Lecturas, comentarios y análisis sobre el Derecho en el siglo XXI


Bitácora dedicada al mundo del Derecho entendido como sistema de normas, principios y valores, así como las relaciones entre ellos, tendentes a la consecución de la Justicia
Un lugar para reproducir extractos, resúmenes, comentarios y análisis jurídicos que las lecturas de todos nos sugieran.

viernes, 2 de febrero de 2007

El pensamiento de Dworkin: Casos difíciles y Derecho como integración.

(Estudio sobre la teoría jurídico filosófica de Ronald Dworkin).
por Antonio José Muñoz González
Introducción
Ronald Myles Dworkin nacido en Worcester, Massachusetts (EEUU) en 1931, es un filósofo del derecho estadounidense, y uno de los mayores pensadores contemporáneos en el ámbito de la filosofía jurídica y política.
A finales de los años sesenta, Ronald Dworkin, sucedió a Hart en la Universidad de Oxford, y actualmente es catedrático en la Universidad de New York, donde es considerado uno de los principales representantes de la filosofía jurídica anglosajona. Criticó la posición de su antecesor en la cátedra, el modelo del positivismo jurídico del siglo XX de Hart.
La base de la crítica es la afirmación de que el criterio de la regla de reconocimiento deja por fuera de la interpretación jurídica los principios y los valores, los cuales son elementos importantes del derecho. Esto significa que los casos difíciles no serán resueltos de manera consistente empleando el esquema de reconocimiento de Hart.

En sus últimas obras Dworkin contempla la interpretación del derecho exclusivamente desde la perspectiva del caso concreto. Se centra en plantear qué tipo de cuestiones tienen que afrontar los jueces como aplicadores del derecho. Dichos elementos son: las pruebas, la filosofía del derecho, la moral, el hecho de si las normas están bien diseñadas o no y cual es el derecho que debe aplicarse en cada caso.
Este tercer tipo es el que interesa en particular a Dworkin pues es el aspecto que asume la perspectiva judicial de la interpretación, la de los jueces. Se interesa de manera central en cómo se puede justificar adecuadamente cada decisión judicial ante la doctrina y no ante otros auditorios.
Las proposiciones, en el lenguaje de Dworkin, del derecho se basan en determinados fundamentos, los cuales dan lugar a desacuerdos teóricos.
Para dar cuenta de estos desacuerdos hay dos teorías, la concepción semántica y la interpretativa. Dworkin expresa que si se trata de indagar por qué los juristas están en desacuerdo, con respecto a un caso, se puede dar cuenta de ese fenómeno no desde una perspectiva semántica sino desde una interpretativa.
Como decíamos, Dworkin ha criticado de forma abierta las escuelas positivistas y utilitaristas, aunque "no sólo rechaza el positivismo, sino cualquier corriente teórica que cuestione la posibilidad de alcanzar una solución correcta para cada caso". De esta manera, construye una teoría general del derecho que no excluye ni el razonamiento moral ni el razonamiento filosófico, no separando la ciencia descriptiva del derecho de la política jurídica, obteniendo como resultado una teoría basada en derechos individuales, de forma que, sin derechos individuales, no existe derecho. Sus tesis han tenido más detractores que seguidores, aunque son un punto de partida válido para una interesante crítica del positivismo jurídico y de la filosofía utilitarista.
Este trabajo se va a centrar en estudiar dos de los aspectos más relevantes de Dworkin y aquellos por los que, al mismo tiempo, más ha sido aplaudido y criticado: el juez Hércules y la novela en serie, que yo llamaré "las parábolas de Dworkin", relacionado con las soluciones a los casos difíciles, y en la forma en que se ha de llegar a las soluciones. Analizaremos como entiende Dworkin han de tomarse las decisiones por parte de los jueces en los casos difíciles. También nos detendremos en el análisis de la teoría de este autor que defiende la existencia de una única solución posible para cada caso jurídico, y en la base de su teoría, la concepción del derecho como integridad.
El concepto de Dworkin sobre interpretación
El concepto de interpretación jurídica de Federico Puig Peña se basa en concebirla como "la actividad intelectual encaminada a desentrañar el alcance de una norma jurídica", el de Castán entiende que "la interpretación de las normas es la indagación del verdadero sentido y por ende del contenido y alcance de las normas jurídicas", y el de Lacruz supone que "interpretar una ley consiste en explicar su sentido frente a un caso concreto; declarar cual es, puesta en contacto con la realidad el resultado práctico del mensaje que contiene",
Para Dworkin, se interpreta en el campo científico y en una conversación. El autor anglosajón emplea la categoría de interpretación reconstructiva. En el arte y en las prácticas sociales se lleva cabo una interpretación constructiva. Esta categoría supone mucho más que indagar acerca de la intención del autor, de los propósitos empíricos de la obra de arte. El buen intérprete es el que muestra desde la mejor perspectiva la artisticidad de la obra. En cuanto al modelo general de interpretación Dworkin aboga por un modelo de tipo constructivo. Esto implica el esfuerzo que debe hacer el intérprete para mostrar de la mejor manera posible el caso en cuestión. Esta idea se asemeja a la de la hermenéutica en el sentido que el sujeto posee con anterioridad su punto de vista interno, simpatético, una persepctiva particular desde la cual aborda la tarea de la interpretación. El derecho es escrito en cadena, es una obra colectiva. El margen de maniobra para interpretación es amplia, pero al desarrollar el derecho se debe procurar mantener cierta coherencia con lo existente en la ley y con el futuro de la misma, en el sentido de representar de manera correcta los valores que persigue una legislación para una sociedad justa. En las prácticas sociales se asume una actitud interpretativa que reconoce las normas y su vigencia y que les atribuye un sentido, un valor. En la evolución de las normas debe observarse de qué manera se mantiene el sentido de la ley. La interpretación en las prácticas sociales se caracteriza también en tres etapas: a) Preinterpretativa, instancia en la se examinan los materiales. Es una fase descriptiva pero que implica algo de interpretación. Ocurre un evento similar al de la preconcepción, del preconocimiento, dentro de la concepción hermenéutica. Aquí se trata de identificar los materiales jurídicos. La teoría de Hart, por ejemplo, se centra en este aspecto. b) La etapa interpretativa. El interprete debe poseer una teoría, que le garantice la mejor manera de abordar el material jurídico. Lo fundamental aquí es la noción de coherencia e integridad. c) La Postinterpretativa o reformadora consiste en que una vez identificado el valor, mostrar su objeto, de la mejor manera posible. Esto en los casos difíciles implica la modificación de la práctica.
Los casos difíciles
Dworkin entiende que estamos ante un caso difícil "cuando un determinado litigio no se puede subsumir claramente en una norma jurídica, establecida previamente por alguna institución; el juez -de acuerdo con esta teoría- tiene discreción para decidir el caso en uno u otro sentido." De esta manera, cuando ninguna norma previa resuelva un caso, Dworkin entiende que es muy posible que, a pesar de ello, una de las partes tenga derecho a ganarlo, y que, independientemente de la existencia de la laguna legislativa, será el juez quien deba descubrir que derechos tiene las partes en ese momento, sin necesidad de inventar retroactivamente derechos nuevos. Ante esta tesitura, Dworkin pone de manifiesto que con frecuencia jueces, abogados, y juristas en general estarán en desacuerdo sobre los derechos de las partes en los casos difíciles, y que su razonamiento será un razonamiento sobre derechos políticos y no jurídicos: "Lo único que quiero es sugerir como se puede defender la afirmación general de que los cálculos que hacen los jueces, referentes a las intenciones de la ley, son cálculos sobre derechos políticos"
Mediante los casos difíciles, Dworkin pone el dedo en la llaga de la falta de certeza del derecho en determinadas circunstancias y, desde esta posición deshace el modelo de función judicial positivista y el mito de la certeza, poniendo de manifiesto que la existencia de sentencias diferentes sobre casos difíciles iguales se debe bien a la existencia de normas contradictorias, bien a la inexistencia de norma aplicable. Para dar una solución Dworkin relaciona los casos difíciles con los derechos, y plantea así una cuestión de teoría política, más que de teoría jurídica, y que por tanto, demandarán una solución acorde con la doctrina de la responsabilidad política, es decir, "no se pueden tomar otras decisiones políticas que las que puedan justificarse dentro del marco de una teoría política general que justifique también las decisiones relacionadas con el caso sobre el que se discute o ha de resolverse"
La posición de Dworkin en relación a los casos difíciles no es sino una aplicación tópica de su crítica del positivismo jurídico que ya conocemos; una denuncia sobre que el positivismo jurídico no es sino una aplicación mecánica del derecho que no sirve en situaciones en las que el sistema no tiene prevista una solución y en los casos en que la aplicación de acuerdo con el sistema establecido, exista o no norma predeterminada, sea flagrantemente injusta. Esto supone que la certeza de las tesis positivistas es insuficiente, ya que el hecho de que exista un margen de discrecionalidad en la aplicación del derecho impide alcanzar el ideal de una única solución correcta para cada caso. La solución que plantea Dworkin pasaría por construir un modelo de razonamiento adecuado que permita establecer cual es la solución correcta para cada caso, a través de la teoría de los derechos, que antes esbozábamos. Esto supone el rechazo a la existencia de un margen de discrecionalidad en la interpretación jurídica, lo que Hart denominada la textura abierta del derecho. Dworkin defiende que el juez no solo esta posibilitado, sino que además esta obligado a descubrir los derechos de la partes en litigio con absoluta precisión y certeza, ya que estos derechos existirían con antelación y plena autonomía respecto al procedimiento que se sigue para su descubrimiento. Con este planteamiento, critica el argumento de Hart de que los casos difíciles sólo se deben a la textura abierta de las reglas jurídicas, poniendo de manifiesto que "es frecuente que los jueces estén en desacuerdo no simplemente respecto de la forma en que se ha de interpretar una norma o un principio, sino incluso sobre si la norma o principio que cita un juez ha de ser siquiera reconocido como tal" . Para Dworkin, la solución del caso difícil pasa por un proceso de razonamiento en el que se "debe organizar una teoría de la constitución, configurada como un conjunto complejo de principios y directrices políticas que justifique ese esquema de gobierno, lo mismo que el árbitro de ajedrez se ve llevado a elaborar una teoría del carácter de su juego. Debe enriquecer esa teoría refiriéndose alternativamente a la filosofía política y a los detalles institucionales. Debe generar teorías posibles que justifiquen los diferentes aspectos del esquema y poner a prueba las teorías en función de la institución global". Luego, como se puede deducir, el modelo de decisión jurídica de Dworkin, es bastante complejo. Coloca junto a las normas jurídicas propiamente dichas, unas pautas o índices intelectuales de la decisión jurídica que harán posible dar una única solución correcta a cada caso. Pero esta decisión jurídica correcta no ha de ser una mera probabilidad sino que "el órgano judicial esta obligado a actuar conforme a esas pautas o índices precitados, cuya ponderación razonable ofrecerá además una única solución correcta". Esto supone entender que en determinadas circunstancias, ante los casos que venimos denominando como difíciles, la decisión jurídica además ha de tener en cuenta una visión particular de moralidad política, lo que hace que no se puedan separar estos dos aspectos -moral política y derecho- a la hora de tomar una decisión.
Cierto es, como señala el profesor Calvo que "lo mas acertado de la crítica de Dworkin es denunciar un modelo de aplicación del derecho artificialmente simplificado, un modelo que no se corresponde con la complejidad de las tareas que llevan a cabo los operadores jurídicos que realizan esa función". El problema es que resulta cuanto menos inquietante el hacer depender en última instancia la solución a los casos difíciles de cierto tipo de fuentes ajenas, estrictamente hablando, al derecho. Es lo que ocurre cuando Dworkin habla de que "la Constitución norteamericana consiste en la mejor interpretación disponible del texto y la práctica constitucionales (sic) norteamericanas en su totalidad, y su juicio acerca de cual interpretación es la mejor es sensible a la gran complejidad de virtudes políticas correspondientes a la misma cuestión"
Pero estos planteamientos de Dworkin, si bien no exentos de razón en lo que respecta a la solución de los casos difíciles, colocan al jurista educado en el método jurídico tradicional en una posición en la que ve tambalearse sus más íntimas convicciones jurídicas. No cabe entender que criterios de moral política sean a su vez criterios de interpretación jurídica al mismo nivel que los tradicionales sin que se vean afectados principios garantistas básicos, que -por cierto- exigieron en su momento el tributo de la sangre de muchos revolucionarios. Además, como sostiene con acierto el profesor Calvo "la persistencia de Dworkin en interpretar que los fundamentos de moralidad política de la decisión son derecho puede ser ideológicamente más peligrosa que la tesis positivista sobre la separación entre derecho y moral y, en consecuencia, la consideración de los criterios morales, políticos económicos, etc., que suplen la falta de criterios jurídicos cuando existe un margen de discrecionalidad como no derecho. En un mundo plagado de fundamentalismos e intolerancia la subordinación del derecho a la moral, aunque sea una moral liberal o se produzca en el marco de una democracia, puede resultar una apuesta peligrosa". Personalmente añadiría, como ya he dado a entender antes, que resulta más sorprendente aún que esta subordinación a la moral política provenga de un autor norteamericano, al que entiendo perfectamente capaz de captar las peligrosas sutilezas con las que la moral política norteamericana nos ha sorprendido y nos sorprende aún hoy a los no norteamericanos.
De esta manera, podemos deducir y no sólo en el caso de Dworkin, que la asunción de una determinada concepción sobre la relación entre la autoridad y el derecho, produce distintas teorías sobre su identificación; ejemplo de ello podrían ser la tesis de la "incorporación" de Hart y la de la "coherencia" del propio Dworkin.
Las parábolas de Dworkin
Para explicar sus tesis, Dworkin se ha hecho famoso por intentar hacerlas entender mediante recursos pedagógicos. Cabe destacar especialmente dos, el de la novela en cadena, que analizaremos ahora, y sobre todo el juez Hércules, que ha hecho correr ríos de tinta, y que abordaremos en el siguiente punto. Este tipo de paralelismos con la actividad del intérprete no es desconocido para nosotros, y ya ha sido usado en otras ocasiones, como recientemente hemos podido comprobar en relación a la tarea del historiador, y del detective.
A) La novela en cadena
La novela en cadena sirve a Dworkin para hacernos en tender la complejidad con la que el intérprete se encuentra a la hora de aplicar una norma jurídica de la que no es autor, máxime cuando se plantean problemas y dudas, lo que ocurre en los casos difíciles. Según el autor anglosajón, la novela en cadena se trata de un proyecto en el que "un grupo de novelistas escribe una novela en serie; cada novelista de la cadena interpreta los capítulos que ha recibido para poder escribir uno nuevo, que luego agrega a lo que recibe el siguiente novelista y así sucesivamente. Cada uno tiene la tarea de escribir su capítulo para construir la novela de la mejor manera posible" . Para Dworkin, esta tarea resulta compleja cuando se intenta hacer bien, cuando lo que se pretende es escribir la mejor novela posible, y aquí es donde encuentra el paralelismo con la decisión jurídica de un caso difícil. En su afán didáctico, Dworkin nos plantea la tarea de completar, sin conocer el final, por supuesto, el famoso relato de la tradición anglosajona Un Cuento de Navidad . El reto, tal y como lo expone Dworkin, resulta sin duda complejo, ya que en función de cómo interpretemos el texto que nos han presentado, el final de la novela puede variar radicalmente. Dworkin somete el proyecto novelístico a dos condicionantes: por una parte, hay que atenerse a la dimensión de la concordancia o mantener la fidelidad al texto del proyecto que se nos ha entregado, así como a su finalidad última, y por otra, hay que respetar la dimensión interpretativa que nos será útil cuando ninguna de las interpretaciones posibles se acomode al texto recibido y a la finalidad del mismo.
Este planteamiento lo traspone Dworkin al caso difícil que tiene que resolver el juez. Ante esta compleja tarea se pregunta: El juicio acerca de la mejor manera de interpretar y continuar el texto entregado ¿es libre o forzado? ¿puede ayudarse de las suposiciones propias y actitudes acerca de cómo deberían de ser las cosas? ¿o debe ignorarlas por sentirse esclavizado por un texto que no puede alterar? Para Dworkin, ambas posibilidades se conjugan y se limitan a un tiempo. Por una parte, el intérprete sentirá la libertad creativa de la propia tarea de interpretar, pero por otra, sentirá aprensión ante la posibilidad de apartarse del texto recibido.
La conclusión a la que llega el autor anglosajón es que estamos ante varias decisiones difíciles que pueden llevar a resultados diversos, como aquellos a los que llegaría un novelista en cadena tras interpretar el texto recibido de una manera o de otra. Pero sobre lo que no cabe duda es que, si a estas soluciones diferentes se ha llegado mediante soluciones técnico-jurídicas o literarias correctas, el desacuerdo entre los diferentes resultados no va a ser el método empleado, que habrá sido impecablemente seguido y aplicado al caso por cada uno de los intérpretes, sino que la discrepancia se va a encontrar en el significado y alcance que para cada uno de los intérpretes ha tenido el texto original
B) El juez Hércules
Dworkin es el padre de uno de los jueces más criticados de la filosofía del derecho. Este juez, al que el autor anglosajón bautiza con el nombre de Hércules, se nos presenta como "un juez imaginario de un poder intelectual y una paciencia sobrehumanos, que acepta el derecho como integridad." Dworkin enfrenta a Hércules a una serie de casos difíciles reales extraídos de la jurisprudencia norteamericana, desde una responsabilidad por daños en un accidente de automóvil, pasando por históricos casos con componentes de racismo, discriminación, objeción de conciencia, desobediencia civil y aborto. Hércules tiene un papel protagonista tanto en Los derechos en serio, como en El imperio de la ley, dedicando en esta última obra un apartado específico a contestar a las numerosas críticas que este superjuez provocó. Lo de contestar a directamente a las críticas es algo que Dworkin se toma especialmente en serio, ya que dedica en Los derechos en serio nada menos que ochenta y cuatro páginas a contestar a diez críticos a la anterior edición de su obra.
Pero volviendo al juez Hércules, Dworkin nos explica su método de trabajo. Sigue el método de la novela en cadena concienciándose de que sus decisiones no son sino un eslabón en una larga cadena previa que ha de interpretar y luego continuar según su buen entender y siempre de acuerdo con los criterios de moralidad política vigentes incorporados a la integridad. Cuando nos presentamos ante la jurisdicción de Hércules, este examina nuestros derechos y los de nuestros oponentes entendiéndolos existentes previamente al surgimiento del conflicto . Es decir, "Hércules no busca primero los límites del derecho para después completar con sus propias convicciones políticas lo que este requiere. Se vale de su propio juicio para determinar que derechos tienen las partes que se presentan ante él, y una vez hecho ese juicio, no queda nada que pueda ser sometido a convicciones, sean las suyas, o las del público" . Es decir, al fijar los derechos de las partes, Hércules ya ha tomado en cuenta desde su concepto de integridad, los valores de moral política que le han ayudado a identificar los derechos de las partes, y no al contrario, no se vuelve hacía estos valores cuando ya ha fijado los derechos. Se deja guiar por un sentido de la integridad constitucional que supone que aplica la mejor interpretación posible del texto legal en relación con su juicio acerca de cual es la mejor interpretación acorde con la gran complejidad de cuestiones políticas inherentes a la misma, fundamentalmente relacionadas con los principios de justicia e imparcialidad. El problema de Hércules es el que sigue anteponiendo su concepto de integridad del derecho aún cuando perjudique a la más estricta justicia o al mejor resultado desde un punto de vista lógico, pero no acorde con la integridad, incluso aunque sea la apreciación del propio Hércules. Es decir, el método de Hércules pretende llegar a ser un modelo de equilibrio, que renuncia a alcanzar soluciones ideales que se basen en principios abstractos y se deja guiar por su sentido de la integridad para llegar a la solución más acorde a esa misma integridad.
El derecho como integridad
En relación con lo que antes analizábamos en relación a las parábolas de Dworkin y en concreto en lo respectivo a la referencia de la novela en cadena, surge en la tesis de Dworkin el concepto del derecho como integridad. Para este autor, "el principio adjudicativo de integridad instruye a los jueces a que identifiquen los derechos y deberes legales, hasta donde sea posible, sobre la suposición de que todos fueron creados por un mismo autor que expresa una correcta concepción de justicia y de equidad.". Este concepto de derecho, ha de ser asumido como punto de partida por todo aquel que vaya a asumir las funciones de intérprete del mismo, sin que sea posible que existan múltiples concepciones de derecho, es lo que el profesor Calvo denomina "una especie de lugar común" del que van a partir después todas aquellas concepciones del derecho, que si podrán ser varias y diferentes, y que tenderán a mejorar la inicial e indiscutible interpretación. Es decir, el juez que acepta este ideal interpretativo de integridad del derecho, deciden casos difíciles tratando de hallar, en un grupo de principios coherentes sobre los derechos y deberes de la persona, la mejor interpretación posible que integre la estructura política y la doctrina legal de su comunidad. Cuando se acepta el derecho como integridad, es necesario asumir también que los elementos políticos que van a influir en la interpretación no van a ser siempre los del intérprete y siempre van a ser los de la comunidad, ya que "si no lo hace, si su prueba inicial de concordancia deriva por completo o es ajustable a sus convicciones sobre justicia, de modo que la última proporcione de manera automática una interpretación legible, no puede reclamar de buena fe estar interpretando su práctica legal." A renglón seguido, Dworkin sostiene, y aquí si estoy con él, que el juez experto, con muchas decisiones judiciales en su carrera, adopta una concepción del derecho propia sobre la que se apoya para tomar decisiones y formar juicios, pero Dworkin defiende, y aquí de nuevo entra para mí en terreno peligroso, que "la mayoría de los jueces será como las demás personas de su comunidad y por lo tanto, la equidad y la justicia no rivalizarán a menudo para ellos". Esta afirmación tranquilizadora de Dworkin, provoca en mí el efecto contrario, o mejor dicho, lo provocaría de estar sometido a una jurisdicción norteamericana, en una de las comunidades de la llamada América profunda, capaz de las mas surrealistas decisiones judiciales basadas en los principios de moral política, ya sean propios del juez o propios de esas comunidades. Pero lo que a Dworkin le preocupa es las decisiones de los jueces cuyas opiniones políticas sean "más excéntricas o radicales (sic)" y que cuando se encuentren en plena tarea de interpretación, se enfrenten a la colisión de dos ideales, debiendo de optar entre el registro propio de la comunidad, o aquel de una minoría; aunque Dworkin, conciliador, admite que este requisito de seguir la cuerda de la moral política de la comunidad, se torna menos severo cuando están en juego derechos constitucionales, lo que particularmente no me resulta en absoluto tranquilizador. Cabe preguntarse que es lo que ocurre cuando la moral política de una comunidad vacía de contenido los derechos constitucionales de ciertas minorías, por ejemplo. En relación a esto, el profesor Calvo tacha a Dworkin de político aficionado y de liberal ingenuo, y a mi entender se queda corto.
Una vez ya sabemos que es lo que quiere decir Dworkin con el derecho como integridad, pasa a formular su teoría de la interpretación jurídica que como es lógico, va a partir de este concepto. La integridad va a ser la base de la aplicación del derecho e impone que toda decisión judicial ha de respetar los derechos políticos y morales, de manera que la respuesta judicial a los problemas de una comunidad sea coherente, justa e imparcial. El juez ha de respetar la integridad del Ordenamiento Jurídico, tanto desde su aspecto formal como material.
Lógicamente, el propio Dworkin entiende que las prácticas políticas no siempre van a dar como resultado un contenido de la integridad que resulte coherente, y admite que este defecto existe, aunque no hay otra solución que no sea luchar por remediar las inconsistencias de principio que se vayan presentando, lo que a mi entender no resulta muy esperanzador.
Luego si hemos entendido bien, el derecho como integridad va a suponer una estructura que pone por encima de todo lo demás, incluso sobre el derecho positivo en vigor, los valores básicos que se desprenden de esta concepción de integridad, que incluirán justicia, imparcialidad, equidad, en un peligroso equilibrio con las normas del Ordenamiento Jurídico. Pero claro, como bien dice el profesor Calvo, "para cualquier jurista español, estas tesis chocan con las exigencias de los principios de la división de poderes y legalidad. Sin embargo, sintonizan perfectamente con el concepto liberal que Dworkin defiende" . Esta subordinación del derecho a la integridad que defiende Dworkin supone sencillamente que a la hora de decidir por una interpretación, o en la línea que el defiende, a la hora de escoger la única interpretación correcta, debemos siempre volvernos sobre los principios morales y políticos de la comunidad que conforman, como un todo estrechamente unido, la integridad del derecho y que se colocan en la mano de los miembros de la comunidad para ejercerlos ante un supuesto poder coercitivo del estado, contando la comunidad como fuertes aliados, a los jueces de la integridad, a los que coloca casi en una atalaya de omnipotencia como poseedores de la máxima, única e infalible capacidad interpretativa; cientos de jueces Hércules, "campeones del liberalismo", que no rinden cuentas ante nada y ante nadie, y que son los más perfectos y mejores instrumentos de la aplicación de la norma, recordándonos un poco a como aquella sacralidad del texto jurídico se proyectaba en su interprete, revistiéndole de una autoridad especial. Sólo los jueces de la integración pueden encontrar la interpretación correcta, lo que ha dado como resultado que el modelo de Dworkin sea calificado como trasnochado, elitista y antidemocrático.

BIBLIOGRAFÍA RONALD DWORKIN
Los derechos en serio (Taking Rights Seruiously), Traducción Marta Guastavino, Barcelona, Ariel derecho, 1º Edición 1.984
El Imperio de la justicia (Law´s Empire), Traducción Claudia Ferrari, Barcelona, Gedisa, 2ª Edición 1.992
MANUEL CALVO GARCÍA
Los fundamentos del método jurídico, Madrid, Tecnos, 1.994
Teoría del derecho, Madrid, Tecnos, 1.992
Metodología Jurídica: ejercicios prácticos, Zaragoza, Egido Editorial, 1.998
MANUEL CALVO GARCÍA (editor)
Interpretación y argumentación jurídica, Trabajos del Seminario de Metodología Jurídica (volumen I), Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 1.995
JOSE LUIS LACRUZ BERDEJO, FRANCISCO DE ASIS SANCHO REBULLIDA, AGUSTÍN LUNA SERRANO Y JESÚS DELGADO ECHEVERRÍA
Elementos de Derecho Civil, I, Parte General de Derecho Civil (Tomo I, Volumen 1º), Barcelona, José María Bosch Editor S.A., Nueva edición, 1.988
FEDERICO PUIG PEÑA
Compendio de Derecho Civil Español, Pamplona, Aranzadi, 1.972
JOSE CASTÁN TOBEÑAS
Derecho Civil Español, Común y Foral, Madrid, Editorial Reus, 1.988

Extractos de Filosofía del Derecho Hegeliana

Principios de Filosofía del Derecho
George Willhem Fiedrich Hegel

Ética y sociedad civil
§ 153. El derecho de los individuos a una determinación subjetiva de la libertad tiene su cumplimiento en el hecho de que pertenecen a una realidad ética, pues la certeza de su libertad tiene su verdad en esa objetividad y en lo ético ellos poseen efectivamente su propia esencia, su universalidad interior.
Obs. A la pregunta de un padre acerca de la mejor manera de educar éticamente a su hijo, un pitagórico dio la siguiente respuesta (también atribuida a otros): «haciéndolo ciudadano de un estado con buenas leyes».
§ 155 En esta identidad de la voluntad universal y particular coinciden por lo tanto, el deber y el derecho; por medio de lo ético el hombre tiene de­rechos en la medida en que tiene deberes y deberes en la medida en que tiene derechos. En el derecho abstracto yo tengo un derecho y otro el deber corres­pondiente; en lo moral el derecho de mi propio saber y querer, así como el de mi bienestar, sólo debe ser objetivo e idéntico con los deberes.
§ 156. La sustancia ética, como aquello que contiene la autoconciencia existente por sí en unión con su concepto, es el espíritu real de una familia y de un pueblo.
§ 157. El concepto de esta idea sólo es espíritu, lo real que se sabe a sí, si es la objetivación de sí mismo, el movimiento a través de la forma de sus mo­mentos. Es, por lo tanto:
A. Espíritu ético inmediato o natural: la familia. Esta sustancialidad pa­sa a la pérdida de su unidad, a la duplicidad y al punto de vista de lo relativo, y es así
B. sociedad civil, unión de los miembros como individuos independien­tes en una universalidad, por lo tanto, formal por medio de sus nece­sidades, por medio de la constitución jurídica como medio para la se­guridad de las personas y la propiedad, y por medio de un orden exte­rior para sus intereses particulares y comunes. Este estado exterior se retrotrae y reúne en la
C. constitución del Estado, fin y realidad de la universalidad sustancial y de la vida pública consagrada a ella.
§ 182. La persona concreta que es para si un fin particular, en cuanto to­talidad de necesidades [Bedürfnisse] y mezcla de necesidad [Notwendigkeit] natural y arbitrio, es uno de los principios de la sociedad civil. Pero la persona particular está esencialmente en relación con otra particularidad, de manera tal que sólo se hace valer y se satisface por medio de la otra y a la vez sólo por la mediación de la forma de la universalidad que es el otro principio.
§ 183. En su realización, el fin egoísta, condicionado de ese modo por la universalidad, funda un sistema de dependencia multilateral por el cual la sub­sistencia, el bienestar y la existencia jurídica del particular se entrelazan con la subsistencia, el bienestar y el derecho de todos, se fundamentan en ellos y sólo en ese contexto están asegurados y son efectivamente reales. Se puede conside­rar este sistema en primer lugar como estado exterior, como el estado de la ne­cesidad y del entendimiento.
§ 184. La idea, en esta escisión, confiere a los momentos una existencia propia: a la particularidad, el derecho de desarrollarse en todos los aspectos, y a la universalidad, el derecho de mostrarse como el fundamento y la forma ne­cesaria de la particularidad, como el poder que rige sobre ella y como su fin úl­timo. Es el sistema de la eticidad que se ha perdido en sus extremos, lo cual constituye el momento abstracto de la realidad de la idea, que en esta aparien­cia exterior sólo es totalidad relativa y necesidad interior.
§ 185. La particularidad por sí, por una parte, en cuanto satisfacción en todas direcciones de sus necesidades, del arbitrio contingente y del gusto sub­jetivo, se destruye a sí misma en su gozo y destruye su concepto sustancial. Por otra parte, en cuanto infinitamente excitada, y en continua dependencia de la contingencia y del arbitrio exteriores, al mismo tiempo que limitada por el poder de la universalidad, es la satisfacción contingente de las necesidades tanto contingentes como necesarias. La sociedad civil ofrece en estas contra­posiciones y en su desarrollo el espectáculo del libertinaje y la miseria, con la corrupción física y ética que es común a ambas.
Obs. El desarrollo independiente de la particularidad es el momen­to que señala en los antiguos estados el comienzo de la corrupción de las costumbres y la razón última de su decadencia. Estos estados, construidos sobre un principio patriarcal y religioso o sobre un principio de una eticidad espiritual pero simple—en general sobre una primitiva intuición natural—, no podían resistir su escisión ni la infinita reflexión de la autoconciencia sobre si. Sucumbían, por lo tanto, a esta reflexión en cuanto empezaba a surgir, prime­ro en el sentimiento y después en la realidad, porque a su principio, todavía simple, le faltaba la fuerza verdaderamente infinita que sólo reside en aquella unidad que deja que la contraposición de la razón se separe con toda su fuerza para luego subyugarla, con lo que se mantiene en ella y, al mismo tiempo, la conserva en sí intacta. Platón expone en su República la eticidad sustancial en su belleza y verdad ideales, pero no pudo dar cuenta del principio de la parti­cularidad independiente que había irrumpido en su época en la eticidad griega. Sólo pudo oponerlo a su estado únicamente sustancial y excluirlo tanto en su comienzo mismo, que es la propiedad privada y la familia, como en su ulterior desarrollo como arbitrio propio, elección de una profesión, etc. Esta carencia es lo que hace desconocer la gran verdad sustancial de su Re­pública y que corrientemente se la considere como un ensueño del pensamien­to abstracto, como lo que con frecuencia se suele llamar un ideal. El principio de la personalidad independiente y en sí misma infinita del individuo, de la li­bertad subjetiva, que interiormente surgió con la religión cristiana y exterior­mente—y, por lo tanto, ligada con la universalidad abstracta—con el mundo romano, no alcanza su derecho en aquella forma sólo sustancial del espíritu real. Este principio es históricamente posterior al mundo griego, y la reflexión filosófica que alcanza esta profundidad es también posterior a la idea sustan­cial de la filosofía griega.
§ 186. Pero el principio de la particularidad, precisamente porque se des­arrolla hacia la totalidad, pasa a la universalidad, en la cual tiene exclusiva­mente su verdad y el derecho de su realidad positiva. Esta unidad que, a causa de la independencia de ambos principios en este punto de vista escindido no es la identidad ética, no existe, justamente por eso, como libertad, si­no como necesidad de que lo particular se eleve a la forma de la universalidad y busque y tenga en esta forma su consistencia.
§ 187. Como ciudadanos de este estado los individuos son personas pri­vadas que tienen como finalidad su propio interés. Dado que éste está me­diado por lo universal, que a los individuos se les aparece como medio, sólo puede ser alcanzado en la medida en que determinen su saber, querer y actuar de modo universal, y se transformen en un miembro de la cadena que consti­tuye el conjunto. El interés de la idea, que no está en la conciencia de los com­ponentes de la sociedad civil como tales, es el proceso por el que la individuali­dad y naturalidad de los mismos se eleva, a través de la necesidad natural y lo arbitrario de las necesidades, a la libertad formal y a la universalidad formal del saber y el querer; es el proceso por el que se cultiva la subjetividad en su particularidad.
Obs. Las representaciones acerca de la inocencia del estado natural y la candidez de las costumbres de los pueblos incivilizados, así como, por otra parte, la concepción de que las necesidades, su satisfacción, el goce y las co­modidades de la vida particular, etc., son fines absolutos, se enlazan con la comprensión de la cultura como algo sólo exterior en el primer caso, y como un mero medio para aquellos fines en el segundo. Tanto una como otra posi­ción muestran su desconocimiento de la naturaleza del espíritu y los fines de la razón. El espíritu sólo tiene su realidad efectiva si se escinde en sí mismo, se da un límite y la finitud en las necesidades [Bedürfnisse] naturales y en la cone­xión de esa necesidad [Notwendigkeit] exterior, y penetrando en ellas se culti­va, las supera y conquista así su existencia objetiva. El fin racional no es, por lo tanto aquella candidez natural de las costumbres ni el goce como tal que en el desarrollo de la particularidad se alcanza con la cultura. Consiste, por el contrario, en que la candidez natural, es decir, la pasiva carencia de sí y el pri­mitivismo del saber y el querer, o sea la inmediatez e individualidad en las que está hundido el espíritu, sean elaboradas y transformadas, y que en primer lu­gar esta exterioridad suya reciba la racionalidad de que es capaz: la forma de la universalidad, la intelectualidad. Sólo de esta manera el espíritu está en esta exterioridad como tal consigo mismo y en su propio hogar. Su libertad tiene así en ella una existencia y el espíritu deviene para sí en este elemento en su aje­no a su destinación a la libertad, y sólo tiene que ver con aquello en que ha impreso su sello y es producido por él. Precisamente, por ello, la forma de la universalidad por sí en el pensamiento llega a la existencia, forma que es el único elemento digno para la existencia de la idea. La cultura es, por lo tanto, en su determinación absoluta la liberación y el trabajo de liberación superior, el punto de tránsito absoluto a la infinita sustancialidad subjetiva de la etici­dad, que ya no es más inmediata, natural, sino espiritual y elevada a la figura de la universalidad. Esta liberación es en el sujeto el duro trabajo contra la mera subjetividad de la conducta, contra la inmediatez del deseo, así como contra la vanidad subjetiva del sentimiento y la arbitrariedad del gusto. El que este trabajo sea duro constituye parte del poco favor que recibe. Sin embargo, por medio de este trabajo de la cultura la voluntad subjetiva alcanza en sí mis­ma la objetividad, en la cual únicamente es capaz y digna de ser la realidad efectiva de la idea. Esta forma de la universalidad en la que ha resultado la elaboración y transformación de la particularidad, constituye asimismo la in­telectualidad, por la cual la particularidad se transforma en el verdadero ser por sí de la individualidad. Al darle a la universalidad el contenido que le da plenitud y su infinita autodeterminación, es ella misma en la eticidad como subjetividad libre que existe infinitamente por sí. Esta es la perspectiva que re­vela a la cultura como momento inmanente de lo absoluto y expresa su valor infinito.
§ 188. La sociedad civil contiene los tres momentos siguientes:
A. La mediación de las necesidades y la satisfacción del individuo por su trabajo y por el trabajo y la satisfacción de necesidades de todos los demás: el sistema de las necesidades.
B. La realidad efectiva de lo universal de la libertad contenido en ese sis­tema, la protección de la propiedad por la administración de justicia. La prevención contra la contingencia que subsiste en aquel sistema y el cuidado de los intereses particulares como algo común, por medio del poder de policía y la corporación.
§ 189. La particularidad es en primer lugar, en cuanto determinada fren­te a lo universal de la voluntad necesidad subjetiva. Esta alcanza su obje­tividad, es decir, su satisfacción, por medio de cosas exteriores que son igualmente la propiedad y el producto de otras necesidades y voluntades, y de la actividad y el trabajo como lo que media entre los dos aspectos. Puesto que su finalidad es la satisfacción de la particularidad subjetiva, pero en la re­lación con las necesidades y el libre arbitrio de los otros se hace valer la univer­salidad, la apariencia de racionalidad que surge en esta esfera de la finitud es el entendimiento. Este es el aspecto que hay que considerar y que constituye en esta esfera el factor de conciliación.
Obs. La economía política es la ciencia que tiene en estos puntos de vista su comienzo, y que tiene que presentar luego la relación y el movimiento de la masa de datos contingentes en su determinación cualitativa y cuantitativa y en su desarrollo. Es una de las ciencias que ha encontrado en la época moderna su terreno propio. Su desarrollo muestra el interesante proceso de cómo el pensamiento (véase Smith, Say, Ricardo) descubre, a partir de la infinita can­tidad de individualidades que en un primer momento tiene ante sí, los principios simples de la cosa, el entendimiento que actúa sobre ella y la gobierna. Si bien reconocer esta apariencia de racionalidad que reside e­n la cosa y actúa en ella es en esta esfera de las necesidades lo que produce la conciliación, por otra parte éste es el terreno en el que el entendimiento ligado a los fines subjetivos y a las opiniones morales descarga su descontento y su fastidio moral.

El Estado
§ 256. En cuanto limitada y finita, la finalidad de la corporación tiene su verdad—al igual que la separación existente en el exterior orden policial y su identidad sólo relativa—en la finalidad universal en y por sí y en su absoluta realidad. La esfera de la sociedad civil pasa así al estado.
Obs. La ciudad y el campo—aquélla como sede de la industria burguesa, de la reflexión que sale de si misma y se singulariza, éste como sede de la etici­dad basada en la naturaleza, en otras palabras, los individuos que median su autoconservación por la relación con otras personas jurídicas por un lado, y la familia por otro, constituyen los dos momentos, todavía ideales, de los que surge el estado como su verdadero fundamento. Este desarrollo de la eticidad inmediata a través de la escisión de la sociedad civil hacia el estado, que se muestra como su verdadero fundamento, es la única demostración científica del concepto de estado. En el proceso del concepto científico el estado aparece como resultado, pero, al producirse como el verdadero fundamento, elimina aquella mediación y aquella apariencia en la inmediatez. Por ello en la reali­dad el estado es lo primero, dentro del cual la familia se desarrolla en sociedad civil, y es la idea misma del estado la que se separa en estos dos momentos. En el desarrollo de la sociedad civil la sustancia ética conquista su forma infinita, que contiene en sí los dos momentos siguientes: 1) la diferenciación infinita hasta llegar al ser interior por sí de la autoconciencia. 2) La forma de la uni­versalidad, que existe en la cultura, la forma del pensamiento, por lo cual el espíritu es objetivo y real como totalidad orgánica en las leyes e instituciones, que son su voluntad pensada.
§ 257. El Estado es la realidad efectiva de la idea ética, el espíritu ético como voluntad sustancial revelada, clara para sí misma, que se piensa y se sa­be y cumple aquello que sabe precisamente porque lo sabe. En las costumbres tiene su existencia inmediata y en la autoconciencia del individuo, en su saber y en su actividad, su existencia mediata; el individuo tiene a su vez su libertad sustancial en el sentimiento de que él es su propia esencia, el fin y el producto de su actividad.
Obs. Los Penates son los dioses interiores e inferiores; el espíritu del pueblo (Atenea), la divinidad que se sabe y se quiere. La piedad es sentimien­to y expresión de la eticidad que se mueve dentro de los marcos del sentimien­to; la virtud política, el querer el fin pensado, que es en y por sí.
§ 258. El Estado, en cuanto realidad de la voluntad sustancial, realidad que ésta tiene en la autoconciencia particular elevada a su universalidad, es lo racional en y por sí. Esta unidad sustancial es el absoluto e inmóvil fin último en el que la libertad alcanza su derecho supremo, por lo que este fin último tiene un derecho superior al individuo, cuyo supremo deber es ser miembro del estado.
Obs. Cuando se confunde el estado con la sociedad civil y es determina­do en base a la seguridad y protección personal, el interés del individuo en cuanto tal se ha transformado en el fin último. Este fin es lo que los habría guiado para unirse, de lo que se desprende, además, que ser miembro del Esta­do corre por cuenta del arbitrio de cada uno. Su relación con el individuo es, sin embargo, totalmente diferente: por ser el Estado el espíritu objetivo, el in­dividuo sólo tiene objetividad, verdad y ética si forma parte de él. La unión co­mo tal es ella misma el fin y el contenido verdadero, y la determinación de los individuos es llevar una vida universal. Sus restantes satisfacciones, activida­des y modos de comportarse tienen como punto de partida y resultado este ele­mento sustancial y válido universalmente. La racionalidad, tomada abstracta­mente, consiste en la unidad y compenetración de la universalidad y la indivi­dualidad. En este caso concreto es, según su contenido, la unidad de la liber­tad objetiva, es decir la voluntad universal sustancial, y la libertad subjetiva, o sea el saber individual y la voluntad que busca sus fines particulares. Según su forma es, por tanto, un obrar que se determina de acuerdo con leyes y prin­cipios pensados, es decir, universales. Esta idea es el eterno y necesario ser en y por sí del espíritu. Ahora bien, cuál sea o haya sido el origen histórico del Es­tado en general o de un Estado particular, de sus derechos y disposiciones, si han surgido de relaciones patriarcales, del miedo o la confianza, de la corpo­ración, etcétera, y cómo ha sido aprehendido y se ha afirmado en la concien­cia aquello sobre lo que se fundamentan tales derechos—como algo divino, como derecho natural, contrato o costumbre—, todo esto no incumbe a la idea misma del estado. Respecto del conocimiento científico, que es de lo úni­co de que aquí se trata, es, en cuanto fenómeno, un asunto histórico; respecto de la autoridad de un estado real, si ésta se basa en fundamentos, éstos son to­mados de las formas del derecho válidas en él. A la consideración filosófica sólo le concierne la interioridad de todo esto el concepto pensado. En la in­vestigación de este concepto, Rousseau ha tenido el mérito de establecer como principio del Estado un principio que no sólo según su forma (como por ejemplo el instinto de sociabilidad, la autoridad divina), sino también según su contenido, es pensamiento y, en realidad, el pensar mismo: la voluntad. Pe­ro su defecto consiste en haber aprehendido la voluntad sólo en la forma de­terminada de la voluntad individual (tal como posteriormente Fichte), mientras que la voluntad general no era concebida como lo en y por sí racional de la voluntad, sino como lo común, que surge de aquella voluntad individual en cuanto consciente. La unión de los individuos en el Estado se transforma así en un contrato que tiene por lo tanto como base su voluntad particular, su opinión y su consentimiento expreso y arbitrario. De aquí se desprenden las consecuencias meramente intelectivas que destruyen lo divino en y por sí y su absoluta autoridad y majestad. Llegadas al poder, estas abstracciones han ofrecido por primera vez en lo que conocemos del género humano el prodi­gioso espectáculo de iniciar completamente desde un comienzo y por el pensa­miento la constitución de un gran estado real, derribando todo lo existente y dado, y de querer darle como base sólo lo pretendidamente racional. Pero, por otra parte, por ser abstracciones sin idea, han convertido su intento en el acontecimiento más terrible y cruel. Contra el principio de la voluntad indivi­dual hay que recordar que la voluntad objetiva es en su concepto lo en sí ra­cional, sea o no reconocida por el individuo y querida por su arbitrio particu­lar. Su opuesto, el saber y el querer, la subjetividad de la libertad, que en aquel principio es lo único que quiere ser mantenido, contiene sólo un mo­mento, por lo tanto unilateral, de la idea de la voluntad racional, que sólo es tal si es en sí al mismo tiempo que por sí. También se opone al pensamiento que aprehende al estado en el conocimiento como algo por sí racional, el to­mar la exterioridad del fenómeno—lo contingente de las necesidades, la falta de protección, la fuerza, la riqueza, etcétera—no como momentos del des­arrollo histórico, sino como la sustancia del estado. También en este caso es la singularidad del individuo la que constituye el principio del conocimiento, sólo que aquí no es ya el pensamiento de esa singularidad, sino, por el contra­rio, la singularidad o debilidad, su riqueza o pobreza, etcétera. Esta ocurren­cia de pasar por alto lo por sí infinito y racional que hay en el estado y elimi­nar el pensamiento en la captación de su naturaleza interna, no se ha presenta­do nunca de manera tan pura como en la Restauración de la ciencia del de­recho de Von Haller. De un modo puro porque en todos los intentos de aprehender la esencia del estado, por muy unilaterales y superficiales que sean los principios que se utilicen, el mismo propósito de concebir el estado implica servirse de pensamientos, de determinaciones universales, pero aquí no sólo renuncia conscientemente al contenido racional que constituye el estado y a la forma del pensamiento, sino que además se ataca a ambos con un ardor apa­sionado. Esta Restauración debe parte del difundido efecto que según Von Haller tienen su principios, a la circunstancia de que su autor ha sabido supri­mir en la exposición todo pensamiento y mantener así la totalidad en una sola pieza carente de pensamiento. De esta manera desaparece la confusión y la molestia que debilitan la impresión que causa una exposición cuando entre lo contingente se mezcla una alusión a lo sustancial, entre lo meramente empírico y exterior un recuerdo de lo universal y racional, evocando así en la esfera de lo mezquino y sin contenido lo más elevado, lo infinito. Esta exposi­ción es, sin embargo, consecuente, pues al tomar como esencia del estado la esfera de lo contingente, en vez de la de lo sustancial, la consecuencia que corresponde a semejante contenido es precisamente la total inconsecuencia de la falta de pensamiento que permite avanzar sin una mirada retrospectiva y que se encuentra igualmente bien en lo contrario de lo que acaba de afirmar.
G.W.F. Hegel (1975): Principios de Filosofía del Derecho. Trad. castellana de J. L. Vernal, Buenos Aires: Ed. Sud­americana.