Lecturas, comentarios y análisis sobre el Derecho en el siglo XXI


Bitácora dedicada al mundo del Derecho entendido como sistema de normas, principios y valores, así como las relaciones entre ellos, tendentes a la consecución de la Justicia
Un lugar para reproducir extractos, resúmenes, comentarios y análisis jurídicos que las lecturas de todos nos sugieran.

viernes, 14 de septiembre de 2007

MANIFESTACIONES DE LA JUSTICIA A TRAVÉS DE LA AUTORIDAD, SEGÚN JACQUES MARITAIN

La justicia como hija de la autoridad, entendida no como poder (potestas), sino como legitimación del poder (auctoritas), de modo que sólo resulta justo un poder que deriva de la legitimación qeu el cuerpo social otorga a través de la legitimación democrática, que Maritain considera como necesaria para evitar la tiranía.


Gabriel Aguilar Alonso
Escuela de Filosofía, Universidad La Salle México

Introducción

El pensamiento de Maritain se sitúa en un periodo histórico - el llamado modernismo - en el que las realidades temporales se independizan respecto del poder eclesial; se trata de una ruptura entre la fe religiosa y la vida social. En esta situación Maritain intenta una filosofía política afincada en el pensamiento tradicional de la Iglesia, la cual buscó actualizar una de las más ricas tradiciones cristiana - la filosofía de Sto. Tomás de Aquino - confrontándola con los problemas contemporáneos de la cultura e integrando, además, ciertos elementos modernos, siendo el principal el mantenimiento de la distinción entre lo temporal y lo espiritual. De este modo, nuestro autor se lanza a la tarea de la construcción de una sociedad basada en la justicia, la fraternidad y el respeto a los derechos de cada uno. Se trata pues, de la edificación de una sociedad inspirada en principios cristianos, o de una "cristiandad profana".
El planteamiento de Maritain, es un pensamiento que preludia la actual corriente latinoamericana de la liberación, ya que además de haber tenido influencia más o menos considerable en América Latina, es en sí mismo el despunte de un pensamiento cristiano que toma partido por los hombres que viven en medio de injusticias y opresión en esta parte del planeta.
En la doctrina de Maritain, según mi opinión, no hay un tratado específico sobre la justicia, sino que habla de ella manifestada en su proyección, por ejemplo en la autoridad, que es lo que trataré en las páginas que siguen.
Los derechos fundamentales de la persona
Maritain organiza los derechos de la persona en tres grupos: los derechos de la persona en sí, los derechos de la persona en cuanto ciudadano y los derechos de la persona en cuanto trabajador. Para el propósito de este trabajo se considerarán principalmente los derechos de la persona en sí, teniendo en cuenta que éstos son a los que Maritain dedicó más su atención.
El tema de los derechos fundamentales del hombre, Maritain lo trata en varias de sus obras, resaltando: Los derechos del hombre y la ley natural, Principio de una Política humanista y El hombre y el Estado.
¿Cuáles son los derechos fundamentales del hombre?
Dice Maritain: "El derecho a la existencia y a la vida, -el derecho a la libertad personal o derecho de conducir la vida como dueño de sí mismo y de sus actos, responsable de éstos ante Dios y ante la ley de la ciudad,- el derecho a la búsqueda de la perfección de la vida humana, moral y racional; el derecho a la búsqueda del bien eterno, el derecho a la integridad corporal, el derecho a la propiedad privada de los bienes materiales, que es una salvaguarda de las libertades de la persona; el derecho de casarse según la propia elección y de fundar una familia con la seguridad de las libertades que le son propias, el derecho de asociación, el respeto a la libertad humana de cada uno, represente o no un valor económico para la sociedad" .
En Principios de una Política humanista, dice: "Derecho a la existencia y a la integridad corporal, derecho a fundar una familia que asegure en sí misma las libertades que le son naturales, a la posesión privada de los bienes materiales, derecho de tender hacia los bienes que perfeccionan a la cultura razonable, derecho de ir hacia la vida eterna por el camino que nuestra conciencia reconoce trazado por Dios". Todos estos derechos arraigan en la naturaleza humana y por ello son absolutamente inalienables.
En cuanto al derecho absolutísimo de la vida, Maritain explica que en la naturaleza de la vida se encuentra como fin la persistencia en el ser y éste es el ser de una persona, que es un universo en sí. Por lo tanto, el hombre, en tanto que lo es, tiene derecho a la vida.
Otro de los derechos a los que Maritain dedica especial atención, son el derecho a la libertad personal y el derecho a la libertad religiosa. El derecho a la libertad personal es la garantía del ejercicio de la autonomía que, preserva cada hombre de la intromisión en su conciencia de otro hombre, grupo social o del estado. Es pues, condición del dinamismo de la libertad, sin el cual es imposible la libertad de autonomía.
En cuanto al derecho de libertad religiosa, Maritain hace ver que cada hombre tiene todo el derecho de seguir a su conciencia en la búsqueda de la verdad y de Dios, según los caminos que para ello considere convenientes.
Esos dos derechos se resumen en que "cada persona humana tiene el derecho de decidirse por sí misma en lo que concierne a su destino personal".
Por último, es conveniente apuntar algo sobre el derecho a la propiedad privada. Maritain considera que para crear una verdadera y óptima relación comunitaria, es necesario equilibrar tanto la apropiación personal de los bienes, como el uso común de los mismos, esto por requerimiento de la condición humana.
Al tomar en cuenta a la persona como ciudadano, el primer y fundamental derecho es el de la participación en la vida comunitaria. En la constitución de la sociedad personalista y comunitaria, que Maritain ve realizada en la democracia, la participación como derecho y ejercicio es determinante, ya que no se trata de depositar los problemas políticos en hombres y asociaciones minoritarias. Un efecto inmediato del derecho de participación es el derecho al sufragio y a la elección de gobernantes.

La autoridad

La relación de autoridad es un punto muy importante dentro de la filosofía social de Maritain. Para tener una verdadera concepción de ella y fundar un ejercicio justo de la misma, se tienen que decir algunas cosas, tales como su arraigamiento en el derecho natural, el bien común y la libertad, sus finalidades y sus restricciones. Pero hay que decir qué es lo que entiende Maritain por autoridad.

Autoridad y poder.

Sin duda que es muy frecuente encontrar una confusión entre la autoridad y el poder, muy a menudo se restringe aquélla a éste; pero no hay nada más falso.
"Poder - dice Maritain - es la fuerza por medio de la cual se puede obligar a obedecer a otros. Autoridad es el derecho a dirigir y mandar, a ser escuchado y obedecido por los demás. La autoridad pide poder. El poder sin autoridad es tiranía ". En efecto, la autoridad es un derecho a mandar y a dirigir, el cual, siendo justo, puede lícitamente hacer uso del poder, la fuerza y la coacción para hacer obedecer si es necesario. Toda autoridad, para ser eficaz, aunque no sea en el orden jurídico, necesita de un poder y al mismo tiempo, todo poder que no implique autoridad es injusto. Se ve, pues, que estos conceptos son correlativos uno del otro y separarlos es separar la fuerza de la justicia de estos dos, sin embargo, el más importante es la autoridad.
Se ha dicho que la autoridad es un derecho ¿En dónde se funda ese derecho?
La autoridad como derecho natural
La necesidad de la autoridad en toda relación social se inscribe en la naturaleza de las cosas. La sociedad como una realidad orgánica es superior a las partes y exige una distribución jerárquica, dentro de la cual habrá quienes se dediquen a las funciones que tienen que ver con la unidad del todo social y, por lo tanto, tengan autoridad sobre los otros. Por eso, anular la autoridad y buscar la quimera de una sociedad no jerarquizada es algo que no tiene lugar.
En una concepción no materialista del mundo, se observa que la autoridad se funda en el estado de naturaleza y de inteligibilidad del cosmos; en ese orden de cosas existe una jerarquía por razón de la naturaleza, es decir, las cosas mismas están jerarquizadas.
Por otro lado, el acuerdo de voluntades no se da por movimiento de inercia; aun cuando los hombres fueran todos razonables y rectos, haría falta una voluntad rectora y una jerarquía. La naturaleza humana se conserva y desarrolla en un estado de cultura, el cual a su vez implica una relación de autoridad, que por lo tanto, es de derecho natural. Por la misma naturaleza de la totalidad social, ella exige diferenciaciones jerárquicas entre los hombres en donde unos estén sobre otros para guiar la obra común, y esto es de derecho natural.

Autoridad y bien común

El bien común supone una redistribución a las personas de tal modo que puedan desarrollarse como tales. Otra finalidad del bien común es calificar y fundamentar la autoridad pues ellas se legitiman en cuanto se dirijan a realizar el bien común. La relación entre la autoridad y el bien común, es una relación de reciprocidad, puesto que la realización de esta última necesita de la autoridad. Bien común y autoridad se necesitan mutuamente, ya que siendo el bien común un bien honesto, fundamenta la autoridad en la moralidad y ésta dirige a la sociedad hacia el bien común. La relación entre la autoridad y el bien común es de reciprocidad, puesto que la realización de este último necesita de la autoridad.

Autoridad y libertad

La autoridad que ejerce un hombre sobre otro, puede entenderse de dos maneras: si se ejerce sobre hombres libres o si se ejerce sobre hombres en estado de servidumbre.Un hombre ejerce autoridad sobre otro, considerado como libre, cuando los encamina no hacia el bien propio del que dirige; sino hacia el bien común del cuerpo social. Por desprenderse de la naturaleza de la sociedad, esta autoridad es humana y personalista.
Otro tipo de autoridad es el que se ejerce sobre hombres constituidos en estado de servidumbre. Así, el mando se dirige a la utilidad y servicio del dirigente. Maritain ve aquí el problema mismo de la servidumbre, en el que está interesado todo el orden económico y laboral, como algo que repugna a las aspiraciones propicias de la persona. La servidumbre, en efecto, designa un estado en que el hombre sirve a la utilidad privada del otro, volviéndose más un órgano o parte de este último que un hombre, una persona autónoma.La sociedad que propone Maritain sólo cabrá en una superación de la servidumbre que imponen los regímenes capitalistas y totalitarios. Por otro lado, una justa concepción de la autoridad y el poder tiene su raíz en la idea de que el hombre "nace libre", es decir, independiente sólo en el anhelo de su ser: pero es ésta una libertad que debe conquistar en conjunción con una sociedad jerarquizada, donde hay quienes gobiernan, dirigen hacia un bien común que es humano y que se redistribuye entre los hombres y cuyo valor primordial es la libertad de expansión de cada uno de ellos.
La libertad, en sus diversas formas, sigue siendo una exigencia de la persona, necesita estar regulada por la justicia buscando que cada hombre sea, progresivamente, quien se autorregule. Porque una verdadera autoridad y un justo ejercicio del poder, se funda en el amor y la autoestima hacia el ser humano, además de también hacerlo en el derecho, de esta manera, la autoridad no es una mera resignación moral de ineficacia, sino una exigencia que constantemente debe ser conquistada como justa. Por eso una ley injusta, sin fundamento de autoridad no obliga a la conciencia; aunque en el caso que la desobediencia acarreara un mal mayor debe obedecérsela. De todas formas, sólo se obedece a la ley porque se la cree justa, ya sea por su justicia intrínseca o por una justicia extrínseca, que en tal caso será accidental. Así, se puede decir junto con Maritain que "La obediencia, cuando es consentida por la justicia, no es opuesta a la libertad".
Se ve entonces, que la sociedad al crearse por un pensamiento racional (recuérdese la distinción hecha entre comunidad y sociedad), supone relaciones de subordinación y coordinación; pero cada hombre al mismo tiempo mantiene su autonomía. Y por lo tanto hay que admitir una doble verdad; que obedecer según la justicia a quien tenga el derecho de gobernar, es un acto de razón y de libertad; y que obedecer a quien dirige el bien común humano, es obrar como hombre libre y no como esclavo de otro hombre o de un estado o de otra estructura.
Hemos visto que la autoridad es un derecho que tienen algunos, en tanto guíen a la gente al bien común, procurando promover la libertad de autonomía de cada uno de los hombres. Este derecho no lo puede abrogar nadie, tiene que ser delegado y ¿quién delega?

La multitud, fuente originaria de la autoridad

Nadie tiene autoridad, dice Maritain , si no es por la autoridad que deriva del ser y se canaliza a través del consenso de la multitud hacia sus legítimos propietarios. La fuente de donde deriva el derecho de autoridad y gobierno, es la multitud o pueblo; es decir, de su voluntad y consenso y de su derecho básico de gobernarse, es como un canal de autoridad y el modo como la sociedad actúa efectivamente sobre sí misma.
Ahora bien, la autoridad originariamente reside en el pueblo, pero no puede ejercerla directamente, por lo que es necesario trasladarla a los gobernantes que lo representan. Para evitar la posibilidad de que esto se entiende en un sentido totalitarista, Maritain dice que lo que el pueblo cede al gobernante es únicamente el ejercicio del poder por un determinado tiempo, pero no el derecho de gobernarse a sí mismo, el cual sigue residiendo en el pueblo y el gobernante es el vicario de la multitud. Esto es, en palabras de Maritain, que "...el pueblo es tan sólo un compañero que tiene el derecho de mandar a los demás". Así, los gobernantes se unen al pueblo y a los fines últimos de tal sociedad, los que limitan la autoridad de aquéllos en bien de toda la sociedad, sus valores y su sentido.En conclusión, vemos que la relación de autoridad entre los hombres procede del derecho natural, ya que una vez que la multitud delega ese derecho a algunos hombres, éstos tienen derecho a gobernar de acuerdo al bien común.

Los fines de la autoridad

El fin del poder y de la autoridad no es la fuerza exterior de la sociedad frente a otras sociedades o frente a la naturaleza mediante el trabajo y la industria, ya que aunque esos fines son importantes, también son secundarios. Tampoco su fin es la democracia por la democracia, esto es una concepción idealista pues el régimen no es absoluto.Al estar tal concepción de la autoridad en un marco personalista, se deduce que el fin de toda autoridad es hacer que los hombres sean libres, provistos de los bienes necesarios para ser independientes frente a la naturaleza, a la vez que promover y fomentar la conquista de la amistad cívica. En efecto, el verdadero oficio de la ley, aparte de constreñir y limitar toda acción nociva al bien común es educar a los hombres en la libertad, esto es, llevarlos a realizar libre y voluntariamente lo que la ley prescribe. En otras palabras, la ley tiene el oficio de "pedagogo de la libertad" . Entonces, la defensa de la ley dictada por la autoridad legítima, es dirigida no tanto a intereses de clase, personas o instituciones, sino el verdadero valor de la vocación de la persona humana, en cuanto a su realización y conquista de su libertad de autonomía.
La autonomía que busca naturalmente la persona humana y que la autoridad debe procurarle, lleva a la consideración de que cuanta función pueda ser asumida por el inferior, debe ser ejercida por él mismo, pues una sociedad es tanto más perfecta cuanto las partes están más llenas de vida e iniciativa, de otra manera sólo serían instrumentos de los órganos superiores; se caería en paternalismo y se perjudicaría el todo entero. Al contrario, la autoridad ejercida correcta y honestamente no es un paternalismo que mira a los subordinados como ninos incapaces de dirigirse, sino que reclama una condición de paridad en la que los hombres se vean todos entregados a la labor común, según sus posibilidades, tendencias, vocaciones, etc.
Esta sería la base de las relaciones de autoridad y jerarquía en todo tipo de sociedad. Este tipo de sociedad constituye para Maritain el único medio de la supresión de la división entre las clases sociales , pues ella implica una auténtica dignidad y respeto del ser humano.

Limitación de la autoridad

Algo importante a tener en cuenta, es que si en el ejercicio de la libertad, la autoridad es injusta, no se puede decir que sea autoridad. Por ser la autoridad un derecho, ha de ser obedecida por conciencia; es decir, como hombres libres y por el bien común. Por eso mismo, si hay injusticia la autoridad desaparece automáticamente.
Por la eventual degeneración de la autoridad, los gobernantes son de alguna forma controlados por el pueblo; aunque la autoridad legítima debe ser obedecida, siempre que su ejercicio no sea contra la naturaleza política del bien vivir.
El sufragio es la participación más directa, dice Maritain, del pueblo en cuanto a la legitimación y control del poder y la autoridad; es la expresión del consentimiento del pueblo en lo que se refiere a los gobernantes. Otros medios legítimos de control de autoridad, son los derechos de expresión e información.
Si el control del pueblo sobre la autoridad, por los medios ya señalados, no puede ejercerse, se cae inevitablemente en el despotismo.

Conclusión: Maritain y el Tomismo

La publicación de la encíclica 'Aeterni Patris' de León XIII en 1879, junto con los estudios del cardenal Mercier, dio un fuerte impulso a un movimiento que ya adquiría una cierta fuerza: el renacimiento Tomista. La encíclica exhortó a desarrollar un pensamiento adecuado a las necesidades modernas, fundado en las fuentes cristianas, sobre todo en la doctrina de Sto. Tomás .
Este apoyo pontificio permitió que se tomaran en círculos clericales, seminarios, en instituciones académicas principalmente, una especie de ortodoxia filosófica; es decir, permitió que el tomismo se utilizara como respaldo a intereses teológicos y dio a la crítica de pensadores católicos independientes como Blondel, por ejemplo. Por otra parte, también promovió la reflexión filosófica seria, al aplicar el pensamiento de un eminente filósofo medieval a los problemas culturales modernos. Se superó así el eclecticismo que reinaba en las instituciones académicas eclesiásticas, puesto que se tenía ahora líneas sistemáticas ya olvidadas.
A principios de 1909, Raissa empieza a leer la Suma Teológica y a instancia de ella, Maritain hace lo mismo en septiembre de 1910, identificándose de inmediato con el doctor Angélico.
Hasta ese momento los estudios tomistas habían permanecido dentro de los círculos eclesiásticos, con Maritain, el tomismo sale por primera vez de ellos y toma carta de derecho en la existencia y cultura profanas, penetrando en el campo de las filosorias contemporáneas.
Maritain, declarado tomista desde su primer contacto con santo Tomás, inició con las conferencias de 1913, el renacimiento tomista en Francia, exponiendo la doctrina del Aquinate en toda su amplitud, rigor teológico y potencia de vida, incorporándose, con sus rasgos peculiares a todo el movimiento impulsado por León XIII y dirigido por Mercier, Gemelli , Garrigou-Lagrange, Gilson y Marechal .
Dentro de esto, su pensamiento, no obstante, evolucionó sobre todo en los temas políticos debido a sus experiencias, situación histórica y a la evolución del pensamiento laico y de la Iglesia.
"Maritain ha acercado a la filosofía tomista y a la filosofía moderna. El fruto de esta obra de acercamiento ha sido doble:
"1. Mostrar a la filosofía moderna sus errores fundamentales, que ha desvirtuado la grandeza y la nobleza de su impulso, a la par que señalarle en la integración y realismo tomista la vía para restaurar sus propios valores; y
2. Actualizar y vitalizar los principios del tomismo con el contacto del alma moderna y sus problemas".
Su adhesión al tomismo y el descubrimiento de la inteligencia metafísica y de la razón, lo opuso al Bergsonismo vulgar que ni Bergson aceptaba y que alimentaba el modernismo teológico, el antiintelectualismo y el sentimentalismo disfrazado de intuición.
Maritain ha rehabilitado el tomismo introduciéndolo en la realidad existencial del movimiento de la cultura y de la filosofía.
Ha evitado dos extremos: la crítica destructiva y la ingenuidad ante lo nuevo. Además, el tomismo le atrajo no como tema de historia de la filosofía, sino por la verdad joven y actual que encierra. Por otra parte, el sentido del tomismo de Maritain no está en la repetición de los temas superados, sino en la aplicación de sus principios a los problemas que planteó el siglo XX, tamizados en esta doctrina.
La exposición del Tomismo de Maritain es ante todo, teórica y no histórica; lo expone como una teoría autónoma que puede entablar diálogo con otras filosofías sin apelar a la revelación y haciendo válidos sus principios para dar solución a los problemas modernos. El tomismo de Maritain es un tomismo alejado del neoescolasticismo y muy flexible, lo que permite a Maritain una comprensión del mundo moderno y sus problemas políticos y sociales .
Maritain profundizó y participó su conocimiento de Santo Tomás a través de los Círculos Tomistas de estudio. La idea de formar estos círculos de estudio existía desde 1914; pero fue hasta 1919 cuando los realizó en su casa de Versalles. Su finalidad era "examinar con exactitud entre libres discusiones, la doctrina de Santo Tomás, y de confrontarla con los problemas de nuestro tiempo". Los miembros de los Círculos Tomistas eran heterogéneos en estudio y profesiones religiosas; pero muy unidos en el espíritu de búsqueda de la verdad. Entre algunos de ellos podemos citar a Merleau-Ponty , Mounier, y Congar , Cocteau y otros muchos. Los temas tratados en los Círculos se relacionaban con problemas filosóficos o teológicos, estudiándose en toda su tecnicidad y apoyados en la lectura de Santo Tomás y de Juan de Santo Tomás. La idea fundamental era la de utilizar y unificar cosas de diversa esencia; razón y fe; filosofía y teología; metafísica, poesía, política y todo el bagaje de conocimientos modernos. Estas reuniones enseñaron algo importante a Maritain: "Que la Argumentación discursiva y demostrativa, la erudición doctrinal y la erudición histórica son ciertamente necesarias, pero de poca eficacia sobre la inteligencia humana... que primero quiere ver".
Los círculos tomistas fueron en su tiempo el centro intelectual más importante de toda Europa, pues congregaban a los más preclaros pensamientos de esa época en el viejo continente.

Bibliografía

a) Obras de Jacques Maritain

• 'Cuaderno de notas', ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1967. •'Breve tratado acerca de la existencia y de lo existente'. El existencialismo de Santo Tomás de Aquino, ed. Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1949 •'De Bergson a Santo Tomás de Aquino', ed. Club de Lectores, Buenos Aires, 1946. • 'Humanismo integral',- Problemas espirituales y temporales de una nueva cristiandad, ed. Ediciones Carlos Lolhé, Buenos Aires, 1968. • 'La persona y el bien común', ed. Club de Lectores, Buenos Aires, 1968. • 'Los derechos del hombre y la ley natural', ed. La Pléyade, Buenos Aires, 1972. • 'Principios de una política humanista', ed. Difusión, Buenos Aires, 1969. • 'La defensa de la persona humana', Ediciones Studium de Cultura, Buenos Aires, 1949. • 'El hombre y el estado', ed. Club de Lectores, Buenos Aires, 1948

b) Obras sobre Jacques Maritain

• Maritain, Raissa, 'Las grandes Amistades', ed. Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1954. • Bars, Henry, 'Maritain en nuestros días', Editorial Estela, Barcelona, 1962. • Bars, Henry, 'La política según Maritain', Editorial Nova Terra, Barcelona, 1966. • Peces-Barba Martínez, Gregorio, 'Persona, sociedad, estado. El pensamiento filosófico social de Jaques Maritain', ed. Edicusa, Madrid, 1972. • Zarco Neri, Miguel Ángel, 'Jacques Maritain, el hombre y su obra', ed. del autor, México, 1972. • Aguilar Alinso, Gabriel, 'El humanismo de Maritain', ed. del autor, México, 1972. • Sánchez García, Luis, 'Vigencia del humanismo; El pensamiento filosófico social de Jacques Maritain', Ediciones CPU, Santiago, 1974.

PIEPER: LA VERDAD DE LAS COSAS, CONCEPTO OLVIDADO

No se trata de un texto estirctamente jurídico, sino filosófico, perfectamente entendible en su expresión, y sumamente claro en su planteamiento. Indispensable para cualquiera que se precie de querer profesar el Derecho como búsqueda de la verdad y de la justicia, en estos tiempos de absurdo relativismo moral que sólo conduce al nihilismo y a la desesperanza.

Josef Pieper
Münster

Si se pasa revista a cualquier libro filosófico de la época actual, casi con toda seguridad no se encontrará ni el concepto ni siquiera la expresión “verdad de las cosas”. Esto no es casual: en la generalidad del pensamiento filosófico de nuestro tiempo, no existe lugar para ese concepto; por así de­cirlo, “no está previsto”. Ser verdad es algo que se puede decir de pensa­miento y de ideas, de frases y de opiniones, pero no de cosas.
Nuestro juicio sobre la realidad puede ser verdadero (o también falso), pero calificar las realidades mismas —las “cosas”— de verdaderas es algo que nos parece absurdo y carente de sentido: ¡las cosas son reales, pero no “verdaderas”! Si se considera este hecho desde el punto de vista histórico, se ve que se trata de algo más que una simple renuncia a la utilización de un determinado con­cepto o de un término concreto. No se trata simplemente de una ausencia por así decirlo “neutral”, o de una forma particular de ver las cosas. Antes bien, esta no utilización y esta ausencia del concepto “verdad de las cosas”, son el resultado de un largo proceso de presiones y fraudes: o sea, para decirlo de forma algo menos agresiva, de un proceso de eliminación.
En la gran tradición de la Filosofía Occidental —cuyos representantes son, entre otros, Pitágoras y Platón, pero también Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás de Aquino, si atendemos a los dos milenios que se extienden entre el siglo sexto antes de Jesucristo y el comienzo de la “Edad Moderna”—, durante esa larga y fundamental época a que acostumbramos a calificar como “Renacimiento” (siglos XV y XVI), el concepto “verdad de las cosas” fue algo importante e incluso básico, tomándose como raíz de la comprensión de la realidad, a pesar de que en todos los tiempos parece haber sido bastante difícil aprehenderlo plenamente (ya en el siglo XI topamos con esta queja: “La verdad que radica en las propias cosas es algo sobre lo que recapacitan sólo unos pocos.” Así se expresa Anselmo de Canterbury, en su “Diálogo sobre la verdad”). Ni en la Antigüedad ni en la Edad Media se encuentra apenas una gran obra de contenido metafísico en la que el concepto “Verdad de las cosas” no ocupe un lugar central. Por encima de todo, fue Platón quien dijo que la verdad es lo mejor —“to áriston”—, lo más noble de las cosas. Y los grandes maestros de la Edad Media, en especial Santo Tomás de Aquino —a quien se puede calificar justamente como el último “magister” que tuvo la todavía no dividida Cristiandad Occidental y cuya actualidad permanece prácticamente inagotada— desarrolló unos conceptos muy diferen­ciados para conceder el lugar debido a las ideas acerca de la verdad de las cosas, o acerca de la verdad ontológica (así se designa en la mayoría de los casos); y de ahí que probablemente sería oportuno hablar de la verdad “ónti­ca”, diferenciándola de la verdad lógica o cognoscitiva.
En la Edad Moderna —es decir, en el tiempo que se extiende desde prin­cipios del siglo XV hasta aproximadamente la época de Immanuel Kant—, el concepto de verdad de las cosas sufrió dos reveses: por una parte, el rechazo expreso polémico de este concepto; y por otra, la aparición de algunos otros principios metafísicos fundamentales íntimamente relacionados con aquél. La mayor parte de los filósofos del llamado Humanismo (siglos XV y XVI) afir­maron simplemente que era absurdo —no propiamente “falso”, sino sen­cillamente carente de todo sentido— decir que las cosas son verdaderas, no habiendo razón alguna para dar a ello un sentido discutible. Francis Bacon y Thomas Hobbes, Descartes y Spinoza, todos ellos son de esta opinión. Hobbes califica la doctrina sobre la verdad de las cosas de vacía y pueril. Spinoza dice, que tal concepto sólo podría admitirse en cuanto forma de hablar “pura­mente retórica”, pues no se puede hablar de ese tipo de pretensión con un exacto significado comprensible: quien califica las cosas de “verdaderas” actúa “como si”, toma las cosas como si pudiesen hablar, cuando en realidad son naturalmente mudas. Nos volveremos a ocupar más adelante sobre esta fórmula “las cosas son mudas”, brevemente, ya que es rica en conse­cuencias.
Además del rechazo claro y polémicamente formal, sobre el término “verdad de las cosas” incidió una segunda contingencia, en realidad la peor y más peligrosa. Me refiero a lo siguiente: el concepto, o mejor, el término “verdad de las cosas” fue conservado y mantenido en lo externo, pero al mismo tiempo era realmente falsificado y en todo caso desposeído de su significado originario: con la consecuencia completamente previsible de la pérdida forzosa de su fuerza delimitadora de la realidad, de su profundidad y de su interés. Esto es lo que pasó, sobre todo, en la Filosofía de las escuelas del siglo XVII y en la llamada Filosofía de la Ilustración del siglo XVIII; por lo demás, la Ilustración se entendió a sí misma o se presentó falsamente como continuadora de la Gran Tradición; Christian Wolff, por ejemplo, afirmó acerca de sí mismo estar mucho más en la línea de Santo Tomás de Aquino que en la de Leibniz.
En lo que respecta al concepto “verdad de las cosas”, resulta imprescindible y al mismo tiempo también comprensible lo que en definitiva sucede con él en la “Crítica de la razón pura” de Kant. Este autor sometió por última vez el concepto de “verdad de las cosas” a un examen serio y concienzudo (“una idea” —dice— “que ha permanecido durante tanto tiempo merece siempre que se investiguen sus orígenes”). No pueden explicarse aquí con detalle las particularidades de esta investigación kantiana. Sin embargo, el resultado decisivo —dicho en pocas palabras— es que Kant destierra definitivamente el término “verdad de las cosas” del vocabulario filosófico, por ser estéril y tautológico, no resultando provechoso seguir empleándolo. Este estado de la cuestión continúa en la actualidad: en la literatura filosófica de nuestros días no se encuentra, por lo general, tal término ni siquiera mencionado una sola vez.
Ahora bien, ¿cuál es el significado originario del concepto “verdad de las cosas”? ¿Qué es lo que se dice exactamente cuando se califican las cosas, las propias realidades, de verdaderas? Quiero intentar el contestar a estas preguntas lo más claramente posible. No obstante, antes de ese intento, quisiera hacer dos observaciones. La primera es que el concepto “verdad de las cosas” forma parte de toda una trama, se podría decir que pertenece a una constelación de conceptos emparentados, de los que resulta sencillamente imposible hablar aquí: esto significa que aquí no se pueden desarrollar, ni todas las relaciones, ni todo el ámbito de la doctrina de la verdad de las cosas; por el cQntrario, me he de limitar a la explicación de algunos puntos impor­tantes aislados. La segunda observación es que mi intención consiste en pre­sentar una formulación concreta de esta doctrina, cual es la contenida en la obra de Santo Tomás de Aquino: ciertamente puede decirse, sobre este pensador filosófico-teológico del siglo XIII, que en él —en cuanto “maestro general” (según se le ha llamado)— se da una categoría creadora realmente extraordinaria, no tanto por su genialidad personal sino por el altruismo auténticamente creador con el que presenta en su obra la polífona multipli­cidad de las posibles afirmaciones universales y hasta exige que se abran paso incluso, por encima de su propia condicionalidad histórica. De este modo, en la Summa tl-zeologica no habla tanto el autor individual Tomás de Aquino (a pesar de que, naturalmente, ese desprecio de sí mismo supone una extraordinaria energía intelectual del propio pensamiento), no habla —en mi opinión— solamente ese profesor individual de la Universidad de París, sino que hablan los labios de la gran tradición de la sabiduría humana misma.
Así pues, repetimos una vez más: ¿qué significa “verdad de las cosas”? Primero: “verdad” en este caso no involucra un significado distinto al del propio concepto de “verdad”, tomado en sentido general. Cuando califico las cosas de “verdaderas”, y cuando aplico el adjetivo “verdadero” a un pen­samiento o a una afirmación, en ambos casos hablo de la misma cualidad. ¿Qué significa esta cualidad? En primer lugar, verdad no es algo abstracto que se pueda considerar aisladamente, sino algo que se concibe esencial­mente asociado a un intelecto: dicho más exactamente, asociado a un ente capaz de conocer espiritualmente. La verdad es algo que existe mediante el acto de un intelecto, mediante el acto del conocimiento espiritual. Por otra parte, la verdad guarda una relación esencial con la realidad objetiva. No se puede hablar de verdad, y realmente tampoco lo hace nadie, si no se habla de un sujeto que conoce: o bien, por lo menos de un sujeto que es capaz de conocer, por una parte, y al mismo tiempo de algo real objetiva­mente que puede ser objeto de conocimiento. La verdad es la relación entre el espíritu conocedor y la realidad objetiva que tiene lugar mediante el acto del conocimiento. Pues bien, ¿qué es lo que sucede mientras conocemos? Es decir, ¿ qué diferencia existe entre los entes cognoscibles y los entes no cognoscibles? Responderé citando, casi textualmente, a Santo Tomás de Aqui­no: los entes no cognoscibles —es decir, los entes que por su naturaleza no son aptos para ser conocidos— están limitados a su propia naturaleza y esencia; son ellos mismos y no otra cosa. Por el contrario, los entes cognosci­bles no se limitan a lo que son en sí mismos, no tienen solamente su propia naturaleza y esencia, sino que están en condiciones y son capaces de tener también las esencias de otras cosas; no tienen unas fronteras cerradas, sino abiertas. La capacidad del conocimiento espiritual no es en realidad otra cosa que la receptividad abierta a toda la realidad. Nos hemos preguntado: ¿qué sucede mientras conocemos? Sucede que el conocedor capta la esencia de una cosa objetivamente real, la aprehende en el interior de sí mismo, para luego allí fijarla y conservarla. Cómo tienen lugar en detalle esta comprensión y captación, esta fij ación y conservación, no es algo fácil de describir. De cualquier modo, puede decirse que a través del conocimiento tiene lugar una forma particular de acuerdo, una cierta compenetración –conformidad, identidad, acoplamiento–, una adecuación entre dos extre­mos: lo que está “fuera” del sujeto conocedor, o sea, la realidad objetiva (por una parte); y (por otra parte) lo que está “dentro”, lo que en este momento penetra en el interior del sujeto conocedor a través del acto cognoscitivo (en forma de representación, concepto, pensamiento, juicio, etc.). Así se llega a lo que los antiguos habían definido como “adaequatio rei et intellectus”, a la educación de la cosa con el entendimiento.
Esa equiparación y esa adecuación están caracterizadas, en concreto, por dos hechos. En primer lugar, la adecuación no se lleva a cabo mediante ninguna otra cosa diferente a la actividad del intelecto, o sea del sujeto conocedor. En segundo lugar, en relación con el contenido de la igualdad (adecuación), el sujeto no presenta empero un significado decisivo: antes bien, el sujeto se dirige precisamente hacia la realidad objetiva, tiene for­zosamente que dirigirse hacia el objeto. (De lo contrario, nadie podría hablar de auténtico conocimiento, pues auténtico conocimiento es precisamente lo mismo que conocimiento “verdadero”.)
Los antiguos —y particularmente otra vez Santo Tomás de Aquino— utilizan aquí el concepto de medida, del que da la medida y del que recibe la medida: “mensura, mensurare, mensurari.” Este antiquísimo concepto de la medida, que con toda seguridad podría seguirse retrospectivamente hasta Pitágoras, tiene evidentemente un significado no cuantitativo: de la misma manera a como tampoco lo tienen nuestras palabras “comedido” o “marcador de la medida”. El elemento principal de este concepto es una forma panicular de causalidad: es el tipo de causalidad que reviste el modelo con relación a la copia, el original respecto a lo imitado, el boceto en relación con lo hecho según” y “de acuerdo” con el boceto. El modelo, el original, el boceto... dan la medida, la copia, la imitación. lo hecho según el boceto son los receptores de tal medida. Mediante esa donación o recepción de medida tiene lugar ún determinado tipo de igualdad: de adecuación, o de equivalencia, o incluso de identidad; sin tal identidad, no podríamos hablar en absoluto de un modelo, ni tampoco de una copia.
Precisamente ese tipo de identidad —de adecuación, de correspondencia. de igualdad de formas—, esa adaequatio (entre la realidad objetiva y el espíritu conocedor) es lo que se quiere expresar con el concepto “verdad”. Cuando califico una frase o un juicio como “verdadero”, quiero significar con ello que esta frase o este pensamiento —a pesar de que sólo tiene existencia en virtud de la actividad del sujeto conocedor— recibe su medida de la realidad objetiva de las cosas: de modo que siempre existe, entre la realidad objetiva y el pensamiento, exactamente el mismo tipo de identidad que la que inevi­tablemente se nos presenta ante los ojos en cuanto pensamos en la relación entre el modelo y la copia, o entre el boceto y lo realizado según él, o entre el original y la imitación.
Y ahora surge la pregunta propiamente dicha: ¿qué sentido tiene califi­car a las cosas, o las propias realidades objetivas, de “verdaderas”? En rea­lidad, la respuesta ya se ha dado. Cuando designo a las cosas como “verdade­ras” quiero decir: primero, que también en las cosas tiene lugar algún tipo de relación con un conocedor; y —segundo—, que esa relación es de tal tipo que entre la cosa por una parte y el conocedor por otra existe precisamente la misma identidad, o igualdad, o adecuación, que la que hay entre el original y la copia, esa “adaequatio rei et intellectus” que expresa el con­cepto de “verdad”.
Naturalmente la cuestión inmediata será la siguiente: ¿existe realmente esto así? ¿Existen cosas que sean bocetos de un pensamiento originario? ¿Existen pensamientos que sean bocetos de cosas hechas “según” y “de acuerdo” con dichos bocetos? ¿Existe realmente algo parecido a pensamientos dadores de medida y cosas receptoras de tal medida? Como fácilmente se comprende, lo preguntado equivale a lo siguiente: ¿existe un conocimiento creador? ¿Existe la realización de algo real mediante el conocimiento?
A este respecto se debe contestar que, evidentemente, todas las cosas hechas por el hombre —tanto las obras de la técnica (autos, puentes, casas) como las creaciones del arte (poesías, sinfonías, cuadros)— han recibido efectivamente la medida dada por el conocimiento creador del artista o del constructor. Ello significa que todas estas obras están realmente, por sí mis­mas, en una relación de “identidad” con un espíritu conocedor: tal espíritu es el pensamiento, el modelo (el boceto, el original) y la obra que ahora se presenta como realidad objetiva es la imitación (lo realizado según el boceto, la copia). Las cosas “artificiales” —es decir, las que han sido hechas por el hombre— son realmente lo que son en virtud de su adecuación con el boceto, previamente existente, radicado en el espíritu conocedor del artífice que las ha hecho.
Al llegar al presente punto, precisa hacer una importante observación colateral: he dicho que las cosas artificiales, las “res artificiales”, son lo que son merced a su adecuación con el boceto. Así pues, aquí se habla exclusiva­mente de la esencia de las cosas, de aquello que son, no de su existencia. Evidentemente, las cosas no adquieren el ser mediante el simple hecho de quedar esbozadas; además de ello se necesita todavía otra cosa, por ejemplo, la actuación de la voluntad o de las manos. En todo caso, por ejemplo, el ideador (o el constructor, o el inventor) de un nuevo tipo de motor, no deja de tener del todo razón cuando —antes de haberse construido el auténtico modelo—, tras señalar los dibujos que muestran el proyecto de construcción, dice: “aquí está el nuevo motor.”
Pero volvamos al concepto de “verdad”. A pesar de que ya no se utilice en el lenguaje hablado de nuestros días, puede calificarse con toda razón a un puente, o una casa, o un cuadro, de “verdaderos”: queriéndose significar con ello que tal obra se corresponde realmente con el modelo existente en el espíritu del constructor. Es éste sobre todo, el artífice o el constructor, quien en definitiva está más en condiciones de enjuiciar si se da realmente o no esa correspondencia con el boceto proyectado. El artista está perfectamente en condiciones de decir refiriéndose a su propia obra: efectivamente, se ha logrado lo que se quería significar con ello; “está de acuerdo”, es decir, está de acuerdo “con~~, o ‘se corresponde” con lo que yo había pensado; es “ver­dadero” (o bien “no es verdadero”). Naturalmente, no se trata de la palabra “verdadero”, sino que de lo que realmente se trata es de que la relación que se quiere significar con ese vocablo no desaparezca de la conciencia. Pero lo que se quiere decir con la expresión “verdad de las cosas” es realmente esa misma relación de identidad (entre cosa y conocimiento, entre res e inte­llectus): sobre ello se basa y constituye la verdad de una frase, asentándose en las cosas —en la res—, en la realidad objetiva; por ejemplo, en todas las obras técnicas y artísticas realizadas según un proyecto o boceto humano, siendo lo que son en virtud de su correspondencia con el modelo (boceto u original) en el espíritu creador del artífice.
He dicho “por ejemplo” al hablar de las obras realizadas por el hombre. Naturalmente, sin embargo, el concepto “verdad de las cosas” adquiere verda­dera importancia en cuanto deja de hablarse de las “res artificiales”: esto es, cuando uno se refiere a las cosas “naturales”, a las que el hombre no ha hecho y ante las que se encuentra en el mundo. Dicho de forma más concreta: el con­cepto “verdad de las cosas” adquiere su importancia decisiva en el instante en que se refiere a la objetiva realidad de la piedra, de la planta, del animal y—de forma muy especial— del propio hombre.
Permítanme de nuevo otra breve observación al margen: la Filosofía (y la Teología) pre-modernas acentuaron muy firmemente esta diferencia­ción entre “res naturales” y “res artificiales”, entre cosas creadas y cosas hechas. Y habremos de hablar todavía de la coincidencia extraordinaria de esto con la Filosofía inmediatamente contemporánea, por así llamarla: es decir, con la Filosofía post-moderna, por ejemplo, con el existencialismo de carácter sartreano. Por el contrario, en la actividad filosófica moderna pro­piamente dicha (entre el pensamiento pre-moderno, antiguo o medieval, y el moderno), toda diferenciación entre la realidad artificial y la natural apenas se cita; en todo caso, no se acentúa dicha diferenciación en forma alguna. Más bien a la conciencia moderna le parece actuar de forma particular­mente “realista” el hablar del río, o del bosque, o de la montaña (por una parte) y del puente, o de la fábrica, o de la ciudad (por otra), como com­ponentes de una realidad, “nuestro mundo”.
Ahora se plantea la cuestión de si este concepto de “verdad” puede aplicarse realmente y con pleno sentido a las cosas naturales, sobre todo al propio hombre. Naturalmente, ello sólo sería posible si se da el hecho de que la “res naturalis” haya recibido también su medida a partir de un proyecto elabo­rado en algún espíritu creador. Es sabido que Platón pensó y dijo que esto era realmente así. Empieza hablando muy demostrativamente sobre la lanzadera de un tejedor. Si tal lanzadera se rompe en pedazos y el tejedor intenta hacer otra nueva, ¿hacia dónde dirigirá su mirada, hacia los fragmentos que yacen en el suelo o hacia el boceto (el esquema de su construcción) según el cual fue construida la lanzadera? Así empieza, Platón, como he dicho, a explicar qué es lo que entiende él por una “idea”: la “idea” no es para él otra cosa sino el “boceto”. Y luego continúa con la afirmación de que no sólo la lanzadera, no sólo las cosas hechas “artificialmente” por el hombre, sino también todas las cosas y seres —incluido el propio hombre- están hechas según un “boce­to”. Precisamente éste es el genuino significado de la “Doctrina de las Ideas” de Platón. Evidentemente, para este convencimiento —para creer que ante todas las cosas pre-existe un boceto- es necesario comprender el mundo, en todo momento, como creatura; lo cual no significa otra cosa sino que el mundo y todo lo que en él hay ha sido hecho de acuerdo con un modelo, que tiene su sede en el espíritu creador de Dios.
Referido a nuestro tema, esto significa que, en virtud del hecho de que el mundo es una creación, todas las cosas realizan mediante su propio ser esa adecuación en un conocedor, esa “adaequatio rei et intellectus”, que se expre­sa formalmente en el concepto de verdad. En realidad, esto y no otra cosa es el único fundamento de que todas las cosas puedan llamarse y sean “verda­deras” en sentido estricto: “omne ens est verum”; todo lo que es, es ver­dadero.
En este orden, alguien podría reprochar: en realidad, esta frase no signifi­ca otra cosa sino que Dios ha creado el mundo; tomada en su sentido exacto, ¿no es una afirmación sobre Dios, o en el mejor de los casos, sobre su rela­ción con el mundo, pero no una afirmación sobre las cosas? No, en esa afirma­ción se dice algo específicamente sobre las propias cosas; verdad es una cuali­dad de las cosas, de todas las cosas. Quiero intentar el demostrar esto.
La cualidad de lo real no se puede definir. No existe ninguna definición del término “real”. Pero es posible describir y delimitar lo que significa ser “real”. Se puede intentar describir esto, por ejemplo, mediante los sinónimos que tiene la palabra “real”: es decir, mediante otras palabras o nombres que significan lo mismo o casi lo mismo. En realidad, “verdadero” es sinónimo de “real”. Los antiguos no dijeron únicamente “todo lo que existe es verdade­ro”, sino también “verdadero y real son nombres indistintos”. Una “segunda palabra”, un sinónimo semejante, debe cumplir dos condiciones: en primer lugar, tiene que poderse aplicar exactamente a las mismas cosas que la pri­mera palabra y debe ser sustituible por ésta; en segundo lugar —y a pesar de ello— debe referirse a un aspecto particular que en la primera palabra no se pone expresamente de manifiesto. Así pues, si la palabra “verdadero” es ciertamente un sinónimo de «real”, se quiere significar que realmente dice algo sobre las cosas. Veamos como es ese algo: primero, se pueda decir exac­tamente sobre las mismas cosas que el término “real” (es decir, de todas las cosas); y —además— segundo, añade algo que el término “real” no lo llega a designar expresamente. Este “algo” que añade es la relación de las cosas con el boceto de las mismas preexistente en el conocimiento creador, precisa­mente la “adaequatio rei et intellectus”, la correspondencia (de todas las cosas) con el conocimiento creador. Y con ello se significa ciertamente una cua­lidad de las propias cosas, porque las cosas tienen su origen en el boceto creador de la palabra de Dios. Ellas mismas son algo pensado e incluso algo hablado, son como palabras: tienen el mismo “carácter que las palabras”, se­gún se expresa Guardini; son luminosas, lúcidas y abiertas, asequibles y —por así decirlo— trasparentes. (Es sabido que Heidegger ha utilizado la pa­labra griega “alétheia” (= verdad) teniendo en cuenta que originariamente expresa revelación o manifestación; sin embargo, en opinión de los filólogos a esta explicación etimológica se le pueden poner muchos reparos. De hecho, con ello se centra empero exactamente el primitivo significado del concepto “verdad de las cosas”). Por otra parte, también queda claro con ello que se trata al mismo tiempo de una relación con el espíritu humano. “Verdad de las co­sas” no significa solamente ser pensado por el Logos de Dios, sino también y al mismo tiempo (y a causa de ello) ser reconocido por el espíritu humano.
También esta cualidad de ser reconocidas significa una cualidad de las propias cosas; así pues, no solamente se dice que el espíritu humano está en condiciones de conocer las cosas, sino también que es una cualidad de las co­sas el ser cognoscibles. En el uso del idioma, la palabra “cognoscibilidad” tiene un cierto doble sentido. Por ejemplo, decimos que a la luz del día las estrellas no se reconocen, a pesar de ser evidente que las estrellas en sí no cambian, tanto si luce el sol como si no. “En sí” son tan visibles de día como durante la noche; lo único que sucede es que nuestros ojos no son capaces de verlas durante el día. Del mismo modo, la cognoscibilidad que por principio tienen todas las cosas no significa que nuestro espíritu humano pueda real­mente conocerlas; lo que significa es que las cosas, todas las cosas —por ellas mismas, en cuanto a ellas respecta— están de tal forma “hechas” que pueden ser objeto de conocimiento.
Un colega mío –famoso lógico–, el hace unos años fallecido Heinrich Scholz, me preguntó en cierta ocasión: ¿Qué pasaría si supiésemos que exis­tieran en la realidad objetiva cosas y relaciones, por principio, no cognosci­bles? ¿Se derrumbaría el cielo si por naturaleza existiesen cosas oscuras, sen­cillamente impenetrables y que opusiesen resistencia a todo posible conoci­miento, es decir, si no fuese cierto que “omne ens est verum”? Después se re­firió a algunos problemas de la física moderna que no sólo simplemente de hecho, sino que también por principio, parecen insolubles. Después de escu­charle, le planteé la siguiente contrapregunta: ¿Ha renunciado la investiga­ción física por su parte a todo intento de llegar al fondo de las cosas? —~ Natu­ralmente que no!—. Y ello, ¿no significa aceptar por parte de la realidad objetiva que preexiste ciertamente alguna cognoscibilidad? Precisamente éste es el sentido de la frase que dice que las cosas son verdaderas. Tal frase puede también formularse de estas otras formas: la investigación tiene sentido; resulta rentable seguir investigando y no capitular jamás. Quien diga esto, en el fondo, dice exactamente lo mismo que “omne ens est verum”, todas las cosas son verdaderas: lo cual implica, por lo que a ellas mismas atañe, ser cognoscibles hasta su principio.
Así pues, en resumen, la doctrina de la “verdad de las cosas” significa lo siguiente: todas las cosas son creadoramente conocidas por Dios, siendo por ello cognoscibles para el espíritu finito. Forma parte de la naturaleza de las cosas reales el ser posibles objetos del conocimiento humano, O sea, no existe en absoluto una separación total de la realidad objetiva frente al intelecto hu­mano: antes de que le dirijamos nuestra mirada, hacia el mundo de las cosas, existe ya cierta relación. Las cosas no son precisamente “mudas” como dijo Spinoza. Son perfectamente perceptibles: nos dejan saber lo que son. Por otra parte, no debe olvidarse que este hecho no puede comprenderse ni ser explicado: antes bien se llega a él al pensar que las cosas, por su propia na­turaleza, son luminosas debido a su origen a partir de la Luz arquetípica del Logos divino. Las cosas son cognoscibles porque Dios las ha pensado crea­doramente. Su claridad y su lucidez intrínseca —fuerzas para mostrarse a sí mismas— dimanan del espíritu creador de Dios, al mismo tiempo que su propio ser, incluso desde su propio ser.
Claro que en este momento se presenta, insospechadamente, un aspecto harto distinto de la doctrina de la verdad de las cosas. La cognoscibilidad completa y la luminosidad —la manifestación de las cosas— son únicamen­te un aspecto de los hechos. El otro aspecto es que las cosas son al mismo tiempo insondables, inalcanzables e incomprensibles: ocurriendo esto pre­cisamente por la misma razón por la que son luminosas, lúcidas y cognoscibles. Precisamente debido a que se trata de bocetos divinos según los cuales las cosas están hechas, resulta por principio para nosotros imposible comprender perfectamente su correspondencia con los bocetos, siendo así que en tal co­rrespondencia consiste la verdad de las cosas. En principio somos incapaces, por así decirlo, de observar como espectadores la salida de las cosas a partir del Logos de Dios, o de observarlas con los ojos de Dios. Por esta razón nues­tros esfuerzos por conocer, incluso cuando se trate de las cosas más «sencillas” y simples, son un camino que —por principio— no tiene fin. Así pues, repita­mos: las cosas son claras porque son creaturas, siendo insondables también porque son creaturas.
El que todas las cosas con que mediante la experiencia nos enfrentamos sean al mismo tiempo cognoscibles, pero cognoscibles hasta el infinito —lo cual significa incomprensibles— es, al mismo tiempo, una realidad de la experiencia. Pero que ambas cosas reconozcan el mismo origen, o que la cognoscibilidad y la incomprensibilidad estén necesariamente entrelazadas entre sí, esto tiene que permanecer incomprensible. Quien niega expresamen­te la idea del mundo como fruto de la creación, quizás se vea incapaz de com­prender que exista algo parecido a la esencia y a la naturaleza de las cosas. “Extraña idea” —puede que se diga—: “~,por qué no tiene que ser posible hablar de la naturaleza de las cosas sin aceptar que detrás de ellas existe un Creador? Ahora la cuestión estriba en si puede hacer comprensible la exis­tencia de una naturaleza, un algo, una esencia de las cosas... si no se com­prende el mundo como creatura. Quien opine que de hecho no es posible hacerlo comprensible encontrará —muy sorprendentemente— un compañero de opinión en el existencialismo nihilista de Jean Paul Sartre, quien afirma pre­cisamente esto: las cosas que existen, entre ellas sobre todo el propio hombre, no tienen ninguna esencia preexistente a su existencia de hecho. Según Sar­tre, en esto radica la diferencia entre cosas naturales por una parte y cosas artificiales, hechas por el hombre, por otra: la diferencia consiste en que las cosas artificiales (una silla, una casa, un abrecartas) están hechas de acuerdo con un boceto preexistente, del que reciben también su “esencia”, su “natu­raleza”; mientras que las cosas “naturales”, sobre todo el propio hombre, no están precedidas por ningún boceto (del que se pueda decir que haya recibido su “esencia”, su “naturaleza”). Esas cosas “naturales”, sobre todo (siempre) el propio hombre, existen en principio solamente porque sí. Pero la cuestión de qué es en realidad ese hombre existente, no sólo resulta entonces incontestable, sino que según esto resulta que no existe algo así como una naturaleza huma­na. “11 n’y a pas de nature humaine”. E inmediatamente Sartre ahonda en el fondo de porqué no existe ninguna naturaleza humana: “puisqui’il n’y a pas de Dieu pour la concevoir”, porque no existe boceto alguno ni nada hecho según este boceto.
Me atrevo a afirmar que ello no es otra cosa que una clara y expresa afir­mación de la antigua doctrina sobre la verdad de las cosas. En todo caso, entre Sartre y Santo Tomás de Aquino existe un acuerdo muy fundamental. Ambos modos de pensar parten del mismo principio, empiezan por lo mismo: que las cosas sólo pueden tener naturaleza y esencia si están hechas según un boceto previo, es decir, si tienen un modelo con sede en un espíritu crea­dor y conocedor. El hecho de que el hombre haya pensado —ideado y planea­do la silla, el puente, el abrecartas—, este hecho y ninguna otra cosa, es lo que justifica que podamos hablar de “qué es” la silla, el puente, el abrecartas; pode­mos hablar de la “naturaleza” de estas cosas. Como hemos dicho, éste es el pun­to de partida en el que están totalmente de acuerdo Sartre y Santo Tomás de Aquino. Pero pronto viene el claro desacuerdo y la decisiva contraposición. Sartre sigue diciendo: ya que no existe ningún espíritu creador y conocedor de cuyos bocetos puedan tener las çosas su esencia, no existe ninguna natu­raleza del hombre ni de las cosas. Por el contrario, Santo Tomás, por su parte, dice: ya que (y debido a que) Dios ha conocido, pensado y planeado las cosas creadoramente, precisamente por este motivo tenemos nosotros una natura­leza. Repitamos una vez más que para Santo Tomás y para Sartre se parte de la misma concepción original: sólo se puede hablar de una naturaleza de las cosas y del hombre, con precisión y exactitud, si las cosas y el hombre son ex­presamente considerados como creatu ras, como frutos de una Creación. Cuan­do los antiguos hablaban de verdad residente en las cosas, querían decir que éstas son creadoramente conocidas por el Creador.
Sartre tiene plenamente razón cuando hace, frente a los filósofos ateos del siglo XVIII, el reproche de ser inconsecuentes. No puedo (dice con toda razón) borrar la idea de la Creación y a continuación, como si con ello no hubiese pasado nada, seguir hablando de “esencia” de las cosas y de “natu­raleza” del hombre; si no existe ningún constructor del boceto, ni tampoco boceto alguno, entonces tampoco existe ni esencia ni naturaleza de las cosas. El propio Sartre ha evitado esta inconsecuencia; él mismo dice expresa­mente que su existencialismo no significa otra cosa sino el intento de descri­bir todas las consecuencias que se deducen partiendo de una posición radi­calmente atea.
Por otra parte, esta consecuencia conduce directamente al nihilismo, de lo que es plenamente consciente el propio Sartre. Si, en realidad, no existe nada así como una naturaleza humana, ¿cómo es posible evitar la consecuen­cia “haz de ti mismo lo que se te antoje”, o bien “haced con los hombres lo que os parezca”? ¿Qué significado tendría entonces el vivir “humanamente” o el vivir “como hombre”? ¿Cómo puede evitarse el entender la libertad humana como algo carente en absoluto de orientación? Esto es exactamente lo que significa el concepto existencialista de libertad: puedes hacer, en abso­luto, todo lo que se te ocurra; por otra parte, no pienses que esto sea algo agradable; la libertad empieza más allá de la duda. Toda la triunfal ampulo­sidad que caracterizaba todavía el concepto de libertad en la Ilustración ha desaparecido.
Quiero terminar planteando otra cuestión: ¿No es una idea inesperada el que todas estas bienintencionadas, descorazonadoras y perplejas teorías sobre el hombre y su mundo sean –muy posiblemente, en el fondo– sólo una inevitable consecuencia de ignorar y negar el principio de la “verdad de las cosas”, es decir, del pensamiento de que el hombre y las cosas tienen un sentido, una importancia, un significado, e incluso sobre todo una “esencia y una “naturaleza”, en cuanto son reproducción de un boceto divino, o sea, en cuanto son “verdaderos”?

Revista Universitas, Stuttgart, vol. VII, nº. 4, 1970