Lecturas, comentarios y análisis sobre el Derecho en el siglo XXI


Bitácora dedicada al mundo del Derecho entendido como sistema de normas, principios y valores, así como las relaciones entre ellos, tendentes a la consecución de la Justicia
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viernes, 9 de febrero de 2007

Derecho y moral en prespectiva cristiana: LA ÉTICA Y EL DERECHO: ¿INSTANCIAS SEPARADAS O ARMÓNICAS?

CARLOS JOSÉ ERRÁZURIZ

En HUMANITAS Nro.24

La relación entre la ética y el derecho constituye uno de esos temas verdaderamente clásicos, tan inagotables como la realidad del hombre implicada en ellos, y que cada época está llamada a reconsiderar. El tema de fondo permanece inalterado, las variaciones en torno a él son diversísimas. Puesto que se trata de una materia que afecta a la vida individual y social, en cada contexto cultural aparecen nuevos aspectos y nuevos problemas.
En épocas no muy lejanas era tal vez oportuno subrayar especialmente las diferencias entre el orden moral y el orden jurídico, para evitar confusiones. Basta pensar en dos situaciones, completamente diversas entre sí, pero coincidentes en exigir la acentuación de la distinción entre moral y derecho: ciertas contaminaciones de tipo jurídico en el modo de concebir la moralidad cristiana, como si ésta consistiera en el mero cumplimiento de algunas obligaciones más bien externas y formales; la tendencia de los totalitarismos del siglo XX a absorber el individuo en la colectividad, proclamando un ethos en el cual la dimensión jurídica –a su vez identificada con la política– se presentaba como horizonte definitivo de la existencia humana.

En nuestro tiempo esos riesgos parecen remotos. Incluso se podrían considerar definitivamente superados, si bien un sano realismo nos ha de prevenir en contra de ilusiones de ese tipo. Por lo demás, quizá no sería demasiado rebuscado detectar síntomas de una cierta confusión entre la ética y el derecho en diversos fenómenos del pensamiento y de la vida contemporánea. En efecto, al vaciarse la ética por el olvido de su fundamento ontológico en la persona, se tiende a buscar en el derecho, o mejor dicho en las reglas de la convivencia social, una especie de sucedáneo de la moral personal; y las declaraciones más tajantes de individualismo pueden esconder intolerancias muy profundas, sobre todo hacia quienes afirman determinados deberes sociales que resultan incómodos para algunos titulares del poder social.
Sin embargo, la cuestión fundamental de nuestro tiempo es más bien otra: la relativa a la separación e independencia que se querría establecer entre la ética y el derecho. Obviamente nadie negará que hay influjos mutuos: el mundo jurídico acoge y promueve determinados valores morales; es frecuente hablar de cuestiones morales en el ámbito del sistema de elaboración de las normas y de la administración de la justicia. A pesar de esto, ha llegado a ser muy común la idea que concibe la ética y el derecho como dos sistemas de regulación del comportamiento humano, que serían de suyo autónomos entre sí.
Esta recíproca autonomía, llevada a sus últimas consecuencias, implica la tesis de un pluralismo radical, no sólo entre sistema ético y sistema moral, como dos modalidades de valorar y orientar el actuar del hombre, sino también entre sistemas éticos y sistemas jurídicos (en plural), en la variedad de sus posibles variantes empíricamente observables. Una paradoja de esta perspectiva consiste en el hecho de que, mientras en el pasado se percibía más fácilmente la universalidad de los principios éticos y lo que se captaba como más diferenciado eran los ordenamientos jurídicos en sus aspectos positivos, hoy en día la instancia más radicalmente plural sería la ética, y en cambio en el derecho se abre paso la aspiración a la unidad internacional, a medida que lo requiere la creciente globalización. Mas no conviene hacerse ilusiones acerca de este reencuentro de la unidad del derecho, precisamente porque con frecuencia desea apoyarse sobre la base del relativismo ético. La unidad de las normas jurídicas se intenta fundar, por tanto, en el consenso social. Este consenso es obviamente un gran bien social, que debe siempre buscarse, protegerse y potenciarse como condición efectiva de la realización del bien de la sociedad. No obstante, erigirlo en fundamento y medida de lo bueno y de lo justo carece de sentido: es negar la existencia de una verdad sobre lo bueno y lo justo, y por tanto privar al mismo consenso de un auténtico fundamento y norte. La fragilidad de la unidad meramente consensual, desgajada de la referencia a la verdad, es evidente, pues no es más que la unidad de hecho posible en cada momento en virtud del acuerdo alcanzado, dentro de una continua interacción de las fuerzas sociales. No habría ya principios ni éticos ni jurídicos; el modelo de las decisiones contingentes sería el único posible para ponerse de acuerdo sobre cualquier tema[1]. De ahí que la conciencia de la necesidad de un derecho común vaya unida a un cierto escepticismo en la posibilidad real de establecer un derecho que supere los intereses de las partes, públicos y privados.
Conviene advertir que estas observaciones no han de ser entendidas como una expresión de un pesimismo global sobre el tiempo que nos ha tocado vivir. El pluralismo ético y jurídico relativista podrá ser sostenido en el plano teórico, e influir considerablemente en la práctica. Con todo, sigue siendo una especie de cuerpo extraño, que las personas y las colectividades no pueden nunca digerir completamente, porque ello comportaría la total disolución tanto de la ética como del derecho. No obstante tantas heridas y contradicciones gravísimas, la ética y el derecho se mantienen en pie, puesto que muchos de sus presupuestos objetivos son aceptados al menos implícitamente y de hecho.
Aclarado ese punto, conviene de todos modos examinar los modelos de radical separación entre ética y derecho, porque sólo así estaremos en condiciones de superarlos. Pienso que considerar por un momento la evolución intelectual del más grande exponente clásico del positivismo jurídico del siglo XX, Hans Kelsen, puede ser instructivo a este propósito. Como es sabido, en los últimos años de su larga vida Kelsen trabajó en la elaboración de una teoría general de las normas, que comprendiera no sólo las jurídicas, sino también las morales. El concepto de norma –y por ende de moralidad y de juridicidad– del nonagenario Kelsen, se formula con la misma claridad de toda su producción, y si cabe con una simplicidad aun mayor. Para él sólo pueden tomarse en cuenta las normas positivas, morales o jurídicas, las cuales serían el producto de un acto humano de voluntad[2]. El voluntarismo en la concepción de las normas llega al extremo en el último Kelsen, quien niega la aplicación a las normas de los principios de la lógica tradicional, como el de no contradicción. El pluralismo alcanza así una cima insospechada: podrían darse dos normas contradictorias, igualmente válidas, dentro de un mismo sistema normativo. Tales normas son representadas más bien como fuerzas contrapuestas, que al chocar –Kelsen emplea el símil de una colisión ferroviaria– determinarían cuál será la norma que en los hechos triunfará. La coherencia kelseniana acaba en puro irracionalismo. No es de extrañarse que sólo quede transitable la vía de la voluntad, de los acuerdos. Esta posibilidad se presenta actualmente casi siempre con el atractivo humano de la paz social, pero sin que logre hacer olvidar que, si no se reconocen contenidos objetivos anteriores a la voluntad humana, el acuerdo puede esconder y pretender legitimar la dura realidad de la prepotencia del más fuerte.
La mentalidad relativista lógicamente concibe la moral cristiana como una más entre tantas propuestas o modelos histórico-culturales sobre el actuar humano. Por parte de los mismos cristianos existe también el peligro de vaciar de contenido la moral revelada, transformándola en llamados genéricos al amor y a la solidaridad, compatibles con cualquier opción en las cuestiones éticas concretas, dejadas en definitiva a la conciencia del individuo. Aquí influye también la separación entre fe y razón que, como ha puesto de relieve Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio, empobrece y debilita a ambas[3]. Al faltar el sentido humano de la verdad sobre el bien, en cuanto accesible a la razón, los aspectos morales de la fe cristiana corren el riesgo de no ser ya vistos como expresiones universales de una verdad revelada, que confirma y eleva la moralidad natural[4]. La moral cristiana se halla de este modo expuesta al equívoco de ser relativizada, considerándose incluso como fundamentalista la afirmación de cualquier absoluto moral, para terminar reduciéndose a puro sentimiento y experiencia subjetiva.
Es menester reaccionar críticamente ante las tendencias que buscan separar la ética y el derecho. Es cada vez más urgente que los valores morales sean operativos en el ámbito jurídico, sobre todo en campos tan ligados a la misma persona como la vida y la familia, el acceso al trabajo, la convivencia en un contexto de pluralismo social, etc. Al mismo tiempo, se debe tomar conciencia de la hondura y trascendencia cultural de los problemas. No se trata sólo de elegir los parámetros éticos que han de inspirar la normativa jurídica: también el pluralismo relativista aceptaría este planteamiento. Tampoco valdría la pena discutir sobre las relaciones entre ética y derecho, una vez que ambos fuesen concebidos de modo débil y contingente.
Lo que es fundamental aclarar, hoy como siempre, es el ser mismo de la ética y del derecho. La presunta independencia recíproca de ambos se funda en el modo de concebirlos. Efectivamente, vistos como normas basadas en la voluntad individual o colectiva, se llega forzosamente a una visión pluralista por principio, según la cual las conexiones entre los varios sistemas son, a su vez, únicamente fruto del mismo arbitrio. De acuerdo con este esquema, resulta imposible encontrar un verdadero punto de contacto, una conexión real entre ética y derecho, que trascienda el arbitrio humano.
La alternativa de fondo sobre el modo de concebir la ética y el derecho es común a ambos. El dilema de principio, cuya solución es conditio sine qua non para cualquier diálogo ulterior, se puede expresar mediante las categorías de extrínseco e intrínseco. En el modelo de separación radical entre ética y derecho, ambos son sistemas extrínsecos respecto al ser del hombre. Es más, el mismo ser humano es concebido como carente de cualquier normatividad intrínseca. Las opciones éticas o jurídicas producen así el efecto de convertir en ético o jurídico lo que de por sí jamás lo sería. Estas opciones se aplican como esquemas extrínsecos, no fundados y no fundables en la realidad del hombre. Naturalmente las opciones morales, así como las jurídicas en cuanto vitalmente incorporadas al sistema de valores de un individuo, pueden ser profundamente interiorizadas. Sin embargo, quedan privadas de toda posible justificación intrínseca en el ser de la persona y de sus relaciones sociales. De este modo se niega cualquier vínculo fuerte entre ética y derecho, ya que ambos se refieren a las voluntades subjetivas, y de ningún modo a una objetividad común.
El único modo de encontrar el nexo entre ética y derecho consiste en concebirlos como realidades intrínsecas al ser de la persona humana, dotada de una naturaleza entendida en sentido metafísico[5]. Este presupuesto de nuestro problema nos hace ver la amplitud y la profundidad de la cuestión cultural subyacente. Es ilusorio un planteamiento teórico y práctico de estos temas que pretenda prescindir de sus fundamentos antropológicos y, en último término, metafísicos. Sólo en la común fundamentación ontológica en el hombre, la ética y el derecho pueden reencontrar, dentro de la distinción entre ambos, su común unidad y armonía. También para este tema, como dice la Fides et ratio, «es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental»; y «La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica»[6].
En la segunda edición del libro que sintetiza su rico itinerario intelectual, El derecho en la existencia, Sergio Cotta ha introducido un capítulo muy significativo, que se titula Sentido común y teorías jurídicas actuales[7] Un pasaje de ese capítulo puede ayudarnos a profundizar en la armonía entre ética y derecho: «El sentido común percibe el fenómeno jurídico en términos de justicia, de la cual se hace una idea ciertamente genérica, pero espontánea y por eso arraigada. Si esta convicción se traduce en una fórmula filosófica, se puede decir que para el sentido común la justicia es la esencia del derecho. En cambio, para las concepciones actuales, derecho y justicia pertenecen a dos ámbitos diversos, netamente separados tanto empírica como epistemológicamente. El derecho se sitúa en el ámbito del ser constatable de hecho, la justicia en el del valor o del deber-ser: la justicia es el ideal al que debe (o debería) adecuarse el derecho empírico-fáctico. Por lo tanto, desde la perspectiva de su esencia el derecho no tiene que ver con la justicia, la cual sería una variable añadida de tipo axiológico, que determina el valor del derecho»[8]
Para comprender la armonía entre la ética y el derecho, pienso que el mejor punto de partida consiste en reproponer la concepción del sentido común que considera la justicia como esencia del derecho, o mejor dicho, de acuerdo con la concepción de Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y los juristas romanos, el derecho como lo justo, objeto de la justicia[9]. Estamos demasiado acostumbrados a identificar el derecho con un sistema normativo que a lo sumo debería estar al servicio de la justicia, pero solamente como instrumento técnico, en sí mismo completamente neutro. La perspectiva de la tradición clásica y cristiana de la reflexión sobre el derecho es del todo diversa. Se trata de tomar en serio que el derecho, precisamente en cuanto derecho, es justo; y que, por ende, el derecho injusto posee tan sólo la apariencia formal de la juridicidad. El derecho no es puro medio, sino que se sitúa en el ámbito sustancial de las relaciones de justicia, como una realidad intrínsecamente humana. De esta manera emerge el protagonismo de la persona en el mundo jurídico, puesto que la persona es titular de los derechos que le corresponden en virtud de su mismo ser y por el influjo de los factores históricos, y la persona es titular de los correlativos deberes jurídicos, sintetizados en la clásica definición de Ulpiano en el dar a cada uno su derecho, objeto de la virtud de la justicia[10].
La justicia así definida posee múltiples dimensiones, entre las que destacan la ética y la jurídica. Desde el punto de vista moral, la justicia como toda virtud se refiere al comportamiento de la persona en vistas de su bien último: el injusto se daña ante todo a sí mismo. La perspectiva jurídica, en cambio, considera la relación interpersonal objetiva, en cuanto se ha dado o respetado efectivamente el derecho ajeno, con todos los problemas que comporta la realización externa del orden de justicia en cada momento histórico. Esta diversidad de puntos de vista da lugar a complejos problemas en las relaciones mutuas entre ética y derecho. Baste recordar que el bien moral no puede limitarse a la virtud de la justicia conectada con el derecho, ya que su verdadero centro se encuentra en el amor a Dios y al prójimo. Por otra parte, los límites, las imperfecciones y hasta las injusticias que frecuentemente acompañan la realización externa e histórica de la justicia, impiden identificar un cierto ordenamiento positivo con un código de comportamiento ético. A tal extremo puede llegar esta separación que se haga necesario introducir por ley determinadas objeciones de conciencia que denotan la presencia de gravísimas injusticias socialmente reconocidas y tuteladas, como ocurre por ejemplo en el caso de las legislaciones que admiten el aborto.
Sin embargo, la justicia de dar a cada uno lo que es debido es sustancialmente la misma realidad en el ámbito de la ética y en el del derecho. La obligatoriedad de lo justo es siempre primariamente ética; de otro modo, no sería auténtica obligatoriedad. Todos los intentos de fundar un deber sobre bases empírico-fácticas, como si fuera un mero reflejo psicológico de la amenaza de las sanciones o como si se tratara de un simple concepto técnico-operativo en el funcionamiento del aparato jurídico de control social, se oponen frontalmente al sentido común. La separación entre derecho y justicia deja sin sentido al mismo derecho, que se transforma en arma para luchar en favor de cualquier interés. Por el contrario, la justicia es el único principio que realmente puede fundamentar y vivificar las normas jurídicas, los procesos, las sanciones y todas las demás manifestaciones de la juridicidad.
Por consiguiente, las causas jurídicas en favor de la vida, la familia, la honradez y todos los bienes humanos que son objeto de relaciones jurídicas, deben ser siempre enfocadas en la óptica de la relacionalidad según justicia. Esta relacionalidad es instancia inseparablemente ética y jurídica. Si la justicia es algo intrínseco al ser del derecho y a la deontología profesional del jurista, carece de sentido pensar que las cuestiones éticas de justicia (entendida como virtud cuyo objeto es el derecho) son problemas metajurídicos, ajenos a la vida del derecho que sería pura técnica. Una vez superada esta falsa dicotomía entre ética y derecho, subsiste naturalmente la gran cuestión de determinar lo justo, sobre todo en sus principio fundamentales. Los cristianos poseemos la luz de la fe, que comporta el bien del magisterio eclesial como aspecto de la plenitud de la fe; pero no por eso hemos de eximirnos del esfuerzo de la reflexión y del diálogo al nivel de la razón, sino que por el contrario debemos sentirnos movidos con fuerza renovada a explicar y fundamentar con la razón el patrimonio de moral natural del cristianismo. También en el ámbito de la ética y del derecho la fe conforta la razón, y se opone al peligro del fideísmo, que conduce a presentar las convicciones del cristiano en el campo de la actuación moral natural como si fueran patrimonio exclusivo de los creyentes en virtud de su fe.
Ante el relativismo que intenta asumir un valor casi dogmático, es preciso volver a situar el derecho en su unidad profunda con la ética, sin perjuicio de la diversidad de dimensiones. El enfoque de la justicia es la clave que asegura esa unidad. Hace falta saber trasmitir con fortaleza y perseverancia ese enfoque, que de suyo aúna a los hombres de buena voluntad en todas las causas humanas nobles. También en el ámbito técnico-jurídico es menester poner al servicio de la justicia todas las instituciones y mecanismos que ofrece cada sistema normativo, potenciando todas aquellas exigencias de justicia que son acogidas por la sociedad y por las personas. Para estos grandes objetivos sociales, resulta al mismo tiempo indispensable clarificar las cuestiones jurídicas de fondo, descubriendo la sustancia ética del derecho entendido como lo justo que ha de darse a cada persona humana, ante todo por su mismo ser persona.
[1] Por lo demás, incluso las decisiones contingentes pierden así su orientación a lo bueno y a lo justo: el resultado es un mero pragmatismo, que sólo se explica por los intereses subjetivos y por el poder que se impone.[2] Cfr. H. KELSEN, Allgemeine Theorie der Normen, Wien 1979, cap. I, n. 8. [3] 14-IX-1998, n. 73.[4] Sobre la moral, cfr. especialmente el n. 98 de la encíclica.[5] Sobre esta naturaleza, y en particular sobre el matrimonio como realidad natural, ha hablado Juan Pablo II en su largo discurso a la Rota del 1-II-2001. [6] N. 83.[7] Senso comune e teorie giuridiche odierne, en Il diritto nell’esistenza. Linee di ontofenomenologia giuridica, 2a. ed., Giuffrè, Milano 1991, pp. 21-38.[8] Pp. 21-22.[9] Desde ángulos diversos, en el s. XX han puesto de manifiesto la vigencia de esta concepción, entre otros, Michel Villey y Javier Hervada. Cfr. M. VILLEY, Compendio de filosofía del derecho, trad. cast., 2 vol. EUNSA, Pamplona 1979-1981; J. HERVADA, Introducción crítica al derecho natural, 6a. ed., EUNSA, Pamplona 1990.[10] «Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi»: Digesto, 1.1.1.

Sobre la vigencia del Derecho natural: IUSNATURALISMO, LIBERALISMO Y COMUNITARISMO

CARLOS I. MASSINI CORREAS

En HUMANITAS Nro.18

Una de las convicciones de mayor permanencia en la historia de la humanidad, ha sido la necesidad de que las leyes civiles, las normas jurídicas de la sociedad política, reforzaran, exigieran o impusieran, el cumplimiento de ciertas normas morales consideradas fundamentales para el bien vivir, y aun para la subsistencia misma de la comunidad política. En efecto, durante épocas las normas jurídicas de la sociedad política proscribieron o circunscribieron, al menos en sus manifestaciones públicas, conductas tales como la sodomía, el incesto, el bestialismo, los juegos de azar por dinero, el alcoholismo, la pornografía, y otras de un tenor similar([1]).
Además, este tipo de legislación no recibió, durante toda la historia de Occidente, ningún cuestionamiento serio de principios; sólo se ponían en tela de juicio algunos preceptos particulares o su aplicación concreta, pero nunca se descalificó de modo global ese tipo de legislación, considerándola en bloque como injustificada o despótica.Muy distinta es la situación en nuestros días, en los que la versión más contemporánea del liberalismo, representada por autores de enorme difusión, como John Rawls[2], Ronald Dworkin[3], David Richards[4], sostiene decididamente el carácter injustificado de toda esa legislación. Para estos autores liberales, normas morales pueden ser únicamente las que cada individuo crea o acepta para sí mismo, basado en sus personales opciones acerca de cómo ha de vivir y de cuáles son sus bienes propios. Más allá de las opciones del sujeto, no existen bienes morales ni modos de vida éticamente mejores que otros. Desde este supuesto, es evidente que cualquier pretensión de la autoridad política de imponer o prohibir, a través de su legislación, determinadas conductas en el ámbito de la moralidad, no puede consistir sino en la imposición de una particular opción moral, creada o aceptada por ciertos sujetos, a otro grupo de sujetos que no la comparten; esto significaría, en palabras de Dworkin, tratar el segundo grupo con “desigual consideración y respeto”[5], violando sus derechos morales e incurriendo en una coacción injustificada y opresora.Según estos autores, cuyo exponente paradigmático es John Rawls, sólo resultan justificadas aquellas normas jurídicas que prohiben conductas que causan daño a otros, o que al menos crean el marco normativo necesario para que cada sujeto autónomo realice en la mayor medida posible su “plan de vida”[6]. Ahora bien, estas pocas reglas de convivencia, que establecen el mínimo necesario de “lo justo” en la sociedad, tampoco pueden fundarse o justificarse sobre la base de algún bien humano, menos aún de un bien humano común, y deben ser el resultado de un cierto acuerdo entre los sujetos adherentes a la colectividad. Este acuerdo justificará las reglas generales de la convivencia y las políticas específicas del Estado, orientadas hacia objetivos meramente agregativos, que nunca deberá orientar la vida común hacia un modelo de perfección humana; esto significaría caer en el “perfeccionismo”[7], y privilegiar indebidamente un modelo humano particular -todos los modelos humanos son particulares en clave liberal- sobre otros tan valiosos como aquél y que merecen ser considerados en “igual consideración y respeto”. Finalmente, cabe consignar que, desde la perspectiva que reseñamos, cada individuo tiene un derecho moral a realizar autónomamente su propio “proyecto vital” y, en el caso de que ese derecho colisione con un objetivo general agregativo, el derecho individual ha de “triunfar”[8] necesariamente sobre el interés colectivo, ya que la única justificación de las políticas del Estado radica precisamente en la salvaguarda o promoción de los derechos individuales.Esta nueva y extremada versión de la ideología liberal, llamada comúnmente “liberalismo deontológico”, por la primacía que establece de los derechos y sus principios fundantes sobre los bienes u objetivos humanos, ha sido en los últimos años objeto de una severa crítica en su mismo lugar de origen: los Estados Unidos de Norteamérica. Allí ha surgido una corriente de pensamiento llamada comúnmente “comunitarismo”, que incluye a pensadores de diversos orígenes filosóficos: Alasdair Mac Intyre es aristotélico; Charles Taylor un hegeliano singular; Mary Ann Glendon sigue a Tocqueville; Robert Bellah, Robert Nisbet, Michael Sandel, Michael Walzer y varios otros se consideran pertenecientes a la tradición comunitario-republicana norteamericana[9]. Pero a pesar de sus diversas raíces filosóficas, todos estos autores centran su crítica al liberalismo en determinados puntos comunes; ante todo, afirman que el liberalismo deontológico maneja un concepto inadecuado de sujeto, al considerarlo aislado de sus condicionamientos sociales y culturales e independientes de sus bienes propios[10].Por otra parte -afirman los comunitaristas- los liberales traicionan su antiperfeccionismo, toda vez que sus políticas están suponiendo subrepticiamente una visión o modelo de hombre perfectamente delimitada: individualista, universalista, hedonista, subjetivista y economicista. Por lo tanto, el “Estado neutral” que los liberales defienden no es tal, ya que se inclina decididamente por la promoción de aquel modelo particular de hombre, tratando con “desigual consideración y respeto” a todos aquellos que no participan de él. Además, la negativa por parte del liberalismo de todo bien común participable, hace imposible la solución de la mayoría de los problemas políticos[11] y conduce necesariamente a la disgregación social. Y respecto al tema de las leyes que refuerzan las normas morales, los comunitaristas las defienden como absolutamente justificadas; estas leyes -afirman- toman su contenido de las diversas formas culturales de moralidad y deben ser defendidas frente a las pretensiones universalistas de la ideología liberal[12].El carácter central que este debate ha adquirido en el pensamiento contemporáneo, ampliándose desde los Estados Unidos hacia el resto del mundo, hace conveniente una indagación, aunque sea somera, de las enseñanzas de Tomás de Aquino de las “leyes morales”, dado que este pensador debe ser considerado como el principal representante de la tradición central de Occidente en materia etico-jurídica[13]. La exposición y clarificación de su pensamiento en esa materia, hará posible terciar en la controversia acerca de la exigibilidad jurídica de ciertas normas morales e intentar una solución equilibrada y realista del problema. Por supuesto que esta tarea de elucidación, cotejo y elaboración crítica supone la superación del perjuicio historicista según el cual cada pensador se halla completamente encerrado en los límites de su tiempo, y no puede proveer enseñanza alguna para quienes no hayan sido sus contemporáneos[14]. Por otra parte, toda una serie de autores actuales -John Finnis, Robert P. George, Germain Grisez- han intervenido en la polémica que nos ocupa tomando como punto de partida las ideas del Aquinate[15]; esto transforma en especialmente oportuno el estudio de su enseñanza y su aplicación al debate que aquí analizamos.Los textos tomistas y su interpretaciónTomás de Aquino ha dedicado varias cuestiones de la Summa Theologiae al estudio del tema de la exigibilidad jurídica de ciertos preceptos morales; de entre ellas, la que resulta central es aquélla en la que el Aquinate se pregunta “si es un efecto de la ley el hacer buenos a los hombres”. Allí sostiene que la ley positiva tiene como efecto inducir a los hombres a la virtud, ya que los somete al dictamen de la razón práctica del gobernante, y como la virtud es algo que tiende a hacer bueno al que la posee, es innegable que la ley tiene como uno de sus efectos propios el hacer buenos a aquellos a quienes se aplica[16]. “La ley -escribe el Aquinate- se da para dirigir los actos humanos, y en la medida en que los actos humanos conducen a la virtud, en esa medida la ley hace buenos a los hombres”[17]. Pero también aclara que, para producir plena y absolutamente ese efecto, la ley debe ser conforme a la recta razón, toda vez que “la ley tiránica, por lo mismo que no es conforme a la razón, no es ley propiamente sino más bien una perversión de la ley”[18]. De aquí se siguen dos principios generales en cuanto a las funciones de la ley, en especial de la ley jurídica: que ella se ha de ordenar al logro de la perfección moral de los hombres induciéndolos a la virtud, aun cuando esta inducción haya de ser por vía de la imposición coactiva de los actos propios de la virtud[19]; y que para que la ley pueda surtir ese efecto, es preciso que se trate de una norma justa, es decir, conforme a la razón práctica verdadera, adecuada al apetito rectificado hacia el bien común político.Ahora bien, y refiriéndonos ya más concretamente a nuestra cuestión, Tomás de Aquino precisa de qué modo la ley positiva, promulgada por la autoridad política, puede ordenar la conducta de los ciudadanos hacia la virtud y el consiguiente bien moral. “La ley humana -escribe a este respecto el Aquinate- se ordena a regir la comunidad de los hombres entre sí. Pero los hombres se relacionan unos con otros por los actos exteriores con que se comunican unos con otros, y esta comunicación pertenece a la razón de justicia, que es propiamente la directiva de la sociedad humana. Por esto -concluye Santo Tomás- la ley humana no impone preceptos sino actos de justicia; y si manda algún acto de las otras virtudes, es sólo considerándola bajo la razón de justicia, tal como lo evidencia el Filósofo en el libro V de la Ética”[20]. Y en otro lugar aclara aún más la cuestión, cuando dice que “la ley humana no prescribe lo concerniente a todos los actos de cada una de las virtudes, sino solamente aquellos que son referibles al bien común, sea inmediatamente (...), sea mediatamente...”[21].Pero más relevantes todavía son los textos de Tomás de Aquino referidos al caso inverso, es decir, a la cuestión de si la ley jurídica debe prohibir o no la totalidad de los vicios; aquí el Aquinate desarrolla su doctrina, ya expuesta en cuestiones anteriores, acerca de la necesidad de que los preceptos de la ley sean adecuados o proporcionados al carácter y condición de los hombres a los que ha de aplicarse. En el caso especial de la ley jurídica, afirma Tomás, ella “se impone a una multitud de hombres, una gran mayoría de los cuales es imperfecto en la virtud. Por ello, la ley humana no prohibe todos los vicios, de los cuales se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquéllos que la mayor parte de la multitud puede evitar y, sobre todo, los que van en perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría sostenerse”[22]. Y concluye afirmando que “la ley humana pretende inducir a los hombres a la virtud, no repentina, sino gradualmente. Por eso no impone desde un principio a la multitud de los imperfectos obligaciones propias de los ya perfectos”[23].Ahora bien, el Aquinate efectúa sobre este tema dos distinciones que merecen ser tenidas en cuenta para comprender la riqueza de su solución a la problemática que nos ocupa; la primera de ellas es la que se establece entre los efectos: 1) de la ley justa que induce a los hombres a la virtud pura y simple y 2) de la ley injusta que, no obstante ser una ley corrupta, puede mover a los hombres a la virtud en un cierto sentido, es decir, en relación a un régimen determinado de gobierno; “el efecto propio de la ley -sostiene Tomás de Aquino- es hacer buenos a aquellos a quienes se da: buenos absolutamente o buenos relativamente. Porque si la intención del legislador se dirige al verdadero bien (...), se seguirá que el efecto de la ley será hacer buenos absolutamente a los hombres. Pero si la intención del legislador se dirige hacia aquello que no es bueno absolutamente, sino útil y deleitable para él y repugnante a la justicia divina, entonces la ley no hace buenos absolutamente a los hombres, sino relativamente, es decir, buenos en orden a tal régimen”[24].La segunda de las distinciones es la que corresponde efectuar entre: la realización de los actos propios de la virtud por el mero temor al castigo y la realización de esos mismos actos con “voluntad propia”. “Por el hecho de acostumbrarse una persona a evitar el mal y obrar el bien por el temor al castigo, viene unas veces a realizar aquellos actos con deleite y con voluntad propia. De esta manera -concluye el Aquinate- la ley hace buenos a los hombres aun castigando”[25]. En rigor, la ley humana jurídica cumple su objetivo inmediato con el primer tipo de cumplimiento, aun cuando su fin mediato sea la perfección humana pura y simplemente tal, la que se alcanza sólo con el cumplimiento voluntario de los actos objeto de las virtudes[26].De todos estos pasajes citados, así como de varios otros concordantes con ellos, surge una solución sistemática a la cuestión de la exigibilidad jurídica de ciertas normas morales, solución que puede ser sintetizada en algunos puntos centrales; ellos son los siguientes:
la ley humana ha de establecerse para el bien de los hombres, concretamente para su bien común, bien que se adquiere, en su dimensión ética, a través de la práctica de las virtudes morales; esta es la razón por la cual corresponde que la ley jurídica promueva en los ciudadanos el cumplimiento de los actos propios de esas virtudes;
no obstante lo anterior, como la ley jurídica sólo se ordena al bien común político en materia de justicia, no corresponde que la ley ordene los actos que son objeto de todas las virtudes sino únicamente de la justicia, o aún de las otras virtudes pero sólo en cuanto ordenables o rectificables por la justicia;
conforme lo afirmado en el punto precedente, no es propio de la ley jurídica prohibir y castigar todos los vicios, sino sólo: los más graves; los que perjudican a los demás; aquellos sin cuya prohibición la sociedad humana no podría mantenerse; aquellos cuya prohibición no acarree males mayores; y todo ello ha de hacerse de modo gradual y progresivo, teniendo en cuenta el tenor moral de la sociedad a la que ha de aplicarse la ley;
de lo anterior se sigue que deben quedar excluidas de la regulación de la ley civil las siguientes conductas: las que son impuestas o prohibidas por una ley tiránica, que no contiene preceptos verdaderos y sí normas erróneas de moral[27]; los actos meramente internos, que no pueden ser ordenados por la justicia al bien común político; los vicios menores o sin importancia social;
la ley humana tiene, en lo que respecta a la exigibilidad jurídica de ciertos actos morales, un carácter eminentemente supletorio o subsidiario([28]); no se trata de que por la coacción puedan promoverse directamente actos de valor moral, sino sólo de evitar la propagación de los vicios más graves a través del mal ejemplo o de prevenir la formación de vicios fuertes y seductores, evitando así la reiteración de los actos viciosos, aún cuando sea por mero temor al castigo; en rigor, a quienes corresponde principalmente la promoción directa de la virtud es a los grupos sociales infrapolíticos, en especial a la familia y a las Iglesias; y
finalmente, es necesario destacar que, en esta sistemática, es legítimo que las leyes civiles prohiban los actos de ciertos vicios que no causan daño directo a otros, siempre que se reúnan las restantes condiciones enumeradas en el punto “c)”, en especial que se trate de vicios graves y que sus actos trasciendan la mera interioridad del sujeto.
El iusnaturalismo tomista frente al liberalismo y al comunitarismoExpuesta en sus rasgos generales la doctrina del Aquinate, corresponde efectuar ahora un cotejo somero con las ideas difundidas en nuestros días por el liberalismo y el comunitarismo sobre el espinoso tema de las “leyes morales”. Si comenzamos nuestro cotejo con las ideas liberales, lo primero que es necesario destacar es que la solución tomista es mucho más rica y matizada, ya que toma en consideración no sólo el bien del individuo considerado abstractamente y en cuanto opuesto al interés social, sino que, partiendo de la necesaria ordenación de la ley al bien común, pone en evidencia que ese bien se resuelve en bienes concretos y personales de los miembros de la sociedad; por eso la ley jurídica, ordenándose al bien común, tiene como efecto la virtud, es decir el bien perfecto, de quienes participan de ese bien común en cuanto miembros de la comunidad. La autoridad política no es por lo tanto, en Tomás de Aquino, un agente neutral respecto a la perfección de sus ciudadanos, ni tiene tampoco un objetivo distinto de esa perfección, sino que, por el contrario, esa misma perfección es su fin propio y lo que justifica su existencia y actividad.Por otra parte, la doctrina de Tomás de Aquino no sólo supera la oposición individuo-sociedad propia del pensamiento liberal, sino que da muestras de un enorme realismo al tratar el tema de la imposición jurídica de la moral. En efecto, aún reconociendo la necesidad de que las leyes de la comunidad política prohiban ciertos vicios especialmente graves, el Aquinate defiende que esa prohibición ha de hacerse teniendo en cuenta el tenor moral de la sociedad a la que ha de aplicarse y la posibilidad de que esa aplicación produzca males mayores que aquellos que se pretende remediar, lo que ha de ser apreciado prudencialmente en cada caso concreto. Además, este mismo realismo le hace comprender la imposibilidad de prohibir jurídicamente los actos viciosos que de ningún modo trascienden al exterior del sujeto, pero sin aceptar por ello el harm principle de Mill[29], según el cual sólo pueden prohibirse aquellos actos que causan directamente un daño a otro.También es posible, a partir de las enseñanzas del Aquinate, rebasar las aporías del subjetivismo liberal, que termina privando de justificación racional toda la actividad de la autoridad política, no sólo la que tiene que ver con el refuerzo de la moralidad social. Efectivamente, si todo bien es meramente subjetivo, queda claro que la acción del gobierno quedará sin sentido final, ya que aún la misma garantía de los bienes privados y la persecución de los crímenes resultan ser bienes comunes a todos los ciudadanos; si todo bien fuera meramente privado, ni siquiera estas actividades, reservadas al gobierno aún por los más consecuentes liberales, resultarían justificadas racionalmente; con mayor razón aún, actividades como la educación, la promoción de las ciencias y de las artes y la protección de la salubridad pública quedarán fuera del ámbito de actividad de la autoridad política. El objetivismo de Tomás de Aquino, centrado en la idea del bien común político, no sólo justifica la actividad del gobierno ordenada, entre otras cosas, al resguardo de la “ecología moral”[30] de la sociedad, sino que precisa también sus límites, que aparecen dados casualmente por la búsqueda del bien de los ciudadanos, de la perfección proporcionada a su propia naturaleza racional.Pero además, la doctrina tomista también supera en este punto a las propuestas comunitaristas de defensa a ultranza de la moralidad de cada sociedad particularizada, cualquiera sea su contenido normativo. En efecto, uno de los caracteres de la postura comunitarista es su decidido antiuniversalismo, que los lleva a negar la existencia de un derecho natural y de los consiguientes derechos naturales; esto se pone de manifiesto especialmente en los escritos de Mac Intyre, quien escribe que “por derechos no me refiero a los derechos conferidos por la ley positiva o la costumbre a determinadas clases de personas; quiero decir aquellos derechos que se dicen pertenecientes al ser humano en cuanto tal (...); la verdad es aquí sencilla -concluye- no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en brujas y unicornios”[31]. También Robert Nisbet es terminante en este sentido: “...no existen derechos de los hombres -afirma- que no procedan de la sociedad en la que los seres humanos viven”[32]: Y Lord Devlin sostiene expresamente que las normas de la moralidad propia de un pueblo deben ser defendidas a ultranza, cualquiera sea su contenido, aún cuando ellas establezcan v.gr. la poligamia[33].Desde la perspectiva tomista, por el contrario, las normas de la moralidad común que merecen ser defendidas son sólo aquellas que resultan ser conformes con la recta razón y, como consecuencia, con la ley natural[34]. Para Tomás de Aquino, en efecto, la defensa de v.gr la poligamia o el racismo, no puede alcanzar justificación racional, ya que se trata de conductas éticamente erróneas, contrarias a la verdad práctico-moral contenida en la ley natural, que abarca con sus prescripciones a todos los hombres de modo universal[35]. El cognitivismo ético del Aquinate, se opone aquí claramente al relativismo cultural y al no cognitivismo ético de una buena parte de los comunitaristas anglosajones.Conclusión: el derecho y las normas moralesAl momento de extraer una conclusión sintética de los desarrollos realizados, es necesario recalcar que las aporías y dificultades, muchas de ellas insolubles, que se presentan al pensamiento liberal en el tema de la exigibilidad jurídica de las normas morales, tienen su raíz principal en su concepción de la autonomía humana, pensada como absoluta y sin límites intrínsecos o de principios[36]. Una autonomía así concebida conduce necesariamente a la noción subjetivista del bien, al postulado de la autonormación humana y al “triunfo” de las exigencias individuales sobre los bienes comunes. Y como consecuencia, conduce también a la pérdida de justificación de la exigibilidad jurídica de aquellas normas morales cuyos actos resulten ordenables al bien común político y de su propósito de salvaguardar el ambiente moral en el que los sujetos han de tomar sus decisiones éticas.Por el contrario, la concepción tomista del derecho y la política basada, por una parte, en el carácter participado de su autonomía, que circunscribe la libertad humana en los límites de una esencia, y por otra, en el reconocimiento del bien humano como un bien común, no meramente agregativo, justifica razonablemente la imposición al sujeto, aún jurídicamente, de normas morales que no son fruto de su autoría, sino que se siguen de una consideración racional y objetiva de la realidad humana. Esta afirmación del iusnaturalismo tomista cobra una especial relevancia en las sociedades pluralistas contemporáneas, ya que en ellas se ha tornado especialmente importante el descubrimiento y resguardo de una moralidad común a todos los sectores sociales y grupos culturales, que haga posible su convivencia en una colectividad armónica presidida por la justicia. Y esta moralidad común no puede basarse en el mero acuerdo, como lo proponen los liberales, ni en la pura tradición particularizada, como lo definen los comunitaristas. Es necesaria una develación y afirmación del modo de ser propio del hombre[37], dicho brevemente: de su naturaleza, para que la sociedad redescubra sobre sus bases su necesario ethos común y se haga posible, de ese modo, una coexistencia ordenada a promover la perfección propiamente humana.
[1] El mismo Kant, tan reacio a referirse a los contenidos de las normas morales y jurídicas, considera a la sodomía y al bestialismo como “delitos contra la naturaleza” (unnatürlich), que deben ser castigados con la exclusión del culpable de la sociedad; Kant, L., Die Metaphisyc der Sitten, Rechtslehre,, Anhang, 6 (Sttutgart, Philipp Reclam, 1990, p. 231).[2] Vide, Rawls, J., A Theory of Justice, Cambridge-Mass.,m Harvard U.P., 1971 y Political Liberalismk, New York, Columbia U.P., 1993.[3] Vide, sobre todo, Dworkin, R., A Matter of Principle, Cambridge-Mass, Harverd U.P., 1985, así como “Rights as Trumps”, en AA.VV., Theories of Rights, comp. J. Waldorn, Oxford U.P., 1984 y el reciente Life's Dominion. An Argument about Abortion and Euthanasia, London, Harper-Collins, 1993.[4] Vide. Richards, D., Sex, Drugs, Death, and tke Law, Totowa-N.J., Rowman & Littlefield, 1982.[5] Dworkin, R., Taking Rights Seriously, Cambridge-Mass, Harvard U.P., 1977, pp. 198 y passim. [6] Vide, Rawls, J., A Theory of Justice, cit. Pp. 127 y passim. [7] Sobre la noción liberal de perfeccionismo y su crítica, vide., Hurka, TH., Perfectionism, New York, Oxford U.P., 1993.[8] Vide, Dworkin, R., Rights as Trumps, cit., pp. 158 ss. [9] Sobre el movimiento comunitarista, vide, el meritísimo libro de Concepción Naval, Educar ciudadanos, La polémica liberal-comunitarista en educación, Pamplona, EUNSA, 1995, pp. 59 ss.; sobre Mac Intyre en especial, vide. Matteini M., MacIntyre e la rifondazione del'etica, Roma, Cittá Nuova ed., 1995.[10] Vide, Sandel, M., Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge, Cambridge U.P., 1982.[11] Vide, Bellah, R., et ALH, The Good Society, New York, Vintage Books, 1992, pp. 124 ss. Para una crítica aguda y rigurosa del lenguaje individualista de los derechos, vide. Glendon, M.A., Rights Talk. The Impoverishement of Political Discourse, New York, The Free Press, 1991.[12] Un precursor de los comunitaristas en este punto ha sido, indudablemente, Lord P. Devlin, quien mantuvo una agria polémica con Herbert Hart sobre el tema de la exigibilidad jurídica de ciertas normas morales; vide. Hart, H.L.A., Law, Libertad and Morality, Oxford, Oxford U.P., 1991. Un buen análisis de este debate se encuentra en el libro de Simon Lee, Law and Morals, Oxford, Oxford U.P., 1992.[13] Esta es la opinión de Robert P: George en Making Men Moral. Civil Liberties and Public Morality, Oxford, Claendon Press, 1995, pp. 28 ss.[14] Sobre el historicismo en materia ético-política, vide. Theron, S., The Recovery of Purpose. Western Ethical Crisis: Diagnosis and Proposed Remedies, Frankfurt am Main, Peter Lang Verlag, 1993, pp.131 ss., así como Elders, L., Les theóries de l?historicité de la pensée et S. Thomas D'Aquin, en AA.VV., San Tommaso D'Aquino Doctor Humanitatis, Cittá del Vaticano, Librería Editrice Vaticana, 1991, pp. 237-248.[15] Acerca de estos pensadores, vide, Gajil R., Practical Reason in the Foundation of Natural Law according to Grisez, Finnis, and Boyle, Romae, Athenaeum Romanum Sanctae Crucis, 1994.[16] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 92, a. I: vide, Tomás de Aquino, In Ethicorum, II,I, Nº 157, sobre la posición de Aristóteles en este punto, vide. Vergnieres, S., Ethique et politique chez Aristote, París, P.U.F., 1995, pp. 183 ss.[17] Tomás de Aquino, ST, I-II, q. 92, a.1., ad. I.[18] ST, I-II.q.a.1., ad.2[19] ST, I-II, q.92, a.2., ad.4[20] ST, I-II, q.100, a.2[21] ST, I-II, q.96, a.3[22] ST, I-II, q. 96, a.2[23] ST, I-II, q.96, a.2, ad.2[24] Vide. McInerny, R., The Basis and Purpose of Positive Law, en AA.VV., Lex et Libertas. Freedom and Law According to St. Thomas Aquinas, ed. L. Elders y K. Hedwig. Cittá del Vaticano, Librería Editrice Vaticana, 1987, pp. 137-146.[25] ST, I/II, q. 92, a.2, ad.4[26] Cfr. Abbá, G., Lex et virtus. Studi sull'evoluzione della dottrina morale di san Tommaso D'Aquino, Roma, LAS, 1983, pp. 240 ss.[27] Acerca de la verdad o falsedad de las normas morales y, en general, del cognitivismo ético, vide. Kalinowski G., La justificatiom de la morale naturelle, en AA.VV., La morale. Sagesse et salut, comp. J. Ladrière, París, Fayard, 1981, pp. 209-220.[28] Conf. Lafont G., Estructuras y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, trad. N. López Martínez. Madrid, Rialp, 1964, p.253.[29] Sobre el principio de J.S. Mill, vide. George, R.P., Making Men Moral, cit., pp. y passim.[30] Vide. George, R.P., o.c., p. I y passim. [31] Mac Intyre, A., Tras la virtud, trad. A. Valcárcel, Barcelona, Crítica, 1987, p.95.[32] Nisbet, R.A., The Quest for Community, New York, Oxford U.P., 1981, p. 256.[33] Vide. Devlin, P., The Enforcement of Morals, London, Oxford U.P., 1965, pp. 102-123.[34] Vide. Supra, nota 25.[35] Vide. Sobre el “universalismo” de la ley natural en Tomás de Aquino, May, W., La ley natural y la modalidad objetiva: perspectiva tomista, en AA.VV., Principios de la vida moral, ed. William E. May, trad. A. Sarmiento. Barcelona, EUNSA, 1990, pp. 119 ss., Vide. También, el notable trabajo de Joseph Boyle, Natural Law and the Ethics of Traditions, en AA.VV., Natural Law Theory. Contemporary Essays, ed. R.P. George, Oxford, Clarendon Press, 1994, pp. 3-30, en el que se pone en evidencia claramente la necesidad de un cierto universalismo de los principios jurídicos para que pueda hablarse de “derecho natural”.[36] Sobre la noción de “autonomía”, vide. Millán Puelles, A., El valor de la libertad, Madrid, Rialp, 1995.[37] Cfr. Millán Puelles, A., La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista, Madrid, Rialp, 1994.