter de nuestro método no es, como se ha dicho injustamente, la
veneración exclusiva del derecho romano, o bien el acatamiento ciego de
determinados materiales; todo lo contrario. Su objeto es encontrar hasta en
su raíz la doctrina toda del pasado, es descubrir el principio orgánico, de ma-
nera que cuanto haya vivo se separe de las partes muertas ya, las cuales
quedarán como meros objetos del dominio de la historia.
La masa jurídica que poseemos consta de tres elementos: el derecho
romano, el derecho germánico, y las modificaciones sufridas por estos dos
elementos primitivos.
El Derecho romano, aparte de su importancia histórica, presenta la
ventaja de que por el alto grado de cultura en que se ha producido, sirve de
ideal y de tipo a un mismo tiempo de la ciencia moderna. Esta ventaja no
existe en el derecho germano; el cual, sin embargo, bajo cierto aspecto puede
ser más oportuno que el romano, dado que está íntimamente ligado con
nuestras costumbres: aunque no lo conservemos bajo sus antiguas formas,
sería un error gravísimo creer que todo él ha desaparecido. El fondo que
daba vida a aquellas formas, esto es, el espíritu nacional, sobrevive, y
algunas instituciones, germánicas pueden restaurarse, tanto en el derecho
público, como en el privado, según su espíritu, ya que no bajo su forma
misma; ahora bien, el propósito que como jurisconsultos perseguimos, ¿no
tiende a revelar y a adivinar el espíritu de las instituciones jurídicas,
mediante el estudio histórico de las formas bajo que tal espíritu pudo y supo
producirse?
No debe, por fin, omitirse el conocimiento de las modificaciones
sufridas por estos dos elementos, romano y germánico, puesto que en su
largo camino hasta llegar a nosotros, se refleja la marcha de las necesidades
nacionales y el influjo de los escritores jurídicos: ni debe prescindirse
tampoco de penetrar en la historia del Derecho de la Edad Media, procu-
rando separar cuanto aún hay de vivo en aquella informe masa acumulada
de ignorancia, de superficialidad de los tiempos más miserables y escasos de
literatura, privados de verdadera necesidad práctica. No es mi intención
presentar aquí un modelo particular del método según el cual deba
verificarse esta manera histórica de tratar todas las partes de nuestro Dere-
cho; pero respecto del derecho romano, debo añadir aún alguna cosa, acerca
de la cual no ha mucho que ha recaído cierta controversia. Lo que yo
conceptúo como único punto inicial posible en semejante estudio, resulta
claro de la exposición que queda hecha del derecho romano: es el derecho de
las Pandectas: a partir de él, deben determinarse las transiciones hacia las
posteriores modificaciones hasta Justiniano. Acaso no se encuentre esta
manera de ver original, porque se conceptúe que es la misma de Justiniano,
y que, a lo menos de nombre, es la que sirve de fundamento hace siglos a la
alta enseñanza universitaria” (pp. 134-135)
“Aunque los franceses han reconocido esta necesidad lo han hecho con
su manera propia, vulgar. La circunstancia más desfavorable a este
respecto, es indiscutiblemente aquella en la cual el juez debe limitarse a
aplicar mecánicamente un texto que no le es lícito interpretar; y si se
considera esta circunstancia como el extremo de un lado, el extremo opuesto
sería aquel en que el juez debiera encontrar para todo caso particular el
derecho en virtud del que, gracias a la seguridad de un método científico, se
eliminaría todo arbitrio caprichoso. Lo que hay es que, en este segundo
extremo, es por lo menos posible mejorar y progresar: en él es donde el
antiquísimo orden jurídico alemán renace siempre bajo nueva forma.
Son pues condiciones que conceptúo necesarias: las buenas fuentes,
los magistrados loables y un buen procedimiento. Ya he demostrado cómo
las fuentes deben estar fundadas en una profunda y bien difundida ciencia
del Derecho, y cómo el personal de la administración de justicia se puede
constituir. Pero ni una ni otra condición serán por sí suficientes, si la forma
del procedimiento es viciosa. Ahora bien; en este punto, muchos países
alemanes necesitan pronta y radical ayuda. Los defectos más generales son:
anarquía entre los abogados, abuso de los términos y de su prolongación,
multiplicación de las instancias, y otros más que juiciosamente regulados
podrían ser de la mayor utilidad. A todo ello debe procurar indudablemente
pronto remedio la legislación; siendo, por otra parte, muy de desear que
entre los distintos países alemanes se establecieran a tal fin estrechas
relaciones y comunidad de ideas. No es, en realidad, necesario que una
forma general se introduzca a un mismo tiempo en todas partes” (144).
Según esta opinión, en los países del derecho común no se deberían hacer
códigos; pero la legislación civil señaladamente no debe por esto
considerarse en manera alguna como superflua. Dejando a un lado las leyes
para fines políticos (que no entran aquí) se podría perseguir con ella un
doble objeto; decidir las contiendas y formular las antiguas costumbres.
Con la solución legal de las controversias, se eliminaría una objeción
capital, con la cual se ha pretendido hasta ahora negar sin ulterior estudio,
la aplicabilidad práctica del derecho romano. Por lo demás, debe tenerse en
cuenta, respecto de estas controversias, que las cosas no van de hecho tan
mal. En primer lugar, no se deben considerar como controversias propia-
mente aquellos puntos, acerca de los que la ignorancia y la estupidez han
procurado en alguna ocasión intentar algo, sin conseguir el objeto apetecido.
Además, es inútil que la legislación se ocupe con ciertas controversias que se
encuentran ciertamente en nuestros libros doctrinales, pero que raramente
se presentan en la práctica. Aun prescindiendo de todo esto, queda bastante
que hacer, y el Código de Napoleón, a pesar de ser tan nuevo, puede en este
punto ponerse al lado del derecho romano.
Estas controversias, por el momento, sería mejor decidirlas bajo forma
de disposiciones provisionales o de instrucción dirigida á los tribunales, que
mediante disposiciones legales: de este modo sería más fácil y posible el
mejoramiento y perfeccionamiento científico, merced al influjo de la teoría.
El segundo objeto de la legislación sería el de formular el derecho con-
suetudinario” (p. 145)
“Quien se haya convencido de cuanto hemos dicho sobre la naturaleza
y sobre el origen de nuestros Códigos (Compilación Prusiana y Código
austriaco), seguramente no dudará que el mismo estudio histórico del
derecho que antes de introducción era necesario, no ha llegado a ser
superfluo después de ella, y que sobre todo, no se hará nada bueno, si se cree
que merced a los Códigos puede bastar una superficial exposición del
derecho hasta ahora vigente. (...) Así, pues, la expectativa, mantenida con
frecuencia, de que el estudio del derecho habrá de ser por tal medio más fácil
y más simple es errónea: muy al contrario, la indicada condición del derecho
exige además del trabajo anterior contar con el nuevo, que por sí y a causa
de la destrucción de la forma primitiva es menos satisfactorio y fácil que el
otro.(...) Y para esta labor, no puede bastar un simple colegio de hombres de
negocios, los cuales por su profesión y por la multitud de sus trabajos, se ven
obligados a prescindir de la teoría. Por otra parte, la continua
experimentación del Código, confiada a los tribunales en la aplicación, si es
magnífica, no es, sin embargo, suficiente: pueden, si descubrirse de esta
manera muchos defectos; pero el procedimiento es siempre fortuito, así que
no es maravilla que no pocos de esos defectos pasen inadvertidos. La teoría
no se halla en verdad respecto de la práctica en la misma relación en que un
ejemplo aritmético se halla con su comprobación” (p. 150-151)
“No creo necesario, después de lo que queda dicho, aducir argumentos
especiales contra este plan de estudios: es, sí, digno de notar el círculo
vicioso en que el estudiante se ve encerrado. Los mismos redactores han
declarado con frecuencia que el Código francés es insuficiente para la
aplicación, y que es, por tanto, preciso, el complemento científico. Sin
embargo, la enseñanza científica gira por completo alrededor del Código,
pues que el Derecho romano que se enseña no es para tomarlo en cuenta.
¿Dónde estará, pues, el fundamento de esta ciencia? Indudablemente en la
jurisprudencia del foro, en aquella jurisprudencia que parecía frustrar los
mejores esfuerzos, y que por su indeterminación en los antiguos tribunales,
y la confusión de las jurisdicciones ha perdido toda base y sostén.” (pp. 150-
151)

“Resumiré ahora brevemente los puntos acerca de los cuales mi opinión está
de acuerdo con la de los defensores de un Código y los puntos respecto de los
que disentimos.
En cuanto al fin, estamos de acuerdo: queremos la fundación de un
derecho no dudoso, seguro contra las usurpaciones de la arbitrariedad y los
asaltos de la injusticia; este derecho ha de ser común para toda la nación y
han de concentrarse en él todos los esfuerzos científicos. Para este fin
desean ellos un Código, con el cual sólo una mitad de Alemania alcanzaría la
anhelada unidad, mientras la otra mitad quedaría aún más separada. Por
mi parte, veo el verdadero medio en una organización progresiva de la
ciencia del Derecho, la cual puede ser común a toda la nación.
En cuanto al juicio que nos merece la situación actual, estamos
completamente de acuerdo: le consideramos unánimemente como
defectuosa” (p. 171).

ROBERT ALEXY: Teoría de la argumentación jurídica


Teoría de la argumentación jurídica.
La teoría del discurso racional como teoría
de la fundamentación jurídica.


Madrid, Centro de estudios
constitucionales, 1989.
Traducción de Manuel Atienza e
Isabel espejo.
Edición original de 1978.

II. Rasgos fundamentales de la
argumentación jurídica
2.4.5. Las funciones de la dogmática

Si los enunciados dogmáticos, dado (y
en tanto) que no se siguen lógicamente de
las formulaciones de las normas vigentes
juntamente con enunciados empíricos,
pueden ser justificados en última instancia
sólo a través de argumentos prácticos de
tipo general, entonces hay que preguntar si (y con qué extensión) la argumentación
dogmática tiene sentido o es necesaria al lado de la argumentación práctica general.


¿Existe alguna razón en favor de la opinión de que en las fundamentaciones jurídicas,
aparte de las normas jurídicas, los enunciados empíricos y algunas formas de
argumentos que sirven para la aplicación de estas normas, sólo son importantes
argumentos prácticos de tipo general? Para contestar a esta pregunta hay que
examinar, de manera algo más sistemática, las funciones ya ocasionalmente
mencionadas de la dogmática jurídica. Se pueden distinguir al menos seis funciones a
valorar positivamente: (1) de estabilización, (2) de progreso, (3) de descarga, (4) técnica,
(5) de control y (6) heurística.
(1) La función de estabilización se cumple en cuanto que, con ayuda de
enunciados dogmáticos1, se fijan, y se hacen por tanto reproducibles, determinadas
soluciones a cuestiones prácticas2. Esto es posible porque la dogmática opera
institucionalmente. De esta forma, pueden fijarse, durante largos periodos de tiempo,
determinadas formas de decisión. Esto último es de considerable importancia, teniendo
en cuenta el amplio campo de las posibilidades discursivas. Si tuviera que discutirse de
nuevo cada vez, surgiría la posibilidad de que cada vez -sin que se violaran las reglas
del discurso jurídico y del discurso práctico general- se alcanzaran resultados distintos.
Esto contradice el principio de universabilidad y, por ello, un aspecto elemental del


1 Aquí no se puede afirmar que la estabilidad sólo puede alcanzarse por medio de las dogmáticas,
es decir, mediante sistemas de enunciados dogmáticos. Por lo que se refiere a esta función, la casuística
parece ser igualmente efectiva. Lo único importante aquí es que también las dogmáticas pueden servir
para dar estabilidad. Sobre la relación entre casuística y dogmática cfr. N. Luhmann, Rechtssystem und
Rechtsdogmatik, p. 18.
2 Cfr. J. Esser, Móglichkeiten und Grenzen des dogmatischen Denkens im moder-
asen Zivilrechts, p. 103.

principio de justicia 3 . La dogmatización del Derecho, o algo de igual valor desde el
punto de vista de la función de estabilización, es una exigencia que deriva de principios
prácticos generales.
Ahora bien, esto no significa que cada enunciado dogmático que haya sido una
vez aceptado deba ser mantenido estrictamente por tiempo ilimitado. Pero excluye que
pueda ser abandonado sin más. No es suficiente con que haya buenas razones tanto en
favor de la nueva solución como de la tradicional. Las razones en favor de la nueva solu-
ción deben ser tan buenas como para justificar no sólo la nueva solución, sino también
el romper con la tradición. Tiene vigencia, por tanto, el principio de inercia de
Perelman4. Quien propone una nueva solución, soporta la carga de la argumentación5.
Esto muestra que el efecto de estabilización de las dogmáticas no puede ser
sobrevalorado. Está limitado, y no sólo por el hecho de que los enunciados dogmáticos,
una vez aceptados, pueden ser rechazados o modificados. En numerosas
fundamentaciones son necesarios, además de los dogmáticos, enunciados prácticos de
tipo general (fundamentación dogmática impura). Puesto que frecuentemente son
posibles discursivamente distintos enunciados prácticos de tipo general, muchas veces
pueden fundamentarse, con ayuda de los mismos enunciados dogmáticos, resultados
muy distintos. A todo esto alude Luhmann cuando establece que «la función de la
dogmática... no [reside] en el encadenamiento del espíritu, sino precisamente, por el
contrario, en el aumento de la libertad en el trato con experiencias y textos»6. Esto tiene
que ver, ciertamente, con algo que es correcto. Sin embargo, sería equivocado, a causa
de la libertad que indudablemente también se da en la argumentación dogmática,
infravalorar el efecto de estabilización que surge del principio de inercia a partir de los
enunciados dogmáticos aceptados.
(2) La función de progreso guarda una estrecha conexión con la de estabilización.
La institucionalización de la dogmática, es decir, la ampliación de la discusión jurídica
en la dimensión temporal, objetual y personal, hace posible ofrecer comprobaciones y
diferenciar los enunciados dogmáticos en una medida considerablemente mayor de lo
que sería posible en discusiones que se desarrollan en forma puntual. Con ello se hace
posible algo así como un progreso de la dogmática. El progreso en la dogmática es

3 Sobre la conexión de la función de estabilización con el principio de igualdad de
trato cfr. N. Luhmann, ¡bid., p. 37. Si se habla de que en dos o más discursos se siguen
en cada caso las reglas del discurso, y por tanto también el principio de universabilidad
(1.3'), y sin embargo, por lo que se refiere a la totalidad del discurso, de que puede
existir una violación del principio de universabilidad, entonces esto ocurre en la medida
en que los discursos se contemplan desde distintos puntos de vista. En el primer caso,
los individuos que participan en el discurso están desconectados en el sentido de que,
dada su no identidad personal, los resultados del anterior discurso, por lo que se refiere
a (1.3), no tienen para ellos ningún significado. En el segundo caso tiene lugar una
pérdida de individualidad de los participantes en el discurso, en la medida en que se les
atribuye las decisiones de los anteriores participantes en el discurso. Esto está
justificado en todos los casos de discurso representativo en los que no existe ninguna
identidad entre participantes y afectados. Para los afectados pero no participantes no
puede ser de importancia un simple cambio de los participantes. En relación con los
representantes, (1.3') establece por tanto exigencias más fuertes que en relación con los
que son al mismo tiempo participantes y afectados.
4 Cfr. Sobre ello supra pp. 170 y ss
5 Cfr. W. Brohm, Die Dogmatik des Verwaltungsrechts vor den Gegenviartatlaben der Verwaltung,
en: «VVDStRL», 30 (1972), p. 248.
6 N. Luhmann, ibid., p. 16.

ciertamente un asunto considerablemente más complicado que el progreso en las
ciencias empíricas7. No depende únicamente de la actividad del científico del Derecho,
sino además, en una medida considerable, de la actividad del legislador y de los
cambios de las ideas valorativas dentro de la sociedad. Esto, sin embargo, no hace que
cambie nada con respecto a que también en la dogmática jurídica sean posibles
progresos8. La posibilidad de tales progresos es un fuerte argumento en favor del
carácter científico de la dogmática jurídica.
(3) La posibilidad de poder adoptar en las fundamentaciones dogmáticas
enunciados ya comprobados y aceptados al menos de manera provisional supone una
descarga en la medida en que, sin una razón especial, no es necesaria una nueva
comprobación. Se puede renunciar a discutir de nuevo en cada caso cada cuestión de
valoración. Esta función de descarga9 no es sólo indispensable para el trabajo de los
tribunales, que tiene lugar bajo la presión del tiempo; también es importante para la
discusión científico jurídica. También aquí -como en todos los lados- es imposible volver
a discutirlo todo.
El valor de la función de descarga depende ciertamente del grado de optimización
de una serie de variables como, por un lado, la sencillez, la precisión, la riqueza y la
confirmación de los enunciados de una dogmática y, por otro lado, de la extensión de un
consenso suficiente sobre estos enunciados. De acuerdo con la experiencia tenida hasta
ahora, el problema central de la dogmática jurídica consiste en que estos valores no
pueden acrecentarse conjuntamente a voluntad. Si fuera así, serían posibles sistemas
de enunciados dogmáticos de los cuales podrían deducirse lógicamente, para todos los
casos posibles en un campo del Derecho, soluciones valorativamente convincentes.
Puesto que esto no es posible, el valor de la función de descarga es limitado. Con
frecuencia, ante una decisión de un caso singular es necesaria una elección entre
enunciados dogmáticos alternativos que hay que fundamentar de nuevo. Además, esa
menudo necesario rechazar un enunciado dogmático hasta entonces aceptado, y es
frecuente el caso en que, para la fundamentación de una decisión, son necesarios,
además de enunciados dogmáticos, enunciados prácticos de tipo general.
Por ello, hay que admitir ciertamente que la dogmática no sólo puede tener un
efecto de descarga, sino también de carga10. Esto lo pone de relieve Luhmann: «Así, con
la elaboración conceptual del Derecho, aumentan -¡y no disminuyen!- también las
dificultades de la decisión; dicho más exactamente: aumentan las posibilidades de hacer
más difícil la decisión»11. Sin embargo, éste es sólo un aspecto. Por otro lado,
difícilmente puede dudarse de que hay enunciados dogmáticos, como por ejemplo

7 Cfr. sobre ello Th. S. Kuhn, Die Struktur wissenschafilicher Revolutionen, Frankfurt a. M.,
1973, así como las contribuciones en: I. Lakatos/A. Musgrave (ed. de), Criticism and the Growth of
Knowledge, Cambridge, 1970.
8 Sobre el progreso en la ciencia jurídica cfr. H. Dólle, Juristische Entdeckungen, en:
Verhandlungen des 42. Deutschen Juristentages, Düsseldorf, 1975, vol. 2, Tübingen, 1959, pp. B 1-B 22,
así como las contribuciones en: Fortschritte des Verwaltungsrechts. Festschr. f. H. J. Wolff, ed. de Chr.
-Fr. Menger, München, 1973.
9 Cfr. sobre ello J. Esser, Dogmatik zwischen Theorie und Praxis, pp. 522 y 524;
O. Bachof, Die Dogmatik des Verwoltungsrechts vor den Gegenwartsaufgaben der
Verwaltung, p. 198; N. Luhmann, Rechtssystern und Rechtsdogmatik, p. 22; D. de
Lazzer, Rechtsdogmatik afs Kompromissformufar, p. 103.
10 Cfr. sobre ello K. Zweigert, Rechtsvergleichung, System und Dogmatik, en:
Festschrifi für E. Bdtticher, Berlin, 1969, p. 445 y s., así como G. Struck, Dogmatische
Diskussionen über Dogmatik, «JZ», 1975, p. 86.
11 N. Luhmann, Rechtssystem und Rechtsdogmatik, p. 23.

definiciones de conceptos jurídicamente relevantes, suficientemente precisos y
generalmente reconocidos, que facilitan la decisión hasta el punto de que ésta, una vez
establecidos los hechos, no parece ya problemática. La función de descarga en tales
casos ordinarios consiste precisamente en que las cuestiones dogmáticas no son ningún
problema12.
El efecto de descarga en los casos ordinarios debe pagarse, por cierto, con
dificultades en casos límites, las cuales no se presentarían si se prescindiera de las
dogmáticas. La pregunta de si este precio compensa debe ser considerada no sólo en
relación con las ventajas de la descarga en los casos ordinarios, sino también en
relación con otros resultados producidos por la dogmática. Por ello, el hecho de que las
dogmáticas planteen cuestiones que no existirían sin ella no puede, de ninguna manera,
contemplarse, como todavía se verá, sólo como un inconveniente.
(4) Además, la función técnica es de considerable importancia. «Para contemplar
la totalidad o, al menos, el campo más amplio posible... del sentido de las normas
jurídicas concretas, es necesario construir conceptos básicos generales, formas de
enunciados, instituciones jurídicas, etc., porque sólo una presentación simplificada y
sistemáticamente unificada de esta manera de las normas jurídicas ofrece una rápida
panorámica en conformidad con las relaciones de dependencia existentes entre ellas»13.
De esta manera, la dogmática desarrolla una función de información14, promueve la
enseñanza y el aprendizaje de la materia jurídica15 y, con ello, su capacidad de
transmisión16. Podlech señala, en relación con ello, la regulación jurídica de las conse-
cuencias de las guerras; por ejemplo, el derecho de compensación de cargas, el derecho
de reparación y la Ley 131, para la que apenas se desarrollaron dogmáticas jurídicas y
que, por ello, “sólo es conocida a fondo por prácticos especializados en la casuística”17.
Puede ponerse en duda, desde luego, la función didáctica de la dogmática. Así,
Struck tiene derecho a pensar que aún está por aducirse la prueba del valor didáctico
de las dogmáticas, y que esto ciertamente sólo puede hacerse por medio de las
modernas ciencias de la didáctica18. Sin embargo, hay que admitir que la penetración
analítico-conceptual de un objeto es, al menos, un medio para dominarlo.

12 En este sentido, no es posible estar de acuerdo con Struck, quien explícitamente es de la
opinión de que los enunciados dogmáticos no juegan ningún papel en los casos rutinarios (cfr., ibid., p.
86).
13 W. Krawietz, “Funktion und Grenze einer dogmatischen Rechtswissenschaft”,
en: Rechts und Politik, 6 (1970), p. 151; en forma parecida Id., Was leistet Rechtsdogma-
tik in der richterlichen Entscheidungspraxis p. 52. Cfr., además K. Engisch,
“Begriffseinteilung und Klassifikation in der Jurisprudenz”, en: Festschrift f. K. Larenz,
München, 1973, pp. 125 y ss.
14 J. Esser, Müglichkeiten und Grenzen des dogmatischen Denkens im Zivilrechts,
p. 101
15 A. Podlech, “Rechtstheoretische Bedingungen einer Methodenlehre
juristischer Dogmatik”, en: Jahrbuch für Rechtssoziologie und Rechtstheorie 2 (1972), p.
492.
16 N. Luhmann, Sinn als Grundbegríff der Soziologie, en: J. Habermas/N. Luhmann, Theorie der
Gesellschaft oder Sozialtechnologie, p. 98.
17A.Podlech, ibid., p. 493. Para el comienzo de una elaboración dogmática de estos campos
jurídicos cfr. H. J. Wolff/O. Bachof, Verwaltungsrechts, vol. 111, 3.a ed. München, 1973, § 144
18 G. Struck, Dogmatische Diskussion über Dogmatik, p. 85 y s.


(5) La ya mencionada función de control es muy importante19. Como ya se
expuso20, puede distinguirse dos tipos de control de consistencia. En la comprobación
sistemática en sentido estricto se puede comprobar la compatibilidad lógica de los
enunciados dogmáticos entre sí, y en la comprobación sistemática en sentido amplio, la
compatibilidad práctico-general de las decisiones a fundamentar con ayuda de los
distintos enunciados dogmáticos. Las dogmáticas permiten decidir casos no de manera
aislada, sino en relación con una serie de casos ya decididos y todavía por decidir.
Acrecientan por ello el grado de eficacia del principio de universabilidad y sirven, en
esta medida, a la justicia21.
(6) La última de las funciones positivas de la dogmática a mencionar aquí es su
función heurística. Las dogmáticas contienen una serie de modelos de solución,
distinciones y puntos de vista que no aparecerían si hubiera que empezar siempre de
nuevo. El uso de este instrumental resulta ciertamente de utilidad, aunque la decisión
no esté aquí todavía determinada. Se sugieren preguntas y respuestas que de otra
manera serían imposibles o que quedarían fuera del campo visual. Un sistema
dogmático puede, por ello, ser “un fructífero punto de partida para nuevas
observaciones y relaciones, pues en la medida en que sintetiza el estado de comprensión
alcanzado en los respectivos problemas singulares y generaliza su fecundidad, se
convierte también en iniciador de nuevos conocimientos que no se hubiesen ofrecido, ni
menos aún hubiesen prevalecido, si la reflexión hubiese quedado aislada, sin
sistematización”22.
(...) En suma, el uso de argumentos dogmáticos puede ser visto no sólo como no
contradictorio con los principios de la teoría del discurso, sino además como un tipo de
argumentación exigido por ésta en el contexto especial del discurso jurídico. Rige por
ello la regla: (J. 12) Si son posibles argumentos dogmáticos, deben ser usados.

19 Cfr. sobre ello N. Luhmann, Rechtssystem und Rechtsdogmatik, pp. 19 y 40 y
ss.; W. Krawietz, Was leistet Rechtsdogmatik in der richterlichen Entscheidungspraxis,
p. 77.
20 Cfr. supra, pp. 252
21 Cfr. sobre ello Fr. Wieacker, Zur praktischen Leistung der Rechtsdogmatik, p.335
22 J. Esser, Vorverstdndnis und Methodenwahl in der Rechtsfindug, p. 101; cfr. además N.
Luhmann, Rechtssystem und Rechtsdogmatik, p. 22 y s.

miércoles, 9 de abril de 2008

SOBRE ANTROPOLOGÍA JURÍDICA: PERSPECTIVAS SOCIOCULTURALES ENEL ESTUDIO DEL DERECHO DE ESTEBAN KROTZ (ed.)

SOBRE ANTROPOLOGÍA JURÍDICA: PERSPECTIVAS SOCIOCULTURALES EN EL ESTUDIO DEL DERECHO, DE ESTEBAN KROTZ (ed.)

ISONOMÍA No. 23 / Octubre 2005

Andrea Meraz.- Instituto Tecnológico Autónomo de México
Crítica del libro Esteban Krotz (ed.), Antropología jurídica: perspectivas socioculturales en el estudio delderecho, Barcelona, Anthropos / Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 2002.

La antropología jurídica es una subdisciplina de la antropología
sociocultural que, como señala Esteban Krotz, editor del libro An-
tropología jurídica: perspectivas socioculturales en el estudio del de-
recho1, puede entenderse de dos maneras. Una es la privilegiada por los
textos clásicos, esto es, como una rama de la antropología que aborda
un campo o una esfera social distinguible –la esfera de lo jurídico– de
otros campos o esferas sociales. La segunda, más adecuada a juicio del
editor, es que la antropología jurídica al igual que cualquier subdisci-
plina, es una perspectiva específica elaborada para la captación de la
realidad social que da cuenta, desde un ángulo particular y limitado, de
la vida y las características de una determinada sociedad. Es decir, el
estudio de los fenómenos jurídicos sirve como un acercamiento espe-
cífico al todo social.


El mismo Esteban Krotz plantea que existen tres campos de estudio
específicos de la antropología jurídica: el campo del derecho compara-
do como campo de conflictos y de luchas; el derecho como mecanismo
de control social; y el campo del derecho y la ideología. Esta división
corresponde a la manera en que trabaja la antropología en general, es
decir, se comienza con el estudio de los conflictos y se termina con el
estudio de la ideología.
F. Silva Santiesteban en su libro "Introducción
a la antropología jurídica" señala que otros de los temas que preocupan
a esta disciplina son el estudio del derecho primitivo, el pluralismo ju-
rídico, las diferencias del derecho entre las sociedades modernas y las
tradicionales, el derecho consuetudinario, la relación entre el derecho
oficial y los sistemas jurídicos indígenas, por mencionar algunos.
Los temas de estudio de la antropología jurídica con mayor relevan-
cia en el contexto mexicano son los relacionados con el derecho indí-
gena debido a las contradicciones entre el sistema jurídico nacional y
la manera de ejercer el derecho en las comunidades indígenas del país.
Sin embargo, los estudios de antropología jurídica mexicana eran prác-
ticamente inexistentes hasta 1989, año en el que Rodolfo Stavenhagen
reunió a un grupo de investigadores para analizar cuestiones en torno a
los sistemas jurídicos indígenas en México y su relación con el sistema
jurídico nacional. Varios de los investigadores que participaron en el
grupo formado por Rodolfo Stavenhagen son colaboradores en el libro
editado por Esteban Krotz, entre ellos Victoria Chenaut, Magdalena
Gómez, María Teresa Sierra y el mismo Rodolfo Stavenhagen.
Maria Teresa Sierra y Victoria Chenaut señalan en su contribución a
este libro que la antropología jurídica se ha convertido en un importan-
te campo de especialización en la antropología latinoamericana debido
a la actualidad de los temas que estudia y la importancia política que
éstos han cobrado. Sin embargo, aún es necesario aclarar y enriquecer
conceptualmente los enfoques y métodos de investigación. Los artícu-
los compilados por Esteban Krotz son una importante contribución para
conseguir dicho objetivo.
El libro Antropología jurídica: perspectivas socioculturales en el
estudio del derecho, como en su presentación lo indica el editor, es un
aporte al debate científico sobre la compleja problemática que presenta
el estudio de lo jurídico en su contexto social y, al mismo tiempo, es
una invitación a intensificar la investigación antropológica de lo jurídi-
co en sus diversos aspectos. Se podría afirmar que es un libro de antro-
pología jurídica mexicana en el sentido de que todos sus colaboradores
son investigadores en México. No obstante, no es un libro exclusiva-
mente de antropología jurídica mexicana en el sentido de que los artí-
culos presentados no se refieren únicamente a la situación nacional, de
manera que hacen de este libro una importante contribución a nivel in-
ternacional con relevancia espacial para Latinoamérica.
El libro está dividido en dos apartados generales. El primero se titu-
la “El estudio antropológico de lo jurídico” y está constituido por las
contribuciones de Esteban Krotz, Guillermo de la Peña, Roberto Varela,
María Teresa Sierra, Victoria Chenaut y Rodolfo Stavenhagen. Este
apartado ofrece un panorama general de la manera en que los
antropólogos sociales han estudiado el fenómeno jurídico desde distin-
tas etapas y perspectivas de la teoría antropológica, es decir, es un acer-
camiento al desarrollo de la antropología jurídica desde sus cimientos
hasta algunos de los debates actuales más relevantes para la disciplina
en cuestión. En esta primera parte del libro, el derecho es analizado por
la antropología como fenómeno sociocultural.
La primera contribución es de Esteban Krotz quien realiza un reco-
rrido histórico de los puntos de encuentro de la antropología y el dere-
cho a partir de la segunda mitad del siglo XIX sin pretensiones de reca-
pitular toda la historia de la antropología jurídica sino únicamente con
el objetivo de presentar los momentos clave para la consolidación de
dicha disciplina. El autor analiza la dificultad en la tarea de definir los
conceptos de antropología, derecho y antropología jurídica, así como la
problemática referente a los aspectos teórico-metodológicos del análi-
sis sociocientífico. Por último, Krotz aborda el tema de los derechos
humanos por encontrar en éste una estrecha relación entre las historias
disciplinarias y los enfoques de la antropología y el derecho.
La segunda colaboración es de Guillermo de la Peña quien expone
brevemente la obra de tres pares de autores de la antropología jurídica
clásica inglesa y francesa: Maine y Durkheim, Malinowski y Radcliffe-
Brown, Bohannan y Gluckman. De la Peña encuentra en cada par de
autores posturas opuestas pero a la vez complementarias. Maine y
Durkheim representan el nacimiento de las ciencias sociales en Euro-
pa, Malinowski y Radcliffe-Brown inician la corriente de la antropolo-
gía empírica, mientras que Bohannan y Gluckman analizan los proce-
sos de resolución de conflictos en diversas sociedades. Guillermo de la
Peña considera que estos autores son la base de la antropología jurídi-
ca a la que define como la búsqueda de los fundamentos históricos y
epistemológicos del dominio de la ley.
Roberto Varela es el autor de la tercera contribución en la que seña-
la que para introducir la antropología al ámbito del derecho es necesa-
rio adentrarse, al mismo tiempo, en el ámbito del poder y la política y,
a la vez, en el ámbito de la cultura. Por tal motivo, el autor estudia la
distinción entre naturaleza y cultura, desarrolla el concepto de cultura,
aborda la relación entre poder y política e incursiona en el contenido
de los conceptos de autoridad, legalidad y legitimidad.
El artículo de María Teresa Sierra y Victoria Chenaut presenta y dis-
cute el desarrollo de la antropología jurídica anglosajona contemporá-
nea, principalmente norteamericana e inglesa, con el fin de destacar
cuestiones de especial interés para la antropología jurídica latinoame-
ricana. El objetivo explícito de este texto es seleccionar temas y auto-
res representativos de los principales paradigmas de la disciplina para
enriquecer y alimentar el debate sobre temáticas similares que tiene lugar
en América Latina. Las autoras de este artículo buscan propiciar nue-
vos temas de investigación y con ello nuevos debates teóricos para com-
prender el papel de la ley en la cultura y en los escenarios locales y
globales.
La última contribución del primer apartado es la de Rodolfo Staven-
hagen quien aborda el tema de los derechos indígenas dentro del mar-
co del derecho internacional. El autor señala que una característica ac-
tual en los países latinoamericanos es la búsqueda de una nueva relación
entre los pueblos indígenas y los estados nacionales y que un nuevo
derecho internacional de los derechos indígenas se está construyendo a
partir de organizaciones multilaterales. El autor examina los principa-
les instrumentos para la protección de los derechos humanos a nivel
internacional y analiza los cambios constitucionales y legislativos so-
bre la situación de los derechos indígenas en México, así como el tema
de la autonomía de los pueblos indígenas mexicanos.
La segunda parte del libro se titula “Enfoques desde la filosofía, el
derecho y la sociología”. En este apartado se presentan las colaboracio-
nes de Luis Villoro, Magdalena Gómez, Francisco Piñón, Javier Torres
Nafarrate y Marcela Suárez Escobar. Aquí se plantean algunos de los
fundamentos filosóficos y sociológicos del estudio del derecho como
fenómeno sociocultural ya que el derecho no puede entenderse de modo
aislado con respecto a los procesos sociales de los que forma parte.
La primera colaboración de este apartado es la de Luis Villoro quien
analiza el tema de la relación entre multiculturalismo y derecho. El autor
analiza el derecho de los pueblos a la autodeterminación establecido por
el derecho internacional, el cual, sin embargo, no aclara el concepto de
pueblo. Villoro propone una definición de dicho término a partir de
concepciones comunes en antropología. El autor examina las relacio-
nes entre derechos humanos individuales y colectivos; derechos de los
Estados y derechos de los pueblos; y la relación entre dos sujetos de
derecho que son el ciudadano de un Estado y el miembro de un pueblo.
El artículo de Magdalena Gómez trata el tema del derecho indígena
y la constitucionalidad. La autora establece que existe un derecho indí-
gena al margen de que éste no se incluya históricamente en el orden
constitucional de los países latinoamericanos y utiliza herramientas teó-
ricas del constitucionalismo para analizar el proceso de juridicidad del
derecho indígena. Al contrario que Luis Villoro, Magdalena Gómez
afirma que la naturaleza de los derechos que reclaman los pueblos in-
dígenas es colectiva como lo es su titularidad. La autora recuerda a gran-
des rasgos la trayectoria histórica de la exclusión jurídica de los pue-
blos indígenas y aborda algunos problemas de definición conceptual de
derecho indígena. Por último, la autora toca el tema del derecho indí-
gena reflejado en el derecho internacional, en específico el convenio 169
de la OIT.
Para finalizar, agruparé las últimas tres contribuciones del libro de-
bido a la gran similitud entre ellas. La primera de estas tres colabora-
ciones es de Francisco Piñón quien habla sobre el análisis del derecho
que realizó Antonio Gramsci. La siguiente es de Javier Torres Nafarrate
que hace lo mismo respecto a la obra de Niklas Luhmann y por último,
la contribución de Marcela Suárez Escobar que reflexiona sobre las
cuestiones relacionadas con el derecho en la obra de Michael Foucault.
Como se puede observar, algunas contribuciones del libro en cues-
tión realizan repasos históricos que pueden ser de gran utilidad para
abogados que quieran acercarse a la ciencia antropológica, así como para
antropólogos que quieran conocer temas relacionados con el derecho
como fenómeno social. Asimismo, se plantean debates actuales para
especialistas en antropología jurídica que a la vez son comprensibles
para estudiantes incipientes de la materia.
Se observa también que los temas de los ensayos están estrechamen-
te vinculados entre sí excepto por los últimos tres que corresponderían
más a un libro de filosofía del derecho que a este de antropología jurí-
dica. Por los demás, considero que se podrían reagrupar bajo el mismo
título de la primera parte únicamente los primeros cuatro artículos ya
que se abordan desde una perspectiva meramente antropológica, con
excepción quizás del de Roberto Varela. Mientras que las siguientes tres
colaboraciones abordan temas relacionados con el derecho indígena por
lo que sería más adecuado que se colocaran en un apartado distinto bajo
un título más apropiado.
No obstante, la elaboración del índice tiene únicamente efectos prác-
ticos pero no le resta valor alguno a la importante aportación que el li-
bro Antropología jurídica: perspectivas socioculturales en el estudio del
derecho constituye para dicha disciplina que comienza a consolidarse
y a tomar fuerza en el marco de la antropología latinoamericana. Este
libro contribuye a clarificar la definición de lo que es la antropología
jurídica, así como otros conceptos y métodos de investigación de la
misma. Es un libro que ve hacia atrás pues muestra el desarrollo de la
antropología jurídica desde sus inicios, ve el presente al señalar los
debates más actuales de dicha disciplina y también ve hacia delante al
plantear más interrogantes y abrir nuevos campos de estudio para la
antropología jurídica.

AMARTYA SEN: LA DEMOCRACIA COMO VALOR UNIVERSAL

Contra el relativismo moral y político rampante, las palabras de Sen desmontan los tópicos justificativos de quienes se escudan en difententes culturas para negar y perseguir la democracia y la libertad.

Discurso pronunciado en el Congreso por la Democracia celebrado en Nueva Delhi (febrero de 1999), tomado del Journal of Democracy, julio de 1999, vol. 10, número 3, pp. 3-17, The John Hopkins University
Press and National Endowment for Democracy.


En el verano de 1997, durante una entrevista para un destacado periódico ja-
ponés, me preguntaron cuál era, desde mi punto de vista, el acontecimiento más relevante del siglo XX. Me pareció que se trataba de una de esas preguntas raras que obligan a la reflexión, dado el gran número de sucesos importantes
que han tenido lugar en los últimos cien años.

Los imperios europeos, en concreto el británico y el francés, que tuvieron tanto peso en el siglo XIX, han desaparecido. Hemos sido testigos de dos guerras mundiales. Hemos presenciado
el ascenso y la caída del fascismo y el nazismo. El siglo ha visto el nacimiento
del comunismo y su caída –en el antiguo bloque soviético– o su transformación
radical –en China–. También hemos visto el desplazamiento de la preponde-
rancia económica de Occidente hacia un nuevo equilibrio económico en el que
Japón, el este y el sudeste asiáticos juegan un papel mucho más destacado. Y
pese a que dicha región tiene actualmente algunos problemas económicos y fi-
nancieros, ello no invalida el cambio en el equilibrio de la economía mundial
que se ha desarrollado durante las últimas décadas y, en el caso de Japón, du-
rante prácticamente todo el siglo. Estos últimos cien años no han estado preci-
samente faltos de acontecimientos importantes.
Pero en última instancia no tuve ningún problema para escoger el más des-
tacado entre la gran variedad de sucesos que han tenido lugar en este periodo:
el ascenso de la democracia. No quiere decir que le reste importancia a otros
acontecimientos, pero creo que en el futuro, cuando se vuelva la vista atrás y
se detenga en el siglo XX, será difícil que no se le conceda la primacía al esta-
blecimiento de la democracia como la única forma de gobierno aceptable.
La idea de la democracia, por supuesto, tuvo su origen en la antigua Grecia,
hace más de dos milenios. También hubo intentos poco sistemáticos de demo-
cratización en otros lugares, incluida la India. Pero realmente fue en la antigua
Grecia donde tomó forma y se puso en práctica de verdad –aunque a una es-
cala limitada– antes de colapsar y ceder el paso a formas de gobierno más auto-
ritarias y asimétricas. Nada parecido ocurrió en otro sitio.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que surgiera tal y como la conocemos
hoy en día. Fueron varios los acontecimientos que permitieron su gradual y fi-
nalmente exitosa instauración como sistema efectivo de gobierno, desde la fir-
ma de la Carta Magna en 1215 hasta la universalización del sufragio en Europa
y Norteamérica en el siglo XX, pasando por las revoluciones francesa y norte-
americana del siglo XIX. Sin embargo, sólo en el siglo XX llegó a establecerse
como la forma “normal” de gobierno a la que tiene derecho cualquier nación,
sea en Europa, América, Asia o África.

La idea de la democracia como compromiso universal es bastante nueva y,
en esencia, un producto del siglo XX. Los rebeldes que impusieron restriccio-
nes al rey de Inglaterra mediante la Carta Magna veían sus necesidades como
algo absolutamente local. En cambio, los independentistas norteamericanos y
los revolucionarios franceses dieron un gran impulso a la comprensión de que
la democracia es necesaria como sistema general. El objetivo práctico de sus
demandas, sin embargo, no excedió el ámbito local, quedando confinado a los
dos lados del Atlántico Norte y sobre las bases de la historia económica, social
y política de la región.
A lo largo del siglo XIX era habitual que los teóricos de la democracia se pre-
guntaran si tal o cual país “estaba preparado para la democracia”. Tal forma de
pensar no cambió sino hasta el siglo XX, con el reconocimiento de que la pre-
gunta misma era un error: un país no tiene por qué estar preparado para la
democracia, sino más bien estar preparado mediante la democracia. El cambio
fue decisivo, pues hacía extensible el alcance potencial de la democracia a mi-
les de millones de personas, cualquiera que fuera su historia, su cultura o su
nivel económico.
También fue en este siglo cuando finalmente se aceptó que el “sufragio
para todos los adultos” quería decir todos, incluyendo a las mujeres. Cuando en
enero de 1999 tuve ocasión de conocer a Ruth Dreyfuss, presidenta de Suiza
y mujer de notable nivel intelectual, recordé que hace tan sólo un cuarto de si-
glo las mujeres de ese país ni siquiera tenían derecho al voto. Por fin hemos
llegado a reconocer que la aplicación del concepto de universalidad, como el
de misericordia, no debe ser selectivo.
Sin duda, la aspiración de universalidad de la democracia debe enfrentar
desafíos que adoptan múltiples formas y que proceden de las más variadas di-
recciones. De hecho, parte del presente ensayo trata sobre ello, pues en él ana-
lizo la afirmación de la democracia como valor universal y la controversia alre-
dedor de esta afirmación. Pero antes de comenzar ese análisis es necesario
comprender con toda claridad en qué sentido la democracia se ha convertido
en la principal creencia del mundo contemporáneo.
En cualquier época y ambiente social existen creencias generalizadas que
son respetadas como una especie de norma universal, algo parecido a la confi-
guración “por defecto” de un programa de ordenador; son consideradas correc-
tas mientras no se demuestre lo contrario. Aunque la democracia no se ha lle-
vado a la práctica universalmente ni ha sido uniformemente aceptada, la forma
de gobierno democrática es considerada en la actualidad, dentro del clima ge-
neral de la opinión internacional, como la correcta. Así pues, son los que deni-
gran el sistema democrático los que deben justificar su postura.
Pero este viaje histórico es bastante reciente. No hace mucho, los defenso-
res de la democracia en Asia y África se veían en apuros a la hora de defender
sus puntos de vista. Si bien actualmente tenemos razones suficientes para re-
batir a aquellos que, implícita o explícitamente, niegan la necesidad de la de-
mocracia, debemos dejar muy claro cómo fue cambiando el estado de opinión
general a lo largo de varios siglos. No tenemos que empezar de nuevo por ex-
plicar si un país u otro (Sudáfrica o Camboya o Chile) está “preparado para la
democracia” (cuestión tan relevante en el discurso del siglo XIX), ahora lo da-
mos por sentado. El reconocimiento de la democracia como sistema universal-
mente válido, cada vez más aceptado como valor universal, ha supuesto una
importantísima revolución del pensamiento y constituye una de las contribu-
ciones más importantes del siglo XX. Es en este contexto donde debemos ana-
lizar el tema de la democracia como valor universal.


LA EXPERIENCIA INDIA

¿Hasta qué punto ha funcionado la democracia? Mientras que nadie pone en
duda el papel que ha desempeñado en naciones como Estados Unidos, Gran
Bretaña o Francia, cuando se trata de los países más pobres el tema se torna
controvertido. No es el momento de hacer un análisis minucioso de la historia,
pero yo diría que la democracia ha funcionado bastante bien.
India es, desde luego, uno de los casos más controvertidos del debate.
Cuando los británicos se negaron a darle la independencia al país, manifesta-
ron su preocupación sobre la capacidad de los hindúes para gobernarse. En
1947, el año de la independencia, India se encontraba, de hecho, en un estado
de gran confusión. Un gobierno inexperto, divisiones no asimiladas y alinea-
mientos poco definidos se combinaban con la violencia popular generalizada y
el desorden social. Resultaba difícil tener fe en el futuro de una India demo-
crática y unida. Sin embargo, apenas medio siglo después encontramos una de-
mocracia que, con sus buenos y sus malos momentos, ha funcionado muy bien.
Las divergencias políticas se han abordado dentro de un marco constitucional
y se han sucedido los gobiernos siguiendo las normas parlamentarias y electo-
rales. India, una torpe, insólita y poco elegante combinación de diferencias, ha
sobrevivido a pesar de todo y funciona correctamente como unidad política re-
gida por un sistema democrático. De hecho, se mantiene unida gracias preci-
samente a la democracia.
India ha sobrevivido, además, al enorme desafío que supone abordar la di-
versidad lingüística y religiosa. Las diferencias religiosas y culturales son muy
susceptibles de ser utilizadas por políticos sectarios en su propio beneficio, y
lo cierto es que así ha sucedido en algunas ocasiones –incluso recientemente–
para consternación de todo el país. Sin embargo, el hecho mismo de que esa
violencia sectaria sea recibida con consternación y condenada por todos los
sectores del país nos ofrece, en última instancia, la mejor garantía democrática
contra la explotación del sectarismo. Se trata, evidentemente, de un elemento
esencial para la supervivencia y prosperidad de un país tan diverso como la In-
dia, que es el hogar no sólo de una mayoría hindú, sino también de la tercera
comunidad musulmana en importancia actualmente, de millones de cristianos,
de budistas, y de la mayoría de sikhs, parsees y jainitas que existen en el mundo.

LA DEMOCRACIA Y EL DESARROLLO ECONÓMICO

Con frecuencia se afirma que para conseguir el desarrollo económico resulta
más conveniente un sistema no democrático. Esta opinión se conoce, en oca-
siones, con el nombre de “hipótesis de Lee”, dado que Lee Kuan Yew, líder y
ex presidente de Singapur, fue su principal defensor. Y tiene razón en el senti-
do de que algunos estados totalitarios –como el de Corea del Sur, la propia Sin-
gapur y la China posterior a la reforma– han conseguido tasas más rápidas de
crecimiento económico que muchos estados menos autoritarios, como India, Ja-
maica y Costa Rica. La hipótesis de Lee, sin embargo, parte de un empirismo
análisis estadístico general de la gran diversidad de datos de que se dispone.
Semejante relación generalizadora no puede establecerse a partir de pruebas
tan selectivas. Por ejemplo, no se puede tomar el auge económico de Singapur
o China como “prueba definitiva” de que el autoritarismo favorece la prospe-
ridad económica, de la misma forma que no podemos llegar a la conclusión
opuesta porque Bostwana, el país con el mejor índice de crecimiento económi-
co en África e incluso uno de los mejores del mundo, haya sido un oasis de de-
mocracia en el continente a lo largo de muchas décadas. Se requiere de estu-
dios empíricos más sistemáticos para aclarar esta cuestión.
De hecho, no existen pruebas generales convincentes de que la forma de
gobierno autoritaria y la supresión de los derechos civiles y políticos sean real-
mente beneficiosos para el desarrollo económico. Lo cierto es que el cuadro
estadístico general no inclina a semejante inducción. Los estudios empíricos
sistemáticos (por ejemplo, el de Robert Barro o el de Adam Przeworski) respal-
dan la idea de que existe una contradicción general entre los derechos políti-
cos y el rendimiento económico. El vínculo direccional parece depender de di-
versas circunstancias que ni tienen que ver con lo anterior, y si bien algunas
investigaciones estadísticas revelan una endeble relación negativa, otras en-
cuentran una relación positiva muy sólida. Si se consideran todos los estudios
en su conjunto, la hipótesis de que no existe una relación definida entre creci-
miento económico y democracia en ninguna de las dos direcciones continúa
siendo muy plausible. Y dado que la democracia y la libertad política constitu-
yen valores en sí mismas, su defensa queda, pues, a salvo.
Pero el tema abarca también una cuestión fundamental de métodos de in-
vestigación económica. No sólo debemos examinar las relaciones estadísticas,
sino también analizar minuciosamente los procesos causales inherentes al creci-
miento y al desarrollo económico. En la actualidad ya se comprenden mejor las
políticas económicas y las circunstancias que dieron lugar al auge económico
de los países del Asia oriental. Aunque varía el énfasis de los diversos estudios
empíricos, ahora existe un amplio consenso en cuanto a las “políticas eficaces”
en materia económica, que incluyen la apertura a la competencia y a los merca-
dos internacionales, la prestación de incentivos públicos a la inversión y a la
exportación, el aumento del nivel escolar y cultural y las reformas agrarias exi-
tosas, así como otras oportunidades sociales que amplían la participación en el
proceso de expansión económica. No hay ninguna razón para asumir que cual-
quiera de dichas políticas sea inconsistente con una mayor democratización ni
que tenga que ser sustentada obligatoriamente por los elementos del autorita-
rismo presentes en Corea del Sur, Singapur o China. De hecho, las pruebas
más abrumadoras demuestran que para generar un rápido crecimiento econó-
mico es preferible un clima económico cordial antes que un endurecimiento
del sistema político.
Para completar este análisis debemos traspasar los estrechos confines del
crecimiento económico y examinar demandas más amplias inherentes al desa-
rrollo económico, incluida la necesidad de la seguridad social y económica. En
este contexto, debemos ver la relación entre los derechos políticos y civiles,
por un lado, y la prevención de grandes desastres económicos, por el otro. Los
derechos civiles y políticos permiten que las personas puedan prestar atención
a las necesidades generales y demandar la acción pública adecuada. La respues-
ta de un gobierno al sufrimiento agudo de un pueblo a menudo depende de la
presión que recibe. El ejercicio de derechos políticos (como el voto, la crítica,
la protesta, etcétera) puede marcar la diferencia del incentivo político que ope-
ra sobre un gobierno.
En algún otro sitio me he referido al hecho notable de que, en la terrible
historia de hambrunas sufridas por el mundo, nunca se ha producido un perio-
do de hambruna realmente importante en una país democrático e independien-
te con una prensa relativamente libre. No existen excepciones a esta regla, sin
importar hacia adónde miremos: las hambrunas recientes sucedidas en Etiopía,
Somalia u otros países con regímenes dictatoriales; hambrunas en la Unión So-
viética en los años treinta; la de China de 1958 a 1961, cuando fracasó la políti-
ca del Gran Salto Adelante; y antes las de Irlanda o India bajo la dominación
extranjera. Aunque en muchos sentidos se desenvolvía económicamente me-
jor que India, China se las arregló para padecer –a diferencia de India– una
hambruna que resultó, de hecho, la mayor en la historia de la humanidad: cerca
de treinta millones de personas fallecieron de 1958 a 1961. Pese a ello, a lo lar-
go de esos tres años continuaron aplicándose las equivocadas políticas guber-
namentales, que no fueron criticadas debido a que no existían partidos de la
oposición dentro del parlamento, no había prensa independiente ni elecciones
multipartitas. Y fue precisamente esa falta de exigencias lo que permitió que
políticas erróneas continuasen en vigor a pesar de la muerte de millones de
personas cada año. Lo mismo puede decirse sobre las dos hambrunas que tie-
nen lugar actualmente en Corea del Norte y Sudán.
Los periodos de hambruna con frecuencia se asocian a lo que parece ser un
desastre natural, y los cronistas ingenuamente se conforman con el razona-
miento más simplista apelando a estas calamidades: las inundaciones en China
durante el fracaso del Gran Salto Adelante, las sequías en Etiopía o las pérdi-
das de las cosechas en Corea del Norte. Sin embargo, otros países con proble-
mas naturales similares, e incluso peores, se las arreglaron perfectamente gra-
cias a que gobiernos sensibles actuaron para aliviar el hambre. Dado que las
víctimas fundamentales en periodos de hambruna son generalmente los indi-
gentes, podrían evitarse las muertes con la creación de fuentes de ingreso (por
ejemplo, a través de programas de empleo), que facilitarían a las víctimas po-
tenciales el acceso a los alimentos. Hasta los países democráticos de mayor
pobreza sometidos a terribles sequías o inundaciones y otros desastres natura-
les –como la India en 1973, o Zimbawe y Bostwana a principios de los ochen-
ta– han conseguido alimentar a sus habitantes sin llegar a experimentar perio-
dos de hambruna.
La hambruna es fácil de evitar si existe un propósito serio al respecto, y un
gobierno democrático que debe enfrentarse a las elecciones, a la crítica de los
partidos de oposición y de la prensa independiente, no tiene más remedio que
poner todo su interés en ello. No debe sorprendernos, pues, que India sufrie-
ra periodos continuos de hambruna mientras estuvo sometida al dominio bri-
tánico (el último que presencié, de niño, tuvo lugar en 1943, cuatro años antes
de la declaración de independencia), y que desapareciera súbitamente con el
establecimiento de una democracia multipartita y una prensa libre.
Anteriormente he aludido a estas cuestiones, sobre todo en el trabajo reali-
zado junto a Jean Dreze, de manera que no voy a profundizar sobre ellas aquí.
El tema de la hambruna, de hecho, sólo me sirve para ilustrar el alcance de la
democracia, pues en muchos sentidos constituye el ejemplo más fácil de ana-
lizar. El papel positivo desempeñado por los derechos políticos y civiles tiene
que ver con la prevención de todos los desastres económicos y sociales. Puede
que no se eche en falta este papel decisivo de la democracia cuando todo va
bien y la economía, en general, funciona. Pero cuando, por cualquier razón,
algo empieza a ir mal, los incentivos políticos que pueden brindar las formas
democráticas de gobierno adquieren un considerable valor práctico.
Se trata, pues, de una importante lección. Muchos economistas tecnócratas
recomiendan la utilización de incentivos económicos –dados por el sistema de
mercado– mientras que pasan por alto los incentivos políticos –que pudieran
ser garantizados por los sistemas democráticos–. Ello supone optar por un con-
junto de reglas básicas totalmente desequilibradas. Puede que no se advierta
el poder protector de la democracia cuando el país tiene la suerte de no verse
frente a una catástrofe, cuando todo va razonablemente bien. Pero el peligro
de la inseguridad originada por cambios económicos o circunstancias de otra
índole, por políticas erróneas que no son corregidas a tiempo, puede esconder-
se detrás de la fachada de una nación en apariencia saludable.
Los problemas recientes en el este y el sureste asiáticos sacan a la luz, entre
otras cosas, las consecuencias de formas de gobierno no democráticas, sobre
todo desde dos puntos de vista principales. En primer lugar, el desarrollo de
crisis financieras en estas economías –incluidas Corea del Sur, Tailandia e In-
donesia– ha estado estrechamente vinculado a la falta de transparencia en los ne-
gocios, sobre todo a la falta de participación pública en la revisión de los acuer-
dos financieros; y la causa fundamental de ello ha sido la ausencia de un foro
democrático efectivo. En segundo lugar, una vez que la crisis financiera ha
desembocado en una recesión económica generalizada, el poder protector de
la democracia, similar al que evita los periodos de hambruna en los países de-
mocráticos, se ha extrañado en un país como Indonesia. Los nuevos desposeídos
no contaban con los recursos que necesitaban.
Una caída del producto nacional bruto de, digamos, un 10 por ciento, pu-
diera no significar mucho si ha sucedido tras una tasa de crecimiento de un 5
o un 10 por ciento anual durante las últimas décadas; sin embargo, puede oca-
sionar la muerte y llevar a la miseria a millones de personas si el peso de la con-
tracción no es compartido por la amplia mayoría y se permite que caiga sobre
los menos capaces de soportarlo, es decir los desempleados y los que carecen
de medios económicos. En Indonesia, tal vez los más vulnerables no hayan re-
sentido la falta la democracia mientras las cosas iban mejorando, pero esa ca-
rencia impidió que se oyeran sus voces y se pudieran expresar cuando tuvo
lugar la crisis desigualmente compartida.

LAS FUNCIONES DE LA DEMOCRACIA

Hasta ahora los temas que he tratado en el presente ensayo han estado deter-
minados por los detractores de la democracia, sobre todo por los críticos de la
economía. Más tarde volveré sobre las críticas, en concreto sobre los argumen-
tos de los críticos culturales, pero ha llegado el momento de continuar el análi-
sis positivo sobre cómo actúa la democracia y lo que puede haber en la base de
su defensa como valor universal.
¿Qué es exactamente la democracia? No se debe identificar la democracia
únicamente con el gobierno de la mayoría. La democracia implica exigencias
complejas, que incluyen el voto y el respeto hacia los resultados de las eleccio-
nes, pero también implica la protección de las libertades, el respeto a los dere-
chos legales y la garantía de la libre expresión y distribución de información y
crítica. Incluso las elecciones pueden resultar lesivas si tienen lugar sin que los
diferentes contendientes tengan la oportunidad de presentar sus programas, o
sin que el electorado goce de la libertad de obtener información y de conside-
rar los puntos de vista de los principales partidos. La democracia es un sistema
exigente, no una simple condición mecánica –el gobierno de la mayoría– toma-
da de forma aislada.
Vistos así, los méritos de la democracia y la afirmación de su valor univer-
sal pueden relacionarse con algunas virtudes distintas inherentes a su práctica
sin restricciones. De hecho, se puede decir que la democracia enriquece la
vida de los ciudadanos de tres formas diferentes. Primero, la libertad política se
inscribe dentro de la libertad humana en general, y el ejercicio de los derechos
civiles y políticos es una parte crucial de la vida de los individuos en tanto se-
res sociales. La participación social y política posee un valor intrínseco para la
vida y el bienestar de los hombres. El hecho de impedir la participación en
la vida política de la comunidad constituye una privación capital.

Segundo, como acabo de señalar –cuando impugnaba la afirmación de que
la democracia está reñida con el desarrollo económico–, la democracia posee
un importante valor instrumental en el reforzamiento de la respuesta obtenida
por el pueblo cuando expresa y sostiene sus demandas de atención política –in-
cluidas las demandas económicas–. Tercero –y este es un punto que exige una
mayor profundización–, la práctica de la democracia ofrece a los ciudadanos la
oportunidad de aprender unos de otros y ayuda a la sociedad a formar sus valo-
res y prioridades. Hasta la idea de “lo necesario”, aun la comprensión de las
“necesidades económicas”, requiere el debate público y el intercambio de in-
formación, opiniones y análisis. En este sentido, la democracia posee una im -
portancia constructiva, además de su valor intrínseco para las vidas de los ciuda-
danos y de su valor instrumental en las decisiones políticas. La defensa de la
democracia como valor universal deberá tener en cuenta toda esta diversidad
de consideraciones.
La conceptualización, y aun la comprensión, de lo que se entiende por “ne-
cesidades”, incluidas las “necesidades económicas”, puede requerir en sí mis-
ma el ejercicio de los derechos políticos y civiles. Un entendimiento adecuado
de las necesidades económicas, de su contexto y su fuerza, requiere el inter-
cambio y el debate. Los derechos civiles y políticos, sobre todo aquellos que
garantizan la discusión pública, la crítica y la disensión, son vitales para gene-
rar opciones consideradas y estudiadas. Este proceso generativo es fundamen-
tal para la formación de valores y prioridades y, en general, no debemos tomarlo
como ajeno al debate político, es decir, independientemente de si se permite
el intercambio y el debate.
De hecho, a menudo se subestima el alcance y la efectividad del diálogo
abierto cuando se examinan los problemas sociales y políticos. Por ejemplo, el
debate público desempeña un importante papel en la reducción de las eleva-
das tasas de fertilidad que caracterizan a muchos países en vías de desarrollo.
Hay pruebas suficientes de que la rápida caída de las tasas de fertilidad en los
estados más alfabetizados de India ha sido determinada por el debate público
sobre las consecuencias que a la larga pueden tener las elevadas tasas de ferti-
lidad para la comunidad y, sobre todo, para la vida de las mujeres jóvenes. Si
en el estado de Kerala o de Tamil Nadu, por ejemplo, existe la creencia de que
la familia feliz de la época moderna está constituida por pocos miembros, ha
sido gracias a un extenso debate que ha conducido a la adopción de este punto
de vista. En la actualidad Kerala posee una tasa de fertilidad del 1.7 (similar a
las de Francia y Gran Bretaña, y muy por debajo del 1.9 de China), lograda sin
coacción alguna, sino mediante la creación de nuevos valores, proceso en el
que el diálogo social y político ha desempeñado un papel fundamental. El alto
nivel cultural de Kerala –más alto que el de cualquier provincia de China–, so-
bre todo entre las mujeres, ha contribuido en gran medida al surgimiento de
este diálogo.
Existen diversos tipos de miseria y privaciones, y algunos responden mejor
a los remedios sociales. La totalidad de situaciones precarias de los seres hu-
manos constituirían un fundamento demasiado extenso para poder detectar
nuestras “necesidades”. Por ejemplo, hay muchas cosas que razonablemente
se podrían considerar valiosas y que, si fueran factibles, quedarían incluidas
dentro de dichas “necesidades”. Podemos, por ejemplo, desear la inmortali-
dad, como hizo Mitreyee, ese notable espíritu inquisitivo de los Upanishads, en
su famosa conversación de tres mil años con Yajnvalkya. Pero dado que no es
factible, no percibimos la inmortalidad como una necesidad. Nuestro concep-
to de necesidad está en íntima relación con la posibilidad de evitar determina-
das carencias y con lo que entendemos que podría hacerse al respecto. El de-
bate público desempeña un papel crucial en la formación de nuestra idea de
viabilidad y, sobre todo, de viabilidad social. Los derechos políticos, que inclu-
yen la posibilidad de expresarse y discutir libremente, no sólo resultan indis-
pensables para la creación de respuestas sociales a las necesidades económicas,
sino que también son fundamentales a la hora de conceptualizar las mismas
necesidades económicas.

LA UNIVERSALIDAD DE LOS VALORES

Si el análisis anterior es correcto, la afirmación de la democracia como valor no
parte exclusivamente de un único mérito. Se trata de una pluralidad de virtu-
des que comprenden, en primer lugar, la importancia intrínseca que tienen la
participación y la libertad políticas para la vida humana; en segundo, la impor-
tancia instrumental de los incentivos políticos para garantizar la responsabili-
dad de los gobiernos; y, en tercer lugar, el papel constructivo de la democracia
en la formación de valores y en la asunción de necesidades, derechos y debe-
res. Una vez aclaradas estas ideas, podemos pasar al tema central del presente
ensayo, que es la defensa de la democracia como valor universal.
A menudo se arguye que no hay un consenso acerca de la importancia deci-
siva de la democracia, sobre todo en lo que respecta a otros logros deseables
que requieren nuestra atención y nuestra dedicación. Ciertamente no existe
unanimidad sobre el tema, y hay quien considera esta disparidad de criterios
como la prueba de que la democracia no constituye un valor universal.
Está claro que debemos comenzar por enfrentarnos a un problema metodo-
lógico: ¿qué es un valor universal? Para que un valor sea considerado univer-
sal, ¿debe haber un consenso al respecto? Pero si fuera necesario, no existirían
valores universales. No sé de ninguno, ni siquiera la maternidad (y pienso en
Mommie Dearest), al que no se le hayan presentado objeciones. Creo, pues, que
el consenso no es un requisito necesario para la universalidad de un valor, sino
que ésta depende de que haya razones para percibirlo como algo valioso en
cualquier lugar. Cuando Mahatma Gandhi defendía el valor universal de la “no
violencia”, no sostenía que se actuara de acuerdo con este valor en el resto del
mundo, sino que existían razones de peso para percibirlo como algo valioso. Y
de la misma forma, cuando Rabindranath Tagore defendía la “libertad del pen-
samiento” como valor universal, no quería decir que fuera algo ya aceptado por
todos, sino que todos tenían sobradas razones para aceptarlo, razones que se
dedicó a explorar, presentar y difundir. Visto así, cualquier afirmación de la
universalidad de un valor presupone cierto análisis contrafactual, en concreto,
la posibilidad de que la gente perciba cierto valor en dicha afirmación que has-
ta entonces no habían considerado detenidamente. Todas las afirmaciones de
la universalidad de un valor –no sólo de la democracia– implican este presu-
puesto.
Creo que ha sido esta suposición implícita la que ha provocado el cambio
de postura respecto de la democracia en el siglo XX. Al considerar la democra-
cia como sistema político posible para un país en el que no existe y en el que
la mayoría de la gente no ha tenido la oportunidad de considerarla algo facti-
ble, se asume que las personas implicadas la aprobarían en cuanto se convirtie-
ra en una realidad. En el siglo XIX nadie lo hubiera asumido, pero lo que actual-
mente se presupone con total naturalidad (la que denominé posición “por de-
fecto”) ha cambiado radicalmente en el siglo XX.
Además, debe señalarse que dicho cambio se debe, en gran parte, a la obser-
vación de la historia de este siglo. A medida que la democracia se ha extendido,
han ido aumentando sus defensores y no sus detractores. Instaurada primero
en Europa y en los Estados Unidos, la democracia como sistema ha alcanzado
muchas cosas diferentes donde ha sido recibida con franca aceptación y parti-
cipación. Y cuando se ha atentado contra una democracia ya en marcha, se han
producido protestas generalizadas pese a la represión brutal de las mismas. Son
muchos los que de buen grado están dispuestos a arriesgar sus vidas por el res-
tablecimiento del sistema democrático.
Algunos de los detractores de la democracia como valor universal basan sus
argumentos no ya en la ausencia de unanimidad, sino en la existencia de dife-
rencias regionales. Estas supuestas diferencias a menudo tienen que ver con la
pobreza de algunas naciones. Según este argumento, al pobre lo que le intere-
sa, con toda razón, es el pan y no la democracia. Tan manido argumento resul-
ta falaz desde otros puntos de vista.
Primero, como señalaba anteriormente, el papel protector de la democracia
posee una importancia crucial para los pobres, pues evidentemente actúa en
defensa de las víctimas potenciales de la hambruna, así como de los desposeí-
dos expulsados de la escala económica durante las crisis financieras. Las perso-
nas necesitadas, desde el punto de vista económico, requieren también de voz
política. La democracia no es un lujo que pueda esperar hasta la llegada de la
prosperidad generalizada.
Segundo, pocas pruebas demuestran que los pobres, si pudiesen escoger,
rechazarían la democracia. Se podría recordar, por ejemplo, que cuando cierto
gobierno indio de mediados de los setenta intentó aplicar un argumento simi-
lar para justificar el supuesto “estado de emergencia” y la supresión de varios
derechos civiles y políticos básicos, el electorado indio –uno de los más pobres
del mundo– demostró el mismo entusiasmo para protestar contra la privación
económica.

Siempre que se ha intentado probar que los pobres no están interesados en
los derechos civiles y políticos, la evidencia ha demostrado lo contrario. Y lo
mismo puede decirse de las luchas por las libertades democráticas que tienen
lugar en Corea del Sur, Tailandia, Bangladesh, Paquistán, Birmania, Indonesia
y cualquier otro país asiático. Del mismo modo, en África han surgido movi-
mientos y protestas, siempre que las circunstancias lo han permitido, en con-
tra de la negación de la libertad política.


EL ARGUMENTO DE LAS DIFERENCIAS CULTURALES

Otro argumento a favor de una diferencia geográfica supuestamente esencial
no tiene que ver con circunstancias económicas, sino culturales. Quizá el más
notable sea el relacionado con lo que se ha dado en llamar “valores asiáticos”.
Se ha argumentado que los asiáticos, por tradición, valoran más la disciplina
que la libertad política, y de ahí que la actitud hacia la democracia tenga un ca-
rácter mucho más escéptico en estos países. En mi conferencia en memoria de
Morgenthau en el Consejo Carnegie para los Asuntos Éticos e Internacionales
he tratado detalladamente esta tesis.
Resulta muy difícil hallar un fundamento real para la misma en la historia
de las culturas asiáticas, sobre todo en lo que se refiere a la tradición clásica de
India, Oriente Medio, Irán y otras regiones del continente. Por ejemplo, una
de las primeras y más enfáticas declaraciones a favor de la tolerancia, el plura-
lismo y el deber del Estado de proteger a las minorías se encuentra en las ins-
cripciones del emperador hindú Ashoka del siglo III a. C.
Asia abarca un área muy extensa donde vive el 60 por ciento de la pobla-
ción mundial, y no resulta fácil generalizar cuando se habla de un conjunto tan
vasto de pueblos. Los defensores de los “valores asiáticos” algunas veces tien-
den a percibir la región de Asia oriental como la de aplicabilidad particular. La
tesis general sobre las diferencias entre Occidente y Asia suelen referirse al
este de Tailandia, si bien otros argumentos más ambiciosos consideran al resto
de Asia como bastante “similar”. Lee Kuan Yew, al que debemos agradecer ha-
ber sido un expositor tan claro –y haber articulado tan bien los a menudo va-
gos argumentos en esta confusa literatura–, señala “la diferencia fundamental
entre los conceptos occidentales y los asiáticos sobre la sociedad y el gobierno”,
y explica que “cuando digo Asia oriental, me refiero a Corea, Japón, China y
Vietnam, distintos del sureste asiático, que constituye una combinación de los
sinics y los hindúes, aunque la propia cultura india contiene valores similares”.
Pero incluso Asia oriental resulta notablemente diversa, y pueden encon-
trarse allí múltiples variaciones no sólo entre Japón, China, Corea y otros paí-
ses de la región, sino dentro de cada país. Confucio es el autor más citado cuan-
do se hace referencia a la interpretación de los valores asiáticos, pero no es la
única influencia intelectual de estos países (en Japón, China y Corea, por ejem-
plo, existen tradiciones muy antiguas y generalizadas que han prevalecido du-
rante más de mil quinientos años, y que comprenden, entre otras, la presencia
cristiana). No puede hablarse, pues, de homogeneidad en la veneración del or-
den por encima de la libertad en ninguna de estas culturas.
Ni siquiera el propio Confucio recomendaba la lealtad ciega al Estado. Cuan-
do Zilu le pregunta “cómo debía servir el príncipe”, Confucio le responde (en
una declaración sobre la que probablemente entre los censores de los regíme-
nes autoritarios deberían reflexionar): “Dile la verdad incluso si le ofende”.
Confucio no censura la práctica de la cautela y el tacto, pero no renuncia a la
idea de oponerse a un mal gobierno –diplomáticamente si es necesario–: “Cuan-
do prevalecen las buenas formas en un Estado, habla y actúa con audacia.
Cuando el Estado pierde el camino, actúa con audacia y habla con cautela”.
De hecho, Confucio señala con toda claridad que los dos pilares del imagi-
nario edificio de valores asiáticos, esto es, la lealtad a la familia y la obediencia
al Estado, pueden entrar en serios conflictos uno con el otro. Muchos defenso-
res del poder de los “valores asiáticos” perciben la función del Estado como
una extensión del papel de la familia, pero, tal y como dijo Confucio, pueden
producirse tensiones entre ellos. El gobernador de She le dijo a Confucio: “En
mi pueblo hay un hombre de probada integridad: cuando su padre robó una
oveja, lo denunció”. A lo que Confucio replicó: “En mi pueblo los hombres ín-
tegros actúan de otro modo: el padre encubre a su hijo y el hijo encubre a su
padre, y hay integridad en lo que hacen”.
La interpretación monolítica de los valores asiáticos como elementos hosti-
les a la democracia y a los valores políticos no resiste el análisis crítico. Supon-
go que no debo ser excesivamente crítico respecto de la carencia de funda-
mento científico de estas creencias, dado que los que esgrimen semejantes ar-
gumentos no son científicos, sino líderes políticos, generalmente portavoces
oficiales o extraoficiales de gobiernos autoritarios. Sin embargo, resulta intere-
sante ver que mientras los científicos podemos carecer de cierto sentido prácti-
co respecto de la práctica política, los políticos que la ejercen pueden ser a su
vez bastante poco prácticos respecto de la ciencia.
Desde luego, es fácil encontrar escritos de tono autoritario dentro de las tra-
diciones asiáticas. Pero tampoco es difícil encontrarlos en los clásicos occidenta-
les: basta detenerse en el pensamiento de Platón y de Santo Tomás de Aquino
para percibir que la devoción a la disciplina no constituye un gusto especial-
mente asiático. Descartar la posibilidad de la democracia como valor universal
debido a la existencia de ciertos escritos asiáticos sobre la disciplina y el orden,
sería lo mismo que negar la posibilidad de la democracia como la actual forma
natural de gobierno en Europa y Estados Unidos sobre la base de las ideas de
Platón y Aquino (por no mencionar la abundante literatura medieval en defen-
sa de la Inquisición).
La experiencia de las batallas políticas contemporáneas, sobre todo en Orien-
te Medio, ha provocado que el islamismo sea retratado con frecuencia como
intolerante y hostil hacia la libertad individual. Pero la existencia de la diversi-
dad y la variedad dentro de una tradición también es aplicable al islamismo.
En India, Akbar y la mayoría de los emperadores mogoles (con la notable ex-
cepción de Aurangzeb) son buenos ejemplos de tolerancia religiosa y política
tanto desde el punto de vista teórico como del práctico. Los emperadores tur-
cos fueron a menudo más tolerantes que sus contemporáneos europeos, y lo
mismo se puede decir de muchos gobernantes de El Cairo y Bagdad. De he-
cho, en el siglo XII el gran sabio judío Maimónides se vio obligado a escapar de
la intolerante Europa –donde había nacido– y de la persecución de los judíos
allí emprendida, para refugiarse en un Cairo urbano y tolerante bajo la protec-
ción del sultán Saladino.
La diversidad es una característica propia de la mayoría de las culturas, y la
civilización occidental no es una excepción. La práctica de la democracia que
ha triunfado en el Occidente moderno es, en gran medida, el resultado de un
consenso surgido con la Ilustración y la Revolución Industrial, pero sobre todo
durante el siglo pasado. Interpretar esto como un compromiso histórico de Oc-
cidente a lo largo de milenios con la democracia, y compararlo después con tra-
diciones no occidentales –enfocándolas como monolíticas– sería un gran error.
Esta tendencia a una simplificación excesiva se percibe no sólo en los discursos
de ciertos portavoces gubernamentales asiáticos, sino también en las teorías de
algunos de los mejores científicos occidentales.
Al respecto, como ejemplo de las opiniones de un científico importante,
cuya obra, por lo demás, es totalmente admirable, quisiera citar la tesis de Sa-
muel Huntington sobre el enfrentamiento de las civilizaciones, en el cual las
heterogeneidades dentro de cada cultura reciben un tratamiento bastante ina-
decuado. La conclusión de este estudio es muy clara: en Occidente puede
encontrarse “un sentido del individualismo y una tradición de derechos y li-
bertades único en la sociedad civilizada”. Huntington señala, además, que “la
característica esencial de Occidente, la que lo distingue de otras civilizaciones,
precede a la modernización de Occidente”. Desde su punto de vista, “Occi-
dente era Occidente mucho antes de que fuera moderno”. Y tal es la tesis que
considero insostenible tras someterla a un análisis histórico.
Por cada intento de los portavoces gubernamentales asiáticos de oponer los
supuestos “valores asiáticos” a los supuestos valores occidentales existe, al pa-
recer, un intento de los intelectuales de Occidente de establecer una compa-
ración similar desde el lado opuesto. Pero aun cuando para cada argumento
asiático exista una contrapartida occidental, los dos juntos no consiguen desvir-
tuar la defensa de la democracia como valor universal.

¿DÓNDE DEBE SITUARSE EL DEBATE?

He intentado abarcar una serie de asuntos relacionados con la tesis de que la
democracia constituye un valor universal. Dicho valor incluye su importancia
intrínseca para la vida humana, su papel instrumental como generadora de in-
centivos políticos y su función constructiva en la formación de valores –y en la
comprensión de la fuerza y viabilidad de la afirmación de necesidades, dere-
chos y deberes–. Estas propiedades no tienen un carácter regional, como tam-poco lo tiene la defensa de la disciplina y el orden. La heterogeneidad de valo-
res parece caracterizar a casi todas, si no a todas, las culturas. Y el argumento
cultural no determina ni constriñe en exceso las decisiones que podamos to-
mar hoy en día.
Tales decisiones deben tomarse aquí y ahora, teniendo en cuenta el papel
funcional de la democracia, del que depende su causa en el mundo contempo-
ráneo. Y de hecho se trata de una causa fuerte en la que los factores regionales
no son contingentes. El poder de la democracia como valor universal reside, en
última instancia, en esa fuerza. Ahí debe situarse el debate, que no puede ser
descartado por tabúes culturales imaginarios ni por supuestas predisposiciones
determinadas por los diferentes pasados históricos de las civilizaciones.