Lecturas, comentarios y análisis sobre el Derecho en el siglo XXI


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lunes, 19 de enero de 2009

Justicia. Hanna Fenichel Pitkin. Acerca de la relación entre público y privado

Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades. Año 8, Nº 14 Segundo semestre de 2005
Resumen
Ya casi nadie avala la posibilidad de que la participación política pueda ser una recompensa en sí misma, la realización de nuestra naturaleza y no una carga. Este artículo intenta avalar dicha afirmación mediante una reevaluación crítica del significado de lo público y lo privado en el pensamiento de Hannah Arendt, la teórica política que más persuasivamente escribió sobre dicho tema en nuestra época, y quien más vigorosamente se esforzó por renovar nuestro acceso a la política como una gratificación positiva, una “felicidad pública”.


De acuerdo con gran parte de la evidencia disponible, asistimos a un alejamiento creciente de la vida pública. El desencanto prevaleciente respecto de las instituciones y el liderazgo establecidos no se traduce en protestas, sino en un retiro hacia lo privado, aun cuando ello, manifiestamente, no proporcione el confort y la seguridad que buscamos. Y todo lo que se suele ser capaz de exhibir para restablecer en la gente la preocupación por esta república es el consabido y contradictorio par de consignas: la exhortación al deber cívico y la apelación al interés propio. Ninguna de ellas parece contribuir demasiado. La izquierda diagnostica una “crisis de legitimación”, pero tiene sus propias dificultades para conformar un movimiento público. Difícilmente sabría alguien hoy qué hacerse de la simple afirmación de Tocqueville de que separar al americano de la política equivaldría a separarlo de la mitad de su vida; mucho menos de la definición de Aristóteles del hombre como animal político. Ya casi nadie avala la posibilidad de que la participación política pueda ser una recompensa en sí misma, la realización de nuestra naturaleza y no una carga. Este artículo intenta avalar dicha afirmación mediante una reevaluación crítica del significado de lo público y lo privado en el pensamiento de Hannah Arendt, la teórica política que más persuasivamente escribió sobre dicho tema en nuestra época, y quien más vigorosamente se esforzó por renovar nuestro acceso a la política como una gratificación positiva, una “felicidad pública”.

I
Al hablar de público y privado, ¿sabemos de qué estamos hablando? Deseosos de teorizar, aferramos o nos aferra la primera imagen que nos salta a la mente: lo privado está “aquí dentro”, personal, íntimo, próximo al yo, al margen de aquéllos a quienes no se desea, donde tenemos “privacidad” y somos libres de ser nosotros mismos. Lo público, por el contrario, está “fuera de allí”, impersonal, distante, formal; todo lo que sale “a la luz pública” ha de estar listo para la “publicación”, sus “partes privadas” debidamente cubiertas. Tal es el punto de vista expuesto de reciente por Richard Sennett, quien con metáforas espaciales habla de una “geografía” de lo público y lo privado [1] . Se trata de un punto de vista plausible.

Sin embargo, con tal punto de vista, ¿cómo deberíamos entender las compañías con responsabilidad limitada, el corazón de la “empresa privada”? Ciertamente, no son ni personales ni íntimas, ni locus de la vida privada. El economista, naturalmente, distingue público de privado de manera diferente, y también lo haríamos nosotros si nuestra primera imagen hubiera estado relacionada con la economía. El “sector público” se separa aquí del privado sobre la base de la propiedad, y por público se entiende más o menos el gobierno, el Estado.

Hannah Arendt propuso sin embargo un punto de vista distinto, no sin advertir que podríamos experimentar una “extraordinaria dificultad” para comprender la “división decisiva” entre público y privado, dado que hemos perdido la experiencia a partir de la cual tales términos derivan su significación, en particular la experiencia de una vida pública genuina [2] . Para ella público es casi sinónimo de político, pero lo político no puede equiparse a lo gubernamental; en lugar de eso, tiene que ver con la acción en una comunidad de iguales. Ni a una multitud de extraños en un cine, ni al Ministerio de Defensa cabe calificación semejante.

La etimología dispensa una amplia base a la pretensión de Arendt de que hemos perdido cierta conciencia previa del valor de la vida pública. Originariamente, ser un privado significaba estar privado, y en inglés lo público se refiere al bien de un solo cuerpo comunal antes de hacer referencia a un conjunto de individuos seriatim. No obstante, lo privado está también tempranamente asociado en inglés con el privilegio, las ventajas del retraimiento. Tampoco funcionará igualar sin más lo público con la política, el cargo público o la ciudadanía, como Arendt ocasionalmente hace.

Nuestra dificultad al teorizar sobre dichos conceptos promana en parte del hecho que, en su uso ordinario, palabras como “público” y “privado” funcionan sobre todo como adjetivos. Convertirlas en categorías generales exige, o bien hipostasiarlas como sustantivos, como hace Arendt “Lo Público” y “Lo Privado”, a las que hace parecer misteriosas entidades que seducen con su reificación, o bien adscribir los adjetivos a algún sustantivo general, metafóricamente usado: el sector público (o privado), o la esfera, el dominio o el reino; tras lo cual, probablemente seremos víctimas de las connotaciones pasadas por alto de nuestra propia metáfora [3] .

Privado y público, es importante comprenderlo, son términos correlativos. Por lo general, las cosas del mundo no se clasifican exclusivamente como públicas o como privadas. Y no porque el contenido de la vida pública haya cambiado históricamente. Al respecto, más importante es el tipo de distinción trazado por C. Wright Mills en The Sociological Imagination entre “los problemas personales del entorno” y “los asuntos públicos de la estructura social” [4] . Los problemas personales “surgen del carácter del individuo y… de sus relaciones inmediatas con los demás”. Su “planteamiento y resolución”, pues, dependen propiamente “del individuo como entidad biográfica y del alcance de su entorno inmediato –el marco social directamente abierto a su experiencia personal y en cierta medida a su actividad voluntaria. Un problema es materia privada”.

Los asuntos públicos de la estructura social trascienden sin embargo “estos contextos locales de los individuos”, y tienen que ver “con la organización de muchos de esos entornos en el interior de las instituciones de una sociedad histórica como un todo, con la manera en la que varios entornos se superponen e interpenetran para conformar una estructura más amplia, la de la vida histórica y social. Un asunto es materia pública”.

La distinción de Mills, con todo, deja sin aclarar el problema de la percepción (v. gr., la percepción de la pérdida del trabajo como fracaso personal o como parte de una situación social ampliamente extendida). Mills tampoco consigue evidenciar que una situación social deviene asunto público sólo cuando se la percibe a gran escala como problema, cuya solución pasa por la acción pública.

Las maneras de distinguir entre público y privado son, pues, heterogéneas, y la cuestión de quién logra establecer la definición es en sí misma parte del problema. Aun así, puede resultar de utilidad delinear tres dimensiones con las que distinguir lo público de lo privado, y que, por consiguiente, nos sean de ayuda en la elaboración del concepto de lo público. Las denominaré la dimensión de acceso o de atención, la dimensión de impacto o de efecto, y la dimensión de gobierno o de control.

En primer lugar, algo puede ser público en el sentido de que es accesible a todos, sujeta a examen por cualquiera, visible en cuanto foco de atención. El término, aquí, se relaciona con publicidad, conocimiento público, opinión pública y salir “a la luz pública”, y contrasta con lo reservado, cerrado, oculto.

En segundo lugar, algo puede ser público en el sentido de que afecta a todos o a la mayoría de nosotros, público en sus consecuencias y su significación. Esa dimensión objetiva de lo público puede no ser reconocida por los afectados; por eso, la primera y segunda dimensiones de lo público son claramente distintas. Las decisiones de una corporación privada, se dice, pueden revestir una enorme trascendencia pública. Aquí, lo opuesto de público no es lo aislado o retirado, sino lo personal, limitado en su impacto y que tan sólo afecta a individuos o grupos selectos. Así pues, la distinción de Mills entre problemas personales y asuntos públicos engrana la primera dimensión de lo público con la segunda: las difíciles condiciones sociales son públicas por su impacto, si bien se convierten en asuntos públicos sólo si se constituyen en centro de la atención pública.

Cuando ello tiene lugar, es por lo general con vista a la tercera dimensión: la dirección o control público. Tal es la dimensión pública del gobierno, de la administración pública y de la acción colectiva. Incluye lo esencial de la concepción de Arendt. Mas la dirección o control público es algo en sí mimo difícil de definir, máxime en tiempos como los nuestros, en los que puede gobernarse un país más mediante agregaciones “privadas” de poder que a través de su gobierno oficial, y su gobierno puede estar tan dominado por intereses particulares que funciona más como instancia privada que pública. ¿Y qué decir de las multinacionales, algunas tan extendidas y poderosas que ciertos Estados soberanos son como enanos ante ellas? ¿Son públicas o privadas? ¿Y los híbridos como Amtrak o Correos? ¿Y qué de nuestras agencias públicas de regulación, tan a menudo dominadas por la industria privada a la que supuestamente deben controlar? ¿Qué del entero complejo burocrático industrial-militar, con su pública generosidad para con las empresas privadas y sus intercambios de personal de alto nivel entre gobierno e industria?

Así pues, la tercera dimensión que distingue lo público de lo privado contiene profundas ambigüedades entre forma y sustancia. El control formal por parte de un gobierno oficial no requiere ejercitar ningún control público verdadero. Pero entonces, ¿qué es el control público sustantivo, verdadero? La respuesta no es sencilla, pero uno sospecha de que nuestras preocupaciones teóricas se entrecruzan aquí con nuestras preocupaciones prácticas y políticas, en un punto que también fue centro de atención del pensamiento político de Hannah Arendt.

II
La distinción entre público y privado, nos dice Arendt, “se corresponde a” la existente entre “el ámbito político y el del hogar”, que surgió por vez primera en la antigua Grecia y continuó hasta los inicios de la edad moderna, cuando la aparición de un tercer ámbito, que ella denomina lo “social”, la enturbió [5] . En el mundo antiguo, público y privado se hallaban netamente diferenciados, siendo el primero el locus del valor. El ámbito público, el modo de vida de la polis, era lo que contraponía al griego frente al bárbaro, lo que de manera paulatina le fue arrebatado al dominio de reyes y amos, lo que hizo posible una vida libre y verdaderamente humana: “El surgimiento de la ciudad-estado significó que el hombre recibiera ‘más allá de su vida privada una especie de segunda vida, su bios politikos. En lo sucesivo el hombre pertenece a dos órdenes de existencia, y hay una neta distinción en su vida entre lo que es suyo propio (idion) y lo que es comunitario (koinon)’” [6] .

El hogar era un “ámbito prepolítico”, un prerrequisito necesario para la ciudadanía, mas en sentido estricto un medio para un fin superior. En primer lugar, el hogar se regía por la dominación y la fuerza, por un despotes, en tanto la vida de la polis tenía lugar por medio de la palabra y la razón [7] . En segundo lugar, y en contraste con la desigualdad del hogar y el despotismo de la monarquía bárbara, la ciudadanía de la polis era una relación de igualdad. La polis “sólo conocía ‘iguales’”, aunque la noción griega de igualdad era diferente de la nuestra; nada tenía que ver con los derechos naturales universales, ni suponía paridad de riqueza, talento o habilidad [8] . Se trataba más bien de una especial y artificialmente creada igualdad de estatus en cuanto ciudadanos. En consecuencia, ser ciudadano “no significa ni gobernar ni ser gobernado” [9] .

En tercer lugar, ciudadano en la polis significaba admisión a la “esfera de la libertad” pública, en tanto la esfera privada estaba regida por la necesidad –no sólo la dominación del amo sobre la familia y los esclavos, sino las “necesidades de la vida”, que incluso gobernarían al propio amo de no tener a otros que se las proveyeran [10] . El hogar era considerado el locus de la vida económica; era la unidad básica de producción, según lo sugiere la palabra griega para hogar, oikia, la raíz de nuestro vocablo “economía” [11] . Era el lugar propio del trabajo, de las actividades “relacionadas con el mantenimiento de la vida”, sostiene Arendt, tal y como las más directas necesidades de la función corporal y de la reproducción de la especie quedan debidamente relegadas en el ámbito privado [12] .

De ahí que a “ninguna actividad tendente sólo a ganarse la vida, al exclusivo sostenimiento del proceso vital, se le permitiera formar parte del ámbito político” [13] . Lo “económico” era “no político… por definición”, pues “todo lo meramente necesario o útil” tenía que ser “estrictamente excluido” del bios politikos, del reino de la libertad [14] .

Arendt es extremadamente ambigua acerca de si la libertad y la acción son posibles en el ámbito privado o sólo en el público [15] . Quizá su intención haya sido distinguir entre acción en general y gran acción o acción heroica, la que en cierto modo encarna la esencia de lo que por doquier es acción. La primera es característica de los seres humanos como tales, puede ocurrir incluso en la vida privada y en la social, e incluye quizá la conducta; la última está confinada al ámbito público y requiere una arena política. Por ello dice Arendt que, “para su pleno aparecer, la acción necesita el brillante fulgor un tiempo llamado gloria, y que es posible tan sólo en el ámbito público”, pues la excelencia “requiere por definición” la presencia de otros “como audiencia, y no sólo la presencia casual o familiar de inferiores o iguales a uno”, sino necesariamente “la formalidad de lo público, constituido por los pares de uno” [16] .

Esto nos conduce a la auto-revelación y a la búsqueda de gloria. La acción es la revelación y expresión del yo, de la singularidad humana. “Variaciones y distinciones” tienen ya lugar en formas inferiores de vida, “pero sólo el hombre puede expresar tal distinción y distinguirse él mismo”, al punto de “llegar a ser único” [17] . De modo que “al hablar y actuar, mostramos quiénes somos, revelamos nuestra singular identidad personal y única”, manifestando “’quién’ en contraposición a lo ‘que’ somos” [18] . Hacer objetos, aunque sean las obras de genios artísticos, no puede revelar lo singular de nuestro yo, prosigue Arendt, pues el creador siempre es más que la creación. Esto puede ser cierto también de cualquier acción particular: yo siempre soy más que esta o aquella acción que he hecho; mas la suma total de mis acciones, la historia de mi vida, sí dice quién fui [19] .

En ocasiones parece que dicha revelación pueda tener lugar en la vida privada; según Arendt, el amor –que sólo en el ámbito privado puede sobrevivir- tiene Sin embargo “un inigualable poder de auto-revelación”, de manifestar “quién… el enamorado puede ser” [20] . Además, en la vida moderna la gente se revela a sí misma “sólo en el terreno privado de la familia o en la intimidad de la amistad”, en tanto para el intelecto antiguo era el ámbito público el “reservado para la individualidad” [21] . “El hombre político” se caracteriza por lo que Arendt, siguiendo a John Adams, llama “la pasión por la distinción… un deseo de ser visto, oído, mentado, aprobado y respetado”, una pasión cuya “virtud” es el “deseo de sobresalir frente a otro” y cuyo vicio es “la ambición”, con su deseo “de poder como medio de distinción” [22] .

Aparte de la distinción, Arendt a veces da a entender que es la propia realidad lo que aquí está en cuestión. Pues “la aparición –algo que está siendo visto y oído por otros tanto como por nosotros mismos- constituye la realidad. Comparada con la realidad que promana de ser vistos y oídos, incluso las mayores fuerzas de la vida íntima… conducen a un tipo de existencia incierta, en penumbra” [23] . La restringida audiencia de familia y amigos, por tanto, sólo puede proveer una “realidad limitada” [24] .

Ello parece deberse en parte a que el ámbito público ofrece una pluralidad de perspectivas de las que carece el privado, y en parte porque dota de permanencia a los recuerdos.

Sólo el ámbito público, una especie de organización de los recuerdos, ofrece “la posibilidad de lograr algo más permanente que la propia vida”, una “inmortalidad” terrenal [25] . Las obras de arte, creaciones del genio individual, también son duraderas, pero, como vimos, no capturan en pleno al yo creador; el amor sí captura la esencia del yo, pero no ofrece permanencia.

Arendt afirma que en el mundo moderno los ámbitos público y privado han sido desdibujados y suplantados en gran parte por algo a lo que llama “sociedad”, o “lo social”, un “fenómeno relativamente nuevo cuyo origen coincide con el surgimiento de la época moderna”. Lo social, “estrictamente hablando”, no es “ni privado ni público” [26] . En términos generales, parece que el ámbito social tiene que ver con la economía, la producción y la necesidad, que eran privadas en el mundo antiguo; no obstante, lo social es colectivo, a gran escala e impersonal. Es un reino de uniformidad antes que de distinción personal; lo social impone “exigencias niveladoras”, y “el conformismo le [es] inherente”. Lo social contrasta con la pluralidad y singularidad que caracterizaron alguna vez la vida pública: “la sociedad exige siempre que sus miembros actúen como si fueran miembros de una familia enorme que tiene una única opinión y un único interés” [27] . La sociedad es también el reino de la “conducta”, y “excluye la posibilidad de la acción… imponiendo reglas innumerables y variadas tendentes en su totalidad a normalizar a sus miembros, a infundirles un patrón de conducta” [28] . A ello se debe que la sociedad haya hecho posible la estadística como ciencia social, que estudia las uniformidades del comportamiento que la sociedad exige e impone [29] .

La sociedad” ha “invadido” y “conquistado el ámbito público”, pero hay una ambigüedad significativa acerca de lo que precisamente tal victoria significa [30] . A veces se nos dice que la sociedad ha “destruido” el ámbito público: lo público “se desvanece” hasta casi “desaparecer para siempre” [31] . En otras ocasiones lo público se parece más a un lugar, el cual no ha sido destruido, sino ocupado, en la medida en que la sociedad desplaza al primer ocupante: lo político. En este segundo sentido, el ámbito público no tiene necesidad alguna de ser político, sino que dará cabida a cualquier actividad que una comunidad considere central y sea el foco de su atención. Así, en algunas ciudades antiguas y en la mayoría de las medievales la plaza pública se la apropiaban artesanos y mercaderes –homo faber, les llama Arendt-, comprometiéndose en una “conspicua producción” pública [32] . Más recientemente es al hombre como trabajador y consumidor, el animal laborans, al que “se le ha permitido ocupar el ámbito público” [33] . “En la medida en que el animal laborans permanece en posesión del mismo, no puede haber ningún ámbito público verdadero, sino sólo actividades privadas desplegadas al aire libre” [34] . Sólo que eso es precisamente lo que Arendt entiende por “sociedad”: ese “reino curiosamente híbrido en el que los intereses privados asumen significación pública” [35] .

La misma ambigüedad reaparece en la relación de lo social con lo político. Por un lado, son incompatibles, por cuanto lo político exige acción, mientras lo social la excluye. Pero por otro lado, Arendt también dice que, al debilitarse, el ámbito público deja tras sí ciertas formas políticas características precisamente de la sociedad –uno casi desearía decir “ciertas formas políticas no-políticas”-. Arendt habla de la reducción de lo político a “una esfera muy restringida del gobierno”, y de la reducción del gobierno, a su vez, a la administración. Arendt se refiere a la “burocracia” como “la forma más social de gobierno”. Menciona, asimismo, algo como la presión de los intereses de grupo sobre la política como “una forma perversa de ‘actuar en común’”, que sólo hace sobresalir a “quienes nada saben y nada pueden hacer” [36] .

En Sobre la revolución Arendt es más explícita respecto del significado de la intrusión de la sociedad en lo público, aceptando que “la cuestión social” pueda tratarse “mejor y más simplemente” como “la existencia de la pobreza” [37] . Decisivo para su punto de vista es la convicción de que, con anterioridad a nuestra época, el problema de la pobreza “no podía resolverse por medios políticos”. Sólo “el desarrollo de la tecnología y no el desarrollo de las ideas políticas modernas” ha logrado que los problemas de la pobreza sean solucionables para nosotros [38] . Para Arendt, tales problemas son “asuntos de administración, a depositar en manos de los expertos, más que cuestiones susceptibles de resolverse mediante el doble proceso de decisión y persuasión” [39] . Por consiguiente, “ninguna revolución ha solventado jamás la ‘cuestión social’ y… el entero registro de las revoluciones pasadas demuestra sin la menor duda que todo intento de dar solución a la cuestión social con medios políticos condujo al terror, y que es el terror lo que conduce las revoluciones a su fracaso” [40] .

Por qué ocurre eso? Arendt da dos explicaciones, una ontológica y otra psicológica o sociológica. Desde el punto de vista ontológico, según hemos visto, los asuntos económicos se oponen por definición a la libertad y a la capacidad para la acción. La pobreza es una “fuerza deshumanizadora… porque pone a los hombres bajo el dictado absoluto de sus cuerpos, es decir, bajo el dictado absoluto de la necesidad” [41] . Por eso, “cuando los pobres, llevados por las necesidades de sus cuerpos, irrumpen en la escena de la Revolución Francesa… la necesidad apareció con ellos, y el resultado fue que el poder del antiguo régimen se volvió impotente y la nueva república nació muerta” [42] .

Más concretamente, fue en particular una clase histórica de gente la que “hizo su aparición en la escena política”, y algo relacionado con ella fue lo que llevó la política a la ruina e hizo abortar la Revolución. “Fue el pueblo y no los problemas económicos y financieros generales lo que estaba en discusión, y el pueblo no se entrometió, sino que irrumpió en la esfera política. Su necesidad era violenta y, por así decir, pre-política”, y por consiguiente destructiva de la política.

Paragonadas con los sufrimientos inmensos de la inmensa mayoría del pueblo, la imparcialidad de la justicia y de la ley, la aplicación de reglas idénticas a quienes dormían en palacios y a quienes dormían bajo los puentes de París, era como una burla” [43] . Esa “multitud que apareció por primera vez a plena luz del día” en la Revolución Francesa, “fue de hecho la multitud de los pobres y los oprimidos, a quienes los siglos anteriores habían mantenido ocultos en la oscuridad y en la vergüenza”, en el ámbito privado del hogar. El ámbito público tenía ahora que “ofrecer su espacio y su luz a esa inmensa mayoría, que no son libres debido a que se dejan conducir por las necesidades cotidianas” [44] .

De las ideas que hicieron la Revolución, “la noción y el gusto de la libertad pública” fueron “lo primero en desaparecer”, afirma Arendt citando en parte a Tocqueville, “por cuanto fueron incapaces de resistir el asalto de la miseria a la que la Revolución había dado vía libre” [45] . Una vez “expuestos” los sufrimientos del pobre a la luz pública, “fue la furia y no la virtud” lo que hizo su aparición, pues “la furia es de hecho la única forma en la que la desgracia puede llegar a ser activa” [46] .

Así pues, para Arendt, dado que la acción política no puede solventar los problemas económicos, y que la miseria puede activarse sólo en modo destructivo, parece que lo mejor para el pobre y el trabajador es permanecer al margen de la esfera pública. Como las mujeres, pertenecen al hogar y han de ocuparse del cuerpo: “Desde los inicios de la historia hasta nuestros días ha sido siempre la parte corporal de la existencia humana lo que requirió permanecer oculto en lo privado. Ocultos estaban los trabajadores, quienes ‘satisfacían con sus cuerpos las necesidades (corporales) de la vida’, y las mujeres, quienes garantizaban con su cuerpo la supervivencia física de la especie… El hecho de que la edad moderna emancipara a las clases trabajadoras y a las mujeres más o menos en el mismo momento histórico ha de contarse, desde luego, entre las características de una época que ha dejado de creer que las funciones corporales y las ocupaciones materiales deberían permanecer ocultos” [47] . Sin embargo, sabemos que, al decir de Arendt, las ocupaciones materiales (como también las funciones corporales) han de excluirse del ámbito público; de ahí que un fragmento como el anterior obligue a uno a preguntarse si ella alberga también sus dudas acerca de la “emancipación” de los trabajadores y las mujeres.

Es posible que Arendt defienda doctrina tan despreciable: la que niega la posibilidad de libertad, de una vida realmente humana, e incluso de la realidad, a todos salvo a un puñado de varones que dominan a todos los demás y les excluyen mediante la violencia de todo privilegio? Y cuando excluidos y miserables entran en la historia, ¿es posible que Arendt les condene por su furia, por su nulo respeto de la “imparcialidad de la justicia y de la ley”? ¡Imparcialidad!, ¡Justicia! ¿Dónde estaban esos principios cuando la inmensa mayoría era relegada a la vergüenza y a la miseria? En esta interpretación, la exclusión de “todo lo meramente necesario o útil” de la vida política significa simplemente la exclusión de los explotados por sus explotadores, quienes pueden afrontar no discutir sobre economía y dedicarse a “asuntos más elevados”, dado que viven a costa del trabajo de los otros.

No obstante, se trata aquí más de un error que de injusticia. Creo que bajo esta interpretación uno ni siquiera puede hacer inteligible la política; ni los beneficiarios de la misma obtendrían ningún beneficio real. Para aclarar lo que quiero decir, formulemos dos preguntas a Arendt: ¿qué mantiene a estos ciudadanos juntos en un mismo cuerpo político? ¿Y de qué hablan cuando están juntos, en esa conferencia interminable, en el ágora?

En cuanto a lo que unifica a la ciudadanía, Arendt reconoce que su concepto de acción pública “subraya el impulso hacia el auto-desvelamiento a expensas de los restantes factores”, y que por lo tanto “es sumamente indivualista” [48] . Ciertamente, para los griegos el ámbito público “estaba permeado por un espíritu ferozmente agonal, en el que cada uno tenía constantemente que distinguirse a sí mismo” a fin de probar “que era el mejor de todos” [49] . Pero asimismo lo que más generalmente caracteriza al ciudadano es “la convicción de que lo más grande que el hombre puede lograr es su propia aparición y realización” [50] . Evidentemente, lo que mantiene juntos a estos ciudadanos competitivos es que cada uno necesita a los demás de audiencia, como medios para su fin personal. La polis, dice Arendt, “tiene una doble función” para los griegos; supuestamente debía “multiplicar las ocasiones de ganar ‘fama inmortal’, es decir, para multiplicar las oportunidades para cada uno de distinguirse a sí mismo”; y, en segundo lugar, se suponía que debía “ofrecer un remedio a la futilidad de la acción y del discurso”, para aumentar la probabilidad de que la grandeza se recordase permanentemente [51] . Era en aras de esa oportunidad, y por amor hacia el cuerpo político que los hizo posibles, por lo que cada uno estaba dispuesto a compartir las cargas… de los asuntos públicos” [52] . Sin embargo, esta actitud no se limita a los griegos, pues cuando Arendt se pregunta explícitamente por la “fuerza” que mantiene juntos a los ciudadanos en general, su respuesta consiste en la tradicional y del todo improvisada invocación de la teoría del contrato social. Cada uno ve su propia ventaja en estar unido a los demás, y por consiguiente él mismo se vincula a ellos por medio de “la fuerza de las promesas o los contratos mutuos” [53] .

Esta es una enseñanza sorprendente para una pensadora cuya entera doctrina parece en otros aspectos una permanente crítica del cálculo utilitarista del interés propio, que todo lo reduce a lo “meramente necesario o útil”, y en particular de tratar a los seres humanos como medios para los fines privados, “como uno trata otro ‘material’” [54] . Los ciudadanos de Arendt parecen no menos egoístas que cualquier “hombre económico racional”.

Y de qué hablan los ciudadanos, en el ámbito público, cuando cada uno intenta distinguirse? Los asuntos económicos están excluidos, tanto ontológica como funcionalmente, pues la intrusión de “lo social” destruiría la genuina vida pública. Para los griegos, al menos, hacer leyes estaba también excluido, pues consideraban la legislación como una tarea pre-política, un tipo de construcción análogo al de levantar una muralla de la ciudad, generalmente llevado a cabo por un legislador individual que ni siquiera sería un ciudadano utilizando el edificio público que él construyó [55] . Los griegos deliberaban mucho sobre artes militares, mas está claro que no es esto lo que Arendt aconsejaría en nuestro caso. Pero entonces, ¿qué contenido del discurso y de la acción políticos imagina Arendt? ¿Y por qué es esta cuestión tan difícil de responder en base a sus escritos?

La economía ha de excluirse porque atiende a las necesidades del cuerpo, y el cuerpo es una amenaza para la grandeza y la libertad humanas, algo vergonzoso que ocultar en la oscuridad íntima. La vida pública, por el contrario, es la búsqueda de la inmortalidad secular, la esperanza de ser recordado después de muerto, de modo que nuestro nombre y nuestra fama nos sobrevivan. Sin embargo, dado el curioso vacío de contenido que caracteriza la imagen de la esfera pública de Arendt, resulta difícil entender por qué esa fama inmortal debería ser tan importante y atractiva. Una cosa es tener esperanzas de inmortalidad celestial, pero la terrenal e inmortal fama que Arendt tiene en mente no parece buena cuando uno está muerto. ¿Por qué debería poner empeño –y tanto empeño- en que mi nombre y mis actos se recuerden una vez muerto y desaparecido?

Los ciudadanos de Arendt empiezan a parecer a niños clamando atención (“¡Miradme, soy el mejor!”. “¡No, miradme a mí!”), y deseando que se les confirme su coraje, su valor y aun su realidad. (No asombra que se sientan irreales: han dejado sus cuerpos tras sí, en el ámbito privado). Aun siendo mujer, hay mucho de machismo en la visión de Arendt. Incapaces de afrontar su mortalidad y vulnerabilidad física, los hombres que describe se esfuerzan sin cesar por llegar a ser sobrehumanos, y al entender que esa meta es irrealizale requieren confirmación incesante de los otros ante su ansiosa desilusión.

Sin embargo, ¿es realmente esto lo que Arendt pretende? ¿Por qué debería ella minar así su propio esfuerzo para salvar la vida pública y política?

III
A fin de descubrir qué fue mal en la exposición arendtiana de la vida y la acción públicas, comparemos sus ideas con las de Aristóteles, sobre quien tan a menudo discurre. La identificación de Arendt de la vida pública con la política, de ambas con la acción, y de las tres con lo distintivamente humano, deriva claramente de Aristóteles. “El hombre es un animal político”, enseña Aristóteles, una criatura que alcanzará sus máximas capacidades naturales sólo como ciudadano de la polis [56] . Aristóteles insiste, como Arendt, que la política es una relación entre pares que participan en el autogobierno, bien que la igualdad de los ciudadanos presuponga también diversidad y pluralidad entre ellos [57] . Como Arendt, también, distingue acción de fabricación, y asocia la acción y la política con la libertad; aunque Aristóteles permite tanto la acción privada como la libertad privada [58] . También diferencia las relaciones políticas de las del hogar, siendo ocupación de éstas la “propiedad” y las “condiciones necesarias” para la vida, mientras es cometido de aquéllas “la vida buena” y “la virtud” [59] . Lo que en definitiva diferencia a la asociación política de las tribus, alianzas y demás agrupaciones es “el espíritu de interacción (de los miembros)” [60] .

Todo ello guarda un gran parecido con la opinión de Arendt. Pero hay una diferencia crucial: la discusión de Aristóteles de la vida pública y política apenas si menciona el esfuerzo agonal por distinguirse uno mismo ante sus pares y volverse inmortal. En efecto, para Aristóteles “la ambición… es peligrosa para los Estados”, y el individuo destacado es una amenaza para la igualdad de los pares y “el espíritu de amistad” del que “depende la comunidad” política [61] . La exposición aristotélica, pues, no hace surgir, como sí hace la de Arendt, un sentido de ansiedad y de esfuerzo egoísta de los ciudadanos.

Por el contrario, para Aristóteles, lo que hace valiosa la actividad política, lo que mantiene unida una polis y vuelve a los ciudadanos (en palabras de Arendt) “más o menos predispuestos a compartir la carga… de los asuntos públicos” es la justicia. La justicia es “el bien” que se persigue en la política, y por ende el mayor de los bienes (humanos) y “el que más se persigue”. La justicia “pertenece a la polis”, pues es una “ordenación de la asociación política” y “consiste en aquello que tiende a promover el interés común” [62] . La capacidad de justicia, además, ayuda a distinguir al hombre de los animales; pues dicha capacidad está directamente vinculada a los dos modos como Aristóteles define al hombre: como criatura política y como criatura caracterizada por el logos –o sea: lenguaje, discurso, racionalidad. La argumentación de la Política al respecto, aunque muy condensada, es también muy poderosa: la razón por la que un hombre es una criatura de la polis ha de conectarse con el hecho de ser una criatura dotada de logos, pues “la naturaleza… no hace nada en vano”. El lenguaje “sirve para afirmar lo que es ventajoso o nocivo”, y por lo tanto “lo que es justo y lo que es injusto”. De este modo, sólo el hombre entre los animales “posee la percepción del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de otras cualidades semejantes; y es la asociación en (la percepción común de) tales cosas lo que constituye una familia y una polis” [63] .

La idea de justicia, central para Aristóteles, está llamativamente ausente de la, por lo demás, estrechamente paralela exposición de Arendt. Más aún, si bien para Aristóteles la política y la justicia tienen que ver con lo recto y lo incorrecto, con la moralidad y la virtud, también tienen que ver con el privilegio económico y el poder social. Sus exposiciones, no sólo las relativas al conflicto y al desorden civil, sino también las de las diversas formas de regímenes rectos, están atravesadas por consideraciones acerca de la riqueza, el estatus y las relaciones de clase. La economía está implicada entre los requisitos para ser un miembro cívico de la comunidad, en la estabilidad política, en la diversidad de constituciones, como también en las consecuencias de todo acto político. Naturalmente, la riqueza no es el objeto o propósito de la política, pero sin duda es un asunto permanente de la vida política; y la justicia no puede dejar de lado los aspectos económicos.

IV
Para una teórica política de su estatura y rango, Hannah Arendt tiene notoriamente poco que decir sobre la justicia. Ciertamente, y al contrario de Aristóteles, no reservó un lugar central al concepto en su pensamiento político; en sus obras abstractas de teoría política raramente usó la palabra [64] . Ello no se debe a que se opusiera a la justicia o la considerase algo trivial, sino a su determinación por salvar el ámbito público y la libertad política. Si la justicia se volviese parte de la vida pública y política –y mucho más si fuera su centro-, Arendt temía que arrastrara consigo las peligrosas consideraciones económicas y sociales, al pobre, hambriento y exaltado, que destrozaría lo que debía salvarse.

En los términos de la tipología introducida más arriba, el cometido básico de Arendt era claramente la tercera dimensión, en su aspecto sustantivo más que en el meramente formal: el auto-gobierno compartido de una comunidad libre, el bios politikos. Pero para protegerla se sintió constreñida a romper con la segunda dimensión, la de las condiciones económicas y sociales que estructuran la vida de los ciudadanos, asunto en parte suyo. Lo público ha de ser valorado por sí mismo, no degradado a mero medio de un fin menor. Como dice Tocqueville, “quien busca en la libertad algo más que ella misma ha nacido para ser esclavo” [65] . Pero como resultado, Arendt más de una vez dio la impresión de que tan sólo se ocupaba de la primera dimensión del ámbito público: la publicidad, el esfuerzo competitivo en pro de una imagen pública memorable. En consecuencia, el modo en que intentó proteger y revitalizar lo público tan sólo logró volver incomprensible su genuino valor para nosotros. Más en concreto, al proscribir la justicia de su visión política, Arendt se negó a sí misma la que bien pudo ser el arma más poderosa a favor de su causa.

La ironía es aún más visible en relación con su concepto de acción. Mientras que el ámbito público se halla amenazado por lo social, la acción se ve amenazada por un par de actitudes o estados de la mente inapropiados, ambos en conexión con lo social: las actitudes de adecuada utilidad y de pensamiento como “proceso”.

La preocupación por la utilidad adecuada es característica de la mentalidad del homo faber. Es la actitud de la eficiencia técnica, la búsqueda práctica de los medios más idóneos para el fin concebido. Aplicada a los asuntos humanos y a la acción, nos predispone a vernos y tratarnos como objetos, como medios para nuestros fines privados. El pensamiento técnico nos hace concentrarnos sobre los medios; estrecha nuestra visión al punto de olvidar nuestra responsabilidad por los fines, la necesidad de deliberar sobre los mismos con los demás actores. Dicha perspectiva tiende a ser reduccionista y a destruir el significado, la significación simbólica y las relaciones humanas, sumiendo nuestras vidas en un vacío [66] .

La otra actitud inapropiada para la acción, el pensamiento como “proceso”, es la mentalidad del animal laborans. Se trata en esencia de la convicción de que somos productos desamparados de fuerzas causales, históricas o sociales, que nos privan de toda elección o capacidad de iniciativa. Su peligro para la acción y la política es palmario: nos hace pasivos, inconscientes tanto de nuestras opciones como de nuestras responsabilidades. Si a la mentalidad técnica se la asocia con “el hombre económico racional” y el motivo del beneficio, con la política dominada por el interés del ‘quién da qué, cuándo, dónde y cómo’, al pensamiento como “proceso” se le asocia con el determinismo económico marxiano y con el totalitarismo, la predisposición a sacrificar a millones de seres humanos en nombre de la necesidad histórica. Así, para Arendt, ambos modos de pensamiento inapropiados para la acción están vinculados con la cuestión económica y la cuestión social, con la necesidad de alternativas tanto para la dictadura comunista como del liberalismo y sus intereses sectoriales.

Para protegerse de los peligros gemelos de la conveniencia y el proceso, Arendt enfatiza de continuo la autonomía de la acción, y aspira a divorciarla de todo tipo de motivos, propósitos, condiciones previas y consecuencias. Pues al pensar la acción como emprendida en aras de algún resultado específico, práctico, podríamos juzgarla y considerarla en términos de adecuación, utilitarios. Y si la pensamos como producto de alguna condición o intención previa, podríamos considerarla como parte de una cadena causal y perder de vista su naturaleza de libre [67] .

El propósito de Arendt es trasladarnos del proceso y la adecuación a la posibilidad de gloria, de grandeza. Y la “grandeza”, que Arendt identificó con “el significado específico de cada acto, sólo puede residir en la ejecución misma, y no en su motivación o su éxito” [68] . Mas aparte de oscuro, ese modo de conceptuar la acción es contraproducente. Pues, en primer lugar, una acción conectada a nada que la preceda o continúe parece arbitraria y sin sentido. Y, en segundo lugar, apelar al heroísmo o la gloria desvinculándose de todo criterio de rectitud que trascienda al individuo está destinada, en el mejor de los casos, a mera pose; y en el peor, a violencia y guerra.

Nada podría estar más alejado de las intenciones de Arendt, quien desprecia explícitamente toda auto-exhibición fatua y banal [69] . Cualquiera que se esfuerce de manera deliberada por crear una imagen propia está abocado al fracaso; y cualquier sociedad en la que algo así esté ampliamente difundido queda incapacitada para la vida pública [70] . Donde todos anden haciéndose propaganda mutua, nadie puede confiar en lo que otro diga, por lo que el poder “revelador” del lenguaje se perderá [71] . Pese a manifestaciones en contrario, Arendt apostaba de hecho por el auto-desarrollo y no por la auto-exhibición; su objetivo era la “realización” o el hacer “patente” “el yo latente” del actor [72] . Era consciente, además, de que todos los seres humanos, pobres incluidos, están capacitados para la acción y la ciudadanía [73] . De ahí que ella misma reconociera ocasionalmente que “forzar a una parte de la humanidad a la oscuridad del sufrimiento y la necesidad” para que otra parte pudiera ser libre es “injusticia violenta”, y que al menos ciertos líderes de la Revolución Francesa actuaron movidos por “un sentido profunda y constantemente frustrado de justicia” [74] .

Tampoco puede haber sido Arendt tan hostil al cuerpo y al hogar, “las preocupaciones de las mujeres”, como a menudo daba la impresión; después de todo, ubicó su obra magna en un marco de solicitud por el cuerpo de nuestra “Tierra, que fue la madre de todas las criaturas vivientes bajo el cielo”, de preocupación por si a través de nuestra ciencia importamos “procesos cósmicos” a “la naturaleza… terrestre incluso con el obvio riesgo de destruirla” [75] .

Ni puede Arendt desconocer la gran importancia que para la política hayan revestido siempre los asuntos sociales y económicos, incluso en la polis. En efecto, ella insistía en que el reino público sólo alcanzaría estabilidad si los ciudadanos se relacionaban unos con otros por algún asunto subjetivo tangible, “los objetos –las construcciones, herramientas y artefactos… que configuran nuestro mundo”-. Por medio de tales objetos, que después de todo constituyen la riqueza y los medios de producción, aunque Arendt no lo diga así, el ámbito público “nos reúne” en modo ordenado, “previene que nos desplomemos sobre los demás, por así decir”. Ese mundo de cosas en el que estamos interesados es un medio tangible que relaciona “a quienes lo tienen en común, del mismo modo que una mesa está situada en medio de quienes se sientan en torno a ella”. Lejos de estar amenazados por preocupaciones e intereses mundanos, el ámbito público los requiere, y “la mayoría” de las acciones tienen “que ver con alguna realidad mundana objetiva”, con algún interés [76] .

Así pues, quizá no se trate de un asunto subjetivo particular, ni de una particular clase de gente, sino de una particular actitud contra la cual el ámbito público ha de ser protegido -Aristóteles hubiera dicho un inapropiado “espíritu de interacción”-. Quizá haya de identificarse a un “trabajador” no por su modo de producir, ni por su pobreza, sino por su punto de vista orientado “a modo de proceso”; quizá se halla “guiado por la necesidad” no objetivamente, sino porque se ve a sí mismo como guiado, inadecuado para la acción. Son numerosos los textos que avalan lectura semejante [77] . Arendt tenía plena conciencia de que “lo social” era llevado hasta el ámbito público menos por medio del pobre “guiado” que por sus bien nutridos líderes, movidos por la piedad y, en el caso de la burguesía, por la ansiedad y la codicia [78] . Y de que los pobres mismos llegaban a ser activos políticamente no cuando la necesidad objetiva conducía a la mayoría, sino justamente cuando llegaban a ver su sufrimiento redimible al retroceder los límites de la necesidad [79] . A ello se debe que las mismas asociaciones populares que durante la Revolución Francesa formularan “violentas demandas” de “medios de subsistencia” y de “felicidad” fueran también, empero, genuinas “manifestaciones de libertad y espíritu público”, inaugurando “un nuevo tipo de organización política” en grado de permitir a la gente común convertirse en “participantes en el gobierno” [80] .

V
Ninguna interpretación sobre política o sobre el ámbito público puede tener razón si los vacía enteramente de contenido sustantivo, de lo que está en juego. Ninguna interpretación semejante puede desplegar su potencial seriedad y valor ante nosotros, ni decirnos lo que son correctamente. La vida política no es ningún deporte para el ocio de los aristócratas, en el que puedan cultivar su honor o desplegar su valor. Es la actividad mediante la cual grupos de gente relativamente amplios y permanentes determinan lo que colectivamente quieren hacer, fijar cómo desean vivir juntos y decidir su futuro en la medida de lo posible. En este sentido, la vida pública es extremadamente seria e importante, y potencialmente de gloria sin par. Pero nunca acaece en abstracto, desprovista de contenido; siempre afecta a la vida de gente real.

Sin embargo, Arendt tiene seguramente razón al temer la destrucción de la libertad política en nuestra época, y al vincular dicho peligro a nuestros modos de pensar sobre la vida pública. Así, nuestra tarea consiste en encontrar un modo de conceptuar lo público que asiente sus raíces en las necesidades humanas y en sus consecuencias para el poder, el privilegio y el sufrimiento, mas sin caer en los peligros que Arendt teme. ¿Cabría reconocer, por ejemplo, la centralidad de las cuestiones económicas y sociales para la vida pública sin reducir la libertad política a un mero maniobrar competitivo en aras del beneficio privado, o bien a mero resultado de algún proceso social inevitable? El concepto de justicia, creo, sería central en semejante tarea teórica, pues la justicia tiene que ver precisamente con las conexiones entre beneficio y derecho, utilidad y significado, aspiración privada y quehacer público.

Permítaseme esbozar ese alternativo modo de pensar, tangente en muchos puntos a la doctrina de Arendt. Más que ninguna otra especie, los seres humanos son productos de su sociedad. Al haber nacido más desamparados, menos desarrollados que los demás animales, el modo como nos desarrollemos depende más de nuestro medio ambiente de lo que es cierto para los otros animales. Al ser animales que utilizamos herramientas que actúan extensivamente sobre nuestro mundo, y al ser animales que utilizamos el lenguaje no sólo para comunicarnos, sino para conceptuar de manera abstracta, el “medio ambiente” que tan profundamente condiciona nuestro desarrollo también varía enormemente de una sociedad a otra, y de una época histórica a otra. Soy de lejos mucho más diferente de una mujer del antiguo Egipto de lo que lo es mi gato del suyo. Somos criaturas culturales.

Pero puesto que la cultura que nos modela es ella misma hecha y modificada por seres humanos (de hecho, la cultura no material simplemente consiste en la actividad de sus miembros), somos también los creadores de la cultura. Naturalmente, esto es lo que se entiende por la expresión de que “el hombre se hace a sí mismo”. Todas las especies producen a su prole, y así a la especie, pero los seres humanos también producen una gran parte de las condiciones que nos modelan. Durante la mayor parte del tiempo, en la mayoría de los aspectos de la vida, producimos aquellas condiciones sólo como involuntarios resultados de lo que estamos llamados a hacer. Cada uno de nosotros tiene una vida privada con sus necesidades y objetivos, y de la incontrolada intersección de millones de esas vidas emergen las condiciones sociales y el proceso histórico. A veces, intentamos en cuanto individuos pensar públicamente, adaptar nuestras acciones privadas a patrones más amplios que observamos en nuestra sociedad. Pero sabemos que para la mayoría de nosotros esos actos privados y aislados no producirán diferencia alguna. Naturalmente, en nuestra vida privada no somos todos igual de impotentes; hay algo así como un poder privado, y en algunas sociedades puede ser realmente grande. Sólo que está dirigido hacia objetivos privados, parciales, y sin coordinar con otros poderes e intereses. Cuando el poder privado llega a ser suficientemente grande, puede incluso servir de contrapeso y controlar el formalmente definido ámbito público, hacer de hecho política para la entera sociedad en aras del interés privado y bajo el control de unos pocos.

Para ser claros, el poder que es formalmente público puede también ejercerse por unos pocos en interés de una parte de la sociedad. Lo que distingue a la vida pública es su potencial para tomar decisiones no meramente en nombre de la entera comunidad, sino de hecho por esa comunidad colectivamente, mediante la acción política participativa, y en aras del interés común. Lo que distingue a la vida pública, pues, no es la importancia de sus consecuencias sustantivas para mucha gente, pues eso podría ser verdad para el poder privada a amplia escala, la actividad económica o las prácticas de crianza de los niños. Lo que distingue a la política, como Arendt y Aristóteles dicen, es la acción –la posibilidad de una intervención compartida, colectiva, deliberada y activa sobre nuestro destino, en lo que de otro modo sería el resultado de decisiones privadas. Sólo en la vida pública podemos ejercer conjuntamente, en cuanto comunidad, la capacidad humana de “pensar lo que estamos haciendo”, y tomar a nuestro cargo la historia en la que todos sin cesar nos vemos metidos por dejadez e inadvertencia [81] .

No todas las sociedades tienen vida pública en este sentido. El desarrollo de la mayor parte de los aspectos de la vida social se abandona a la deriva y al poder privado. Es probable que muchas actividades sólo en tal modo puedan resultar exitosas. Pero la promesa distintiva de la libertad política sigue siendo la posibilidad de una genuina acción colectiva, de una entera comunidad modelando consciente y conjuntamente sus normas de conducta, su modo de vida. Desde tal perspectiva, decir que somos animales políticos es decir que disponemos del poder de hacernos cargo de las fuerzas que nos modelan y limitan, y que nuestro pleno desarrollo como seres humanos depende de que ejercitemos dicho poder. Sólo la ciudadanía nos capacita para hacernos cargo y tomar la responsabilidad de las fuerzas sociales que de otro modo dominarían nuestras vidas y limitarían nuestras opciones, aun cuando las produzcamos. Una familia u otra asociación privada puede inculcar principios de justicia compartidos en una comunidad, pero sólo como ciudadanía pública podemos conjuntamente hacernos cargo y responsabilizarnos de tales principios.

Kant sugiere algo similar en su concepción de la autonomía moral, a saber: que no somos actores morales maduros hasta que no nos auto-gobernemos y aprendamos a responsabilizarnos no sólo de nuestras acciones, sino también de las normas y principios en virtud de los cuales actuamos [82] . En la medida en que sólo la costumbre o la tradición orienten nuestras vidas, y seamos inconscientes de la implícita elección que enmascaran, hay una parte de nosotros mismos en cuanto actores en el mundo que nos pasa desapercibida y de la que no estamos reconociendo nuestra responsabilidad.

Kant habla aquí incluso de “legislación”, pero lo hace en sentido metafórico [83] . Podemos hacer leyes o reglas para nuestra vida privada, al igual que podemos inventar lenguajes privados; pero es porque hay ya cosas tales como reglas y palabras, actividades como legislar y hablar, que son originaria y primariamente interpersonales. La ciudadanía aristotélica va más allá del concepto de autonomía moral de Kant: no se ocupa tan sólo de la legislación metafóricamente promulgada por los individuos, sino de la experiencia fáctica de hacer, aplicar y modificar las normas que rigen la vida de la comunidad a través de la deliberación, el debate y la acción públicos.

Es la experiencia la que nos enseña la justicia y el juicio político. Lo que ha de aprenderse aquí no es únicamente la reciprocidad –que soy una más entre muchas otras personas como yo-, sino también cómo hacer reglas y normas de conducta generales con otros que tienen opiniones e intereses distintos. Lo que está aquí en juego no son ya meras máximas generales de carácter hipotético, sino reglas y normas de conducta fácticas que otros harán cumplir y bajo las que todos deberemos vivir. Aquí no se trata, como para convertirse en agente moral, de relacionar “yo” con “tú”, o incluso “yo” con “ellos”, sino de relacionar “yo” con “nosotros” en un contexto en el que muchos otros yoes aspiran también a ese “nosotros” –aspiraciones que no sólo he de tener en cuenta cuando legislo, sino aspiraciones a compartir igualmente conmigo el legislar. En ese proceso, yo no sólo aprendo sobre los otros, y por ende sobre la comunidad, sino también sobre mi propia apuesta personal en dicha colectividad, mi apuesta por ser un miembro de la misma y por las condiciones de mi membresía. Y yo aprendo eso en un contexto de responsabilidad, no de manera abstracta, a través del pensamiento, sino en la acción, con sus amplias y tangibles consecuencias.

Y con todo la responsabilidad es, y ha de ser, compartida. Al contrario que en la metafórica legislación de la moralidad kantiana, la acción política tiene que mirar no sólo por la rectitud, sino también por la efectividad, y puede en general ser recta sólo si es a la vez efectiva. En la vida pública, rectitud y conveniencia están entrelazadas de manera inextricable. Cierto, la política es competitiva y conflictiva, y tiene consecuencias para los relativos beneficios y cargas de los diferentes miembros de la comunidad. Componer tales conflictos es el para qué y el ser de la política. Pero naturalmente, la política tiene también que ver con la definición del estatus, el poder y el privilegio relativos, lo cual define también la naturaleza de nuestra comunidad y las normas y principios por los que debemos vivir. Al decidir sobre la perenne cuestión política ‘qué debemos hacer’, estamos inevitablemente decidiendo al mismo tiempo tanto lo que cada uno de nosotros desea obtener como lo que nosotros, en cuanto comunidad, queremos ser.

Así, Arendt está en lo cierto: el yo está mucho más en juego en la vida pública, y un estrecho cometido en aras de la conveniencia y del beneficio ocultará la más importante consideración del todo. La grandeza y la gloria humanas –y la justicia- hallan su locus último en el ámbito público. Pero mis conciudadanos son menos una audiencia ante la que intento presentar una imagen memorable de mí mismo, que co-actores en la autodefinición colectiva, y determinan junto conmigo no nuestra imagen, sino qué debemos ser, por qué debemos estar.

Pero la ciudadanía y la vida pública no pueden hacer tales cosas a menos que en ellas estén en juego intereses auténticos, a menos que las consecuencias de lo que hacemos en verdad nos importen, y a menos que seamos realmente conscientes de tales intereses y consecuencias. Ni siquiera estaremos listos para corregir la deriva de las fuerzas sociales a menos que las percibamos como son en realidad, y deliberemos sobre ellas en nuestros foros públicos. En la medida en que el ciudadano de la polis materialmente no ve a los esclavos y las mujeres en derredor suyo, no les cuenta como personas iguales a él, no se conocía a sí mismo ni a su comunidad debidamente, y no era justo. Nuestra vida pública es una forma vacía –en el mejor de los casos, una distracción insensata para unos pocos, en el peor una máscara hipócrita y odiosa del privilegio- a menos que combata activamente la dejadez azarosa y el poder social privado que modelan las vidas de la gente. Según aprendimos de las complejidades del pensamiento de Arendt, apelar al heroísmo sin más fin deviene fatua vanidad, al igual que la codicia y la necesidad no transformadas por consideraciones de justicia y comunidad debilitan y acarrean peligros. No es cuestión de desterrar el cuerpo, cometido económico, o la cuestión social de la vida pública; no será así como nos desembaracemos de su poder, sino que sólo empobreceremos la vida pública.

No es separar lo que necesitamos aquí, sino unir. Es la conexión lo que importa la transformación de las condiciones sociales en cuestiones políticas, de la necesidad y del interés en cuestiones de principios y justicia. Lejos de excluir la cuestión social como indigna de la vida pública necesitamos convertirla en política, a fin de hacer de ella un asunto de la acción y la dirección humanas. Para la vida pública, el peligro no proviene de admitir en ella la cuestión social, sino de no conseguir transformarla en actividad política, de permitir su entrada con “espíritu” equivocado.

No es ésa una meta a conseguir de una vez y para siempre, sino una tarea infinita, larga cuanto la vida; lo que nos hace humanos es la actividad en sí, no sus metas. Lo que importa es aprender a hacer y hacer repetidamente la transición de lo privado a lo público, del yo limitado a la membresía compartida en la comunidad.

Ahora bien, es precisamente la justicia y otros conceptos relacionados, proscritos por Arendt por vincular la moralidad a la conveniencia, lo que nos capacita para llevar a cabo esa transición de lo privado a lo público, del “yo” al “nosotros”. Echemos una breve ojeada a dos de las formas que dicha transición a través de la justicia puede adoptar; una puede considerarse como salvaguarda frente a los peligros de la conveniencia y la utilidad técnicas; la otra como remedio para el pensamiento como proceso y la apatía.

La primera perspectiva, la mentalidad del homo faber, nos caracteriza cuando llegamos a la política con nuestro interés privado firmemente en puño, deseando por todos los medios sacar por fuerza todo lo que podamos del sistema. Se trata de una condición común, pues lo privado es inmediatamente visible en nuestra vida diaria y en las relaciones cara a cara. Pero la participación real en la acción, la deliberación y el conflicto políticos nos pueden aclarar nuestras conexiones más lejanas e indirectas con los demás, el significado a largo plazo y a amplia escala de lo que deseamos y estamos haciendo. Inmersos en la vida pública por necesidades, temores, ambiciones o intereses personales, nos vemos obligados en ella a reconocer el poder de los otros y a apelar a sus criterios, incluso cuando intentamos hacerles reconocer nuestro poder y nuestros criterios. Nos vemos obligados a encontrar o crear un lenguaje común de proyectos y aspiraciones, no sólo a vestir nuestros puntos de vista privados con el disfraz público, sino a hacernos nosotros mismos concientes de su significado público. Nos vemos obligados, como mostrara Joseph Tussman, a transformar el “yo deseo” en “estoy autorizado para”, una aspiración que deviene negociable bajo criterios públicos [84] . Durante el proceso aprendemos a pensar sobre los propios criterios, sobre nuestra apuesta en la existencia de criterios, de justicia, de nuestra comunidad, incluidos los de nuestros oponentes y enemigos en la comunidad; al punto que, tras eso, hemos cambiado. El hombre económico se hace ciudadano.

La segunda versión de la transición tiene que ver con los oprimidos alienados y apáticos, que no se acercan a la política con su interés personal firmemente en puño, sino que sufren en privado, quizá furiosos y con un resentimiento difuso dirigido tanto contra sí mismos como contra cualquier otro. Suya es esa especie de transformación a la que alude C. Wright Mills: lo que fuera aceptado como problema personal llega a ser visto como asunto público viable, como una cuestión de justicia. Aquí nos topamos con el ama de casa que aprende por vez primera que no está sola en su miseria y su aburrimiento, que eso que la perturba es parte de una estructura social susceptible de modificación. Aquí hallamos también al pobre, quien, como en la Revolución Francesa, puede llegar a ver su situación como un producto humano en lugar de meramente natural, como algo impuesto y modificable, y por lo tanto injusto. Así devienen, según hemos dicho, politizados. Su inarticulado y quizá en privado impronunciado “¡No!” se convierte en reivindicación: “¡A nadie debe tratarse en tal modo!”. La transformación libera la pasión, como Arendt temía, pero también alista la pasión en la causa de los principios, de la justicia, de la comunidad.

En ambos modelos de transición descubrimos conexiones con los demás y aprendemos a preocuparnos por tales conexiones, aprendemos que lo que nos preocupa está arraigado en las relaciones sociales. Y descubrimos así el valor que tienen para nosotros nuestras instituciones públicas, la justicia y los principios, la reciprocidad y la acción política. Aprendemos durante el proceso que somos diferentes de lo que habíamos pensado, que nuestros intereses son distintos de los que creíamos. Descubrimos hasta qué punto nuestra membresía nos ayuda a definirnos, y el placer de llegar a ser activos en relación con ella junto con los demás. No sólo aprendemos que cabe reivindicar la justicia en aras de algún beneficio privado, sino también, y lo que es más importante, que nosotros mismos tenemos necesidad de una justicia imparcial, que lo que cuenta como beneficio o pérdida, lo que cuenta como parte de nosotros mismos, depende de nuestra membresía, de a quién llamamos “nosotros” y de lo que llamamos “justo”.

En cierto modo, la teoría política siempre tuvo que ver con esa transición de lo privado a lo público, y con la relación entre lo personal y lo político. Ya se trate de la gran analogía de Platón entre la comunidad política y el alma, o de las diversas versiones de la teoría contractual o del utilitarismo, o de los esfuerzos de formulación dialéctica de Hegel y Marx, el problema es siempre el mismo: ¿Cómo debemos comprendernos a nosotros mismos como sujetos públicos y privados al mismo tiempo? En su mayor parte, las doctrinas del pasado suenan en mi opinión o como exageradamente egoístas o como alegatos en pro del pleno deber del auto-sacrificio; y a veces como ambas cosas a la vez, pese a la contradicción. No soy capaz de ofrecer una mejor exposición, pero la vía hacia ella pasa ciertamente a través del concepto de persona. Desde luego, la doctrina correcta no tiene que ver ni con el interés egoísta ni con el auto-sacrificio, sino con la auto-realización de una persona aún no completa –auto-realización en los dos sentidos del término: hacer real lo que es potencial en la persona y llegar a comprender lo que uno en verdad es.

El auto-conocimiento preciso y el auto-gobierno responsable han sido, desde los griegos al menos, los dos aspectos de la madurez humana. Ser una persona madura significa entender quién eres y lo que estás haciendo, y asumir la responsabilidad al respecto de manera satisfactoria. Como todos somos de hecho miembros de otros, conectados a otros a través de las condiciones y las consecuencias de nuestras acciones en incontables modos, ser una persona madura significa conocer estas conexiones y asumir la responsabilidad de las consecuencias. Sólo en la interacción con muchos y diversos otros, sólo por referencia al “nosotros”, podemos obtener dicho conocimiento en un determinado modo o hacer efectiva la asunción de responsabilidades. No puedo descubrir plenamente quién soy, ni aprender el juicio público, en relaciones exclusivamente privadas. Y, ciertamente, no estoy asumiendo la plena responsabilidad de mi vida y de lo que estoy haciendo hasta que me uno a mis conciudadanos en la acción política.

Naturalmente, una opción así no siempre nos está abierta. Vida pública no tiene sin más quien la demanda. Pero al menos deberíamos saber qué estamos perdiendo ante la falta de política, y de lo que estamos privando a quienes excluimos de la vida pública. Y no deberíamos subestimar la humana sed de justicia. Es más poderosa que toda sed física, y resiste hasta el infinito.





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[*] NOTA DE LA AUTORA: Estoy profundamente agradecida a Sara M. Shumer y John H. Schaar, así como a mis estudiantes del seminario de invierno de 1979, por la lectura y los comentarios a este ensayo. Una versión anterior del mismo fue presentada en abril de 1979 en la Conference for the Study of Political Thought. [Artículo originalmente aparecido en “Political Theory”, Vol. 9, nº 3, 1981, págs. 327-352. Publicado con permiso de la autora. Traducción de Antonio Hermosa Andújar, Universidad de Sevilla].

[1] Richard Sennett, The Fall of Public Man. New York, Knopf, 1977, pág. 16.

[2] Hannah Arendt, The Human Condition, Chicago, University of Chicago Press, 1958, pág. 28.

[3] Un reino (“realm) es un reino (“kingdom”), y tenemos derecho a esperar del mismo un monarca con súbditos, un territorio con límites. Un dominio tiene un dueño al frente del hogar. Un sector ha sido recortado de un todo más amplio, normalmente en forma circular; una esfera es una bola, un objeto físico en el espacio. Todas estas locuciones sugieren límites claros y fijos, exclusividad recíproca del contenido, lo que resulta altamente engañoso.

[4] C. Wright Mills, The Sociological Imagination, New York, Oxford University Press, pág. 8.

[5] Arendt, The Human Condition, pág. 28.

[6] Ibid., pág. 24; la cita es de Werner Jaeger, Paideia (1945), III, 111.

[7] Ibid., págs. 26-27; Hannah Arendt, Between Past and Future (Cleveland and New York, World Publishers, 1969), pág. 106.

[8] Arendt, Human Condition, pág. 32; idem, On Revolution (New York, Viking Press, 1965), pag. 23.

[9] Arendt, Human Condition, pág. 32.

[10] Ibid., pág. 30.

[11] Ibid., pág. 29.

[12] Ibid., págs. 28, 30 y 62. Ella ignora en qué medida morir durante la batalla, y el cuerpo desnudo en el atletismo, eran eminentemente públicos para los griegos.

[13] Ibid., pág. 37.

[14] Ibid., págs. 29 y 25.

[15] La libertad es a veces contrapuesta a la necesidad (Human Condition, págs. 31, 41 y 71), otras a la liberación (ibid., pág. 30; On Revolution, págs. 22-25, 220-221). La acción no se halla sujeta a patrones morales (Human Condition, pág. 205), pero implica promesa y perdón, lo que parece más personal que político (ibid., págs. 240-243).

[16] Human Condition, pág. 180 (subrayado mío); pág. 49; cf. Between Past and Future, pág. 169.

[17] Ibid., pág. 176.

[18] Ibid., pág. 179; cf. también pág. 177.

[19] Ibid., págs. 180, 186 y 210-211.

[20] Ibid., págs. 51 y 242.

[21] Ibid., págs. 210 y 41.

[22] Arendt, On Revolution, págs. 115-116, citando a J. Adams, Discourses on Davila (en Works, 1851, VI), págs. 232-233. Adams, por su parte, basó en Adam Smith su párrafo sobre la pasión por la distinción, para quien ésta casi nada tiene que ver con lo que Arendt entiende por lo público.

[23] Arendt, Human Condition, pág. 50.

[24] Ibid., pág. 59; cf. también págs. 51, 199 y 208.

[25] Ibid., págs. 58 y 17-21.

[26] Ibid., págs. 38 y 2; cf. On Revolution, pág. 101.

[27] Arendt, Human Condition, pág. 39.

[28] Ibid., pág. 40.

[29] Ibid., pág. 42.

[30] Arendt, On Revolution, pág. 223; Human Condition, pág. 41.

[31] Arendt, Human Condition, págs. 59, 69 y 60; cf. Págs. 52 y 198-199.

[32] Ibid., pág. 46, 59 y 159-161.

[33] Ibid., pág. 134; cf. págs. 38, 43 y 112.

[34] Ibid., págs. 134, 33 y 160.

[35] Ibid., pág.35.

[36] Ibid., págs. 40, 60 y 203; también págs. 28-29.

[37] Arendt, On Revolution, págs. 54, 50 y 86.

[38] Ibid., pág. 86.

[39] Ibid., pág. 110.

[40] Ibid., pág. 86.

[41] Ibid., pág. 108.

[42] Ibid., pág. 54.

[43] Ibid., pág. 86.

[44] Ibid., pág. 41.

[45] Ibid., págs. 248-249.

[46] Ibid., pág. 106 (subrayado mío).

[47] Arendt, Human Condition, págs. 72-73.

[48] Ibid., pág. 194.

[49] Ibid., pág. 41.

[50] Ibid., pág. 208; cf. págs. 159 y 191.

[51] Ibid., pág. 197.

[52] Ibid., pág. 41.

[53] Ibid., pág. 245.

[54] Ibid., pág. 188.

[55] Ibid., págs. 63-64 y 196. Pero la idea griega de ley era más próxima a nuestra noción de Constitución; nuestra idea de legislación, más próxima a su noción de decreto.

[56] Aristóteles, Política. Trad. de Sir Ernest Barrer (Nueva York y Londres, Oxford University Press, 1958), págs. 5-6; cf. pág. 12; y Ética a Nicómaco, trad. de J. A. K. Thompson (Londres, Penguin, 1958), pág. 305. La contemplación es la actividad suprema, pero es más que humana, al participar de la divinidad; idem. Ética, págs. 30-31, 179 305-308; idem. Política, pág. 289.

[57] Aristóteles, Política, págs. 17, 32, 41, 51, 93, 112-113, 134, 181, 288, 298 y 315; y Ética, pág. 157.

[58] Aristóteles, Política, pág. 10; idem. Ética, pág. 173. La libertad privada es una “concepción pobre”, dice, mientras la acción pública aparece “dignificada”, “majestuosa”; idem. Política, págs. 258, 288 y 18.

[59] Aristóteles, Política, págs. 9, 5, 118 y 298-299; cf. págs. 21-29, 111 y 286; idem. Ética, pág. 44.

[60] Aristóteles, Política, pág. 119.

[61] Ibid., págs. 181, 134-136 y 208; si no se le envía al ostracismo, debería hacérsele rey, pero su excelencia minará la igualdad de los pares esencial a la polis.

[62] Ibid., págs. 7 y 129.

[63] Ibid., págs. 5-6.

[64] El concepto hace acto de presencia, aunque sin examinar, en Eichmann in Jerusalem (Nueva York, Viking, 1964).

[65] Alexis de Tocqueville, The Old Regime and the French Revolution, trad. De Stuart Gilbert (Garden City, N. Y., Doubleday, 1955), pág. 169.

[66] Arendt, Human Condition, págs. 145 y 229.

[67] Arendt se ve así forzda a locuciones torturadas y tortuosas; por ej., ibid., págs. 9-11, 95, 177, 183, 233 y 241.

[68] Ibid., pág. 206.

[69] Ibid., págs. 55-56.

[70] Ibid., pág. 179.

[71] Ibid., pág. 180. Quien conscientemente aspira a una fama inmortal ha de elegir una muerte prematura; ibid., pág. 193.

[72] Ibid., pág. 208 y pág. 175, el epígrafe de Dante.

[73] Ibid., pág. 5.

[74] Ibid., pág. 119; Arendt, On Revolution, pág. 224.

[75] Arendt, Human Condition, págs. 2 y 268; cf. págs. 16n, 20, 120, 231 y 254-256.

[76] Ibid., pág. 186; págs. 31 y 52-53.

[77] Por ej., ibid., págs. 46, 83n, 199, 255 y 322.

[78] Arendt, On Revolution, pág. 69; cf, págs. 84-85, 90 y 245. Idem. Human Condition, págs. 67-68.

[79] Arendt, On Revolution, págs. 14-15 y 56-57.

[80] Ibid., págs. 245-248; cf. págs. 218-219 sobre el temprano movimiento obrero.

[81] Arendt, Human Condition, pág. 5.

[82] Inmanuel Kant, “Metaphysical Foundation of Morals”, en Carl J. Friedrich (ed.), The Philosophy of Kant (Nueva York, Random House, 1949), págs. 140-208.

[83] Ibid., pág. 186.

[84] Joseph Tussman, Obligation and the Body Politic (Nueva York, Oxford University Press, 1960), págs. 78-81, 108 y 116-117.

jueves, 8 de enero de 2009

Walter Benjamin: Para una crítica de la violencia (y el derecho concebido como tal)

Para una crítica de la violencia
Walter Benjamin
Traducido del inglés por Héctor A. Murena Editorial Leviatán, Buenos Aires, 1995
Título del original: Zur Kritik der Gewalt, 1921
Los números entre corchetes corresponden a la paginación de la edición impresa
[7]
PRÓLOGO
En el umbral de nuestro tercer milenio, el tema de la violencia es prioridad especulativa para entendernos y para construir un futuro social aceptable. Lo de nuestro merece explicación para ubicarnos. Se trata de la sociedad que tuvo acceso, por un lado, al desarrollo de la teoría política y por otro, a la psicología en su vertiente científica que abre acceso a la posibilidad de curar al individuo en su accionar individual –cuando sufre o ataca con violencia–, suponiendo que pueda abstraerse el accionar individual del de la sociedad en su conjunto. Violencia pública y violencia privada están desde el primer momento sobre el tapete.


Los aspectos de la violencia sufrida, una vez que se aplica esta lente de indagación, son múltiples y han dado lugar a [8] especulaciones cada vez más íntimas sobre el valor de la libertad y la razón, propuestos desde la sociedad modelo hacia la que se tiende. A tal punto que la violencia –como actitud genérica y amenaza múltiple–, está implícita cada vez que nos referimos a una esperanza de expresión libre, de creencia sin dogmas, de convivencia digna y de crecimiento creativo.

El hecho de que entre los ensayos escogidos de Walter Benjamin, publicados en 1955 por la Suhrkamp Verlag de Frankfort, aparezcan estas páginas sobre la violencia, no puede extrañar porque precisamente Benjamin desde su humanismo pleno advirtió el tema ya en las primeras décadas del siglo, al referirse a los frutos culturales de la cultura europea desde el siglo XVII, y luego alertó con plena claridad hacia dónde apuntaba el nazismo. Por lo demás, en todo su trabajo como crítico estético propuso indagaciones que se articulan en su base con la libertad y la creación, como fruto el más preciado de la cultura en su dimensión más amplia y más generadora. An-[9]tes de seguir, vale destacar que este artículo fue editado junto con algunos otros de Benjamin por Editorial Sur, en 1967, y en traducción del imponderable Héctor A. Murena, datos que en sí mismos, y para nuestra preocupación por la cultura, tienen una gravitación notable. Recordemos que en esos momentos estábamos verificando en nuestro propio lugar el arrebato de un acuerdo trabajoso de las fuerzas políticas que restauraban un gobierno parlamentario, el del Dr. H. Illia, y que comenzaba el gobierno militar precedido por Onganía, quien con la noche de los bastones largos fijó qué relaciones tendría su gobierno con la universidad reformista que había cobrado bríos bajo la dirección del Dr. Rizieri Frondizi.

Water Benjamin, en estas páginas escasas, opera como un pensador social, más bien preocupado por la manera de construirse la sociedad, en su relación entre derecho y justicia, más que por los frutos de un acuerdo en la convivencia cotidiana. Explica claramente el porqué: “Porque una causa eficiente se convierte en violencia en el sentido exacto de la [10] palabra, sólo cuando incide sobre relaciones morales” (relaciones que hallan expresión en el derecho y la justicia). No ingresa en el tema de los fines, que en cierto modo han sido la justificación de siempre para el recurso a medios violentos, encamina la reflexión hacia la distinción entre derecho natural (que hace de la violencia un dato natural), y el derecho positivo, que toma en cuenta la transformación histórica del poder. De este modo, con un criterio que avala los medios del derecho positivo, o bien los impugna, quiere demostrar que ambos casos están imbricados en la consideración que se tenga del derecho dentro de un planteo de filosofía de la historia. Algo parecido debió haber pensado Erasmo en sus consideraciones dadas a conocer en el umbral de los tiempos modernos, cuando el derecho natural se imponía sobre los dogmas inquisitoriales, al mismo tiempo que alertaba sobre las transformaciones de la ciencia, que el amigo Descartes proponía desde el reparo y el aislamiento holandés.

También Benjamin estaba entonces en el umbral de un medio siglo transfor-[11]mado por la violencia de la segunda guerra, y el horror del holocausto, quizá entrevisto ya en su peregrinaje por una Europa acosada por las huestes nazis. Pero su prescindencia de escuelas y pertenencias ya la había probado con creces, incapaz de rechazar los avances de la escuela de Frankfürt, pero a la vez de aceptarlos integralmente, como tampoco el marxismo, y su especial modo de considerar el materialismo histórico. De ahí que sus trabajos no constituyan argumentaciones sistemáticas o secuencias de un sistema, sino verdaderas iluminaciones o perfiles indubitados de los más arduos problemas de la comunicación humana, o del arte en cualquiera de sus expresiones. Trasciende pues umbrales y tiempos, y lo que propone tiene una vivencia de siempre, no para un momento presente, sino en una auténtica pervivencia de todos los tiempos. De ahí que este trabajo, que en sí aborda la médula de las sociedades históricas, es integral-mente una búsqueda de orígenes, como ratificación de la multiplicidad de sus dimensiones e interpretaciones, sin dejarse embretar en paradigmas tan al uso [12] entonces.

El papel de la memoria en la apropiación de aquella primera violencia, la conexión con los mitos fundantes, y la vigencia de los poderes centrales en ciudades que luego formaron imperios, más la legalidad que otorgaba la antigüedad fijada en los legados del pasado, recapitulaban en el consentimiento divino coronando testas faraónicas en el antiguo Egipto, las monarquías de Occidente que se religan con la desintegración del imperio romano y la vigencia del poder papal. La legitimación de esas coronas fue siempre motivo de guerras que soldaban el vasallaje feudal, primero, y luego la persistencia de espacios que darían paso a las naciones, siempre en un balance precario de hegemonías.

Cuando ese juego de compensaciones se debilita tanto en las ciudades como en las áreas rurales –con sus diversos tempos concretos– el poder profano hará camino, la razón se instalará en el lugar del cetro religioso, el descubrimiento de América abrirá fronteras a esa Europa que ampliará la ecumene, y el Viejo Régimen monárquico deberá afrontar las [13] exigencias teórico–prácticas del Nuevo Régimen aspirado por la burguesía en ascenso contra la nobleza de sangre. Las guerras europeas entrarán en sosiego a partir de las modalidades contractuales que impone el derecho de gentes, para luego plasmarse en contratos, a la manera del propuesto por Rousseau en su Contrato social. A partir de allí, una nueva perentoriedad ilumina la vida social: alcanzar una constitución donde los derechos individuales sean protegidos, incluido el ejercicio del voto electivo, que avale la legalidad del poder político y, consecuentemente, vigile la violencia que ese poder pueda o deba ejercer para garantizar algunos derechos que graviten sobre la comunidad.

Queda así en evidencia la percepción de una violencia explícita y otra latente, que subyace en las guerras libertarias, en las naciones en formación, en los alcances de la ciudadanía, en las aspiraciones de la comunidad. Problemas todos que las viejas naciones irán resolviendo en un entrelazamiento de lealtades y adhesiones labradas a lo largo de siglos en tanto que las naciones nuevas, [14] creadas a esa imagen, deberán arrancarlos de la anomia, de la anarquía, del caudillaje de caciques locales, de la pretensión de unas regiones sobre otras o de las luchas obreras desde fines del siglo XIX en más. La necesidad de distinguir entonces entre la violencia legítima y la ilegítima, se hace premiosa. Forman parte del tejido de todas las historias, pero hay algunas particularmente crueles, o encubiertas, o consentidas sin concientización específica.

Su evolución necesita tiempos y trabajos, subjetividades y robustecimientos, que encuentran en las leyes un texto mediatizador, pero que necesitan internalizarse a través de comportamientos y vivencias. Lo dice Benjamín con una economía sin par:

“Estas relaciones jurídicas se caracterizan –en lo que respecta a la persona como sujeto jurídico– por la tendencia a no admitir fines naturales de las personas en todos los casos en que tales fines pudieran ser incidentalmente perseguidos con coherencia mediante la violencia”.

He aquí expresado de la manera me-[15]nos oscura y más simple en su articulada complejidad una de las claves de nuestro acceso a los tiempos más actuales. Es evidente que hacia la época en que esto se escribe, existe el esfuerzo comunitario que compromete a mucha gente, de pensamiento y sensibilidad, de abordar una batería de estrategias legales que avalen una lucha que pueda convertirse en violencia en la misma medida que el diálogo posible se pierda en los vericuetos de juzgados y demoras institucionales. Benjamin ha sido mártir –testigo– de tropelías y gestor de rebeldías profundas, pero a su vez siempre reivindicó los valores de una libertad que entonces parecía utópica, y quizás hoy sigue pareciendo tal. Pero Benjamin dio alas a su objetivo complejo e integrador, lo mostró con la evidencia de su incólume vigencia, a través de cuanto pensó y escribió sobre la libertad de la creación, más allá del derecho consentido, del canon de las academias y escuelas, de la presión de un positivismo de fines desdeñosos de los tiempos y las pluralidades de los diferentes. En resumen, va exponiendo consideraciones en torno de la libertad frente a [16] la violencia, más allá del derecho consentido, porque en tal caso siempre se reservaría al poder el monopolio de la violencia, cancelando el accionar de la eterna lectura diversa y creativa de la realidad.

Queda abierta así la gran puerta de entrada de los que pelean por otro estatuto jurídico. Y el derecho de huelga de la clase obrera, que es en los momentos en que escribe, el único sujeto jurídico que tiene derecho a la violencia en caso de operar como clase organizada, es visto también como una violencia arbitraria, en casos como puede serlo una declaración de guerra y sus contradicciones objetivas, que derivan en violencia militar, que en principio fuera explícita por duplicidad entre el militarismo y el estado opresor.

Apasionada, pero irónicamente, –dice Susan Sontag– Benjamín se coloca siempre en las encrucijadas. Era importante ese abordaje a las distintas posiciones, él necesita proponerlas, porque necesita de todas esas complejidades, para su recapitulación en la libertad creativa, la única liberadora de violencias. [17]

“Benjamín pensaba que el intelectual libre era, de todos modos, una especie moribunda hecha no menos caduca por la sociedad capitalista que por el comunismo revolucionario; en realidad sentía que estaba viviendo en una época en que todo lo valioso era lo último de su especie”,

según dirá con toda agudeza Sontag (Bajo el signo de Saturno, Editorial Edhasa, 1987).

No se dio tiempo para huir de Francia, cuando ya los nazis la estaban ocupando, y no pudo finalmente –o no quiso– huir, de modo que en la frontera española que acababa de cerrarse, opta por irse de este mundo.

Pero el gran desafío estaba ya en pie. Vendrán enseguida años de compromiso de los intelectuales, que se pronuncian contra el genocidio nazi y contra el autoritarismo –la violencia política–, que ha degenerado en el militarismo atroz. Los Congresos Mundiales de la Paz, que nuclean hombres de ciencia y de pensamiento, y mujeres decididas a entrar en ese ruedo como nunca antes, en donde se cimientan lazos y regulaciones que [18] luego van a florecer en declaraciones internacionales de universal validez jurídica también, que en cierto modo tejen una trama ineludible de respeto por la protección de la libertad de pueblos e individuos. Ya no se trata del clima sobreimpuesto que creó, al cabo de la Primera guerra mundial, la Sociedad de las Naciones, que ponía desde el inicio una valla a la consideración igualitaria de los miembros, aunque muchos de sus presupuestos instalaron por primera vez la superación del colonialismo y la eliminación de diferencias étnicas, más providencias que fueron creando ese territorio de común entendimiento.

Hoy, a medio siglo de aquel fervor, si nos atenemos a la comprobación de abusos y olvidos, malos usos y silencios en el sentido de aquel respeto que debiera prevalecer, puede caerse en el cinismo o la desolación. No nos dejemos ganar, como postula Benjamín en este artículo que es fundante. Dejemos lugar para identificar el espacio que se ha creado en apoyo de las continuidades de gestión, del respeto por la vida, de la exaltación de la diferencia y el pluralismo, de los [19] criterios protectores y normativos para territorios sociales que no han accedido a la historia, como el de la mujer, el del niño, el adolescente, el discriminado por su etnia, etc.

La oficialización de estas legislaciones genéricas quizá dé paso también al olvido de la enorme tarea de haberlas conseguido, a las que deben su existencia sin lugar a duda alguna. Esa desmemoria, ese olvido, provoca en el hombre común una inercia desdichada para la presencia en el mundo, y la historia, si no logra evocar el clima que motivó esa gesta y esa dirección de trabajo, no será nunca más que un recordatorio de circunstancias.

A esto, en forma global, se refiere Benjamín cuando describe el compromiso, que califica con sutileza como

“la regulación no violenta de los conflictos, que opera sobre todo en los conflictos individuales y que surge dondequiera que la cultura de los sentimientos pone a disposición de los hombres medios puros de entendimiento”.

Como se ve, recorre todo un periplo, [20] que no se puede eludir, y que hace radicar en el fundamento subjetivo del hombre, aunque subraya que su operatividad está en la aprobación objetiva de la ley que circula a disposición del hombre medio. Es decir, al alcance de cualquier hombre, el hombre del común, el que protagoniza la historia. Y agrega:

“Hay una esfera hasta tal punto no violenta del entendimiento humano que es por completo inaccesible a la violencia: verdadera y propia esfera de «entenderse», la lengua”.

Que es como decir la posibilidad humanizadora de la naturaleza, el entendimiento por la palabra, el compromiso, el pacto, que es la pax, sin adjetivaciones. De ahí al abordaje de la ley primera, de los diez mandamientos en su doble condición de exigencia y de temor a la pena divina, antes que la explicación y el juicio sobre la acción. De forma que la contienda entre razón y fe, que ha movido tantas conciencias, se repite en la aceptación de la violencia divina que retiene el derecho, y la violencia del go-[21]bierno que conserva el derecho.

He ahí la encrucijada de los tiempos nuevos, que él presiente y que no verá, que se alejan de la violencia consentida, que opta por la subsistencia del derecho de gentes –aunque los tiempos marquen otras designaciones–, pero que permite a los humanos embarcarse en una travesía apoyada en la libertad y la no violencia.

Benjamín queda así introducido en las ciencias del hombre, que a partir de lo hasta allí experimentado, tomarán una mirada prevenida hacia la violencia estatuida y su proyección en todas las manifestaciones de la cultura –hasta allí apenas entrevista– que van desde el balbuceo primero al estertor y el cadalso, y que es preciso reconocer si buscamos el sentido de la travesía y la aventura de vivir en este tercer milenio que estamos encarando.

HEBE CLEMENTI

[23] PARA UNA CRÍTICA DE LA VIOLENCIA
La tarea de una crítica de la violencia puede definirse como la exposición de su relación con el derecho y con la justicia. Porque una causa eficiente se convierte en violencia, en el sentido exacto de la palabra, sólo cuando incide sobre relaciones morales. La esfera de tales relaciones es definida por los conceptos de derecho y justicia. Sobre todo en lo que respecta al primero de estos dos conceptos, es evidente que la relación fundamental y más elemental de todo ordenamiento jurídico es la de fin y medio; y que la violencia, para comenzar, sólo puede ser buscada en el reino de los medios y no en el de los fines. Estas comprobaciones nos dan ya, para la crítica de la violencia, algo más, e incluso diverso, que lo que acaso nos parece. Puesto que si la violencia es un medio, [24] podría parecer que el criterio para su crítica esta ya dado, sin más. Esto se plantea en la pregunta acerca de si la violencia, en cada caso específico, constituye un medio para fines justos o injustos. En un sistema de fines justos, las bases para su crítica estarían ya dadas implícitamente. Pero las cosas no son así. Pues lo que este sistema nos daría, si se hallara más allá de toda duda, no es un criterio de la violencia misma como principio, sino un criterio respecto a los casos de su aplicación. Permanecería sin respuesta el problema de si la violencia en general, como principio, es moral, aun cuando sea un medio para fines justos. Pero para decidir respecto a este problema se necesita un criterio más pertinente, una distinción en la esfera misma de los medios, sin tener en cuenta los fines a los que éstos sirven.

La exclusión preliminar de este más exacto planteo crítico caracteriza a una gran corriente de la filosofía del derecho, de la cual el rasgo más destacado quizás es el derecho natural. En el empleo de medios violentos para lograr fines justos el derecho natural ve tan escasamente [25] un problema, como el hombre en el “derecho” a dirigir su propio cuerpo hacia la meta hacia la cual marcha. Según la concepción jusnaturalista (que sirvió de base ideológica para el terrorismo de la Revolución Francesa) la violencia es un producto natural, por así decir una materia prima, cuyo empleo no plantea problemas, con tal de que no se abuse poniendo la violencia al servicio de fines injustos. Si en la teoría jusnaturalista del estado las personas se despojan de toda su autoridad en favor del estado, ello ocurre sobre la base del supuesto (explícitamente enunciado por Spinoza en su tratado teológico–político) de que el individuo como tal, y antes de la conclusión de este contrato racional, ejercite también de jure todo poder que inviste de facto. Quizás estas concepciones han sido vueltas a estimular a continuación por la biología darwinista, que considera en forma del todo dogmática, junto con la selección natural, sólo a la violencia como medio originario y único adecuado a todos los fines vitales de la naturaleza. La filosofía popular darwinista ha demostrado a menudo lo fácil que resulta [26] pasar de este dogma de la historia natural al dogma aún más grosero de la filosofía del derecho, para la cual aquella violencia que se adecua casi exclusivamente a los fines naturales sería por ello mismo también jurídicamente legítima.

A esta tesis jusnaturalista de la violencia como dato natural se opone diametralmente la del derecho positivo, que considera al poder en su transformación histórica. Así como el derecho natural puede juzgar todo derecho existente sólo mediante la crítica de sus fines, de igual modo el derecho positivo puede juzgar todo derecho en transformación sólo mediante la crítica de sus medios. Si la justicia es el criterio de los fines, la legalidad es el criterio de los medios. Pero si se prescinde de esta oposición, las dos escuelas se encuentran en el común dogma fundamental: los fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, los medios legítimos pueden ser empleados al servicio de fines justos. El derecho natural tiende a “justificar” los medios legítimos con la justicia de los fines, el derecho positivo a “garantizar” la justicia de los fines con la legitimidad de [27] los medios. La antinomia resultaría insoluble si se demostrase que el común supuesto dogmático es falso y que los medios legítimos, por una parte, y los fines justos, por la otra, se hallan entre sí en términos de contradicción irreductibles. Pero no se podrá llegar nunca a esta comprensión mientras no se abandone el círculo y no se establezcan criterios recíprocos independientes para fines justos y para medios legítimos.

El reino de los fines, y por lo tanto también el problema de un criterio de la justicia, queda por el momento excluido de esta investigación. En el centro de ella ponemos en cambio el problema de la legitimidad de ciertos medios, que constituyen la violencia. Los principios jusnaturalistas no pueden decidir este problema, sino solamente llevarlo a una casuística sin fin. Porque si el derecho positivo es ciego para la incondicionalidad de los fines, el derecho natural es ciego para el condicionamiento de los medios. La teoría positiva del derecho puede tomarse como hipótesis de partida al comienzo de la investigación, porque establece una distinción de principio entre [28] los diversos géneros de violencia, independientemente de los casos de su aplicación. Se establece una distinción entre la violencia históricamente reconocida, es decir la violencia sancionada como poder, y la violencia no sancionada. Si los análisis que siguen parten de esta distinción, ello naturalmente no significa que los poderes sean ordenados y valorados de acuerdo con el hecho de que estén sancionados o no. Pues en una crítica de la violencia no se trata de la simple aplicación del criterio del derecho positivo, sino más bien de juzgar a su vez al derecho positivo. Se trata de ver qué consecuencias tiene, para la esencia de la violencia, el hecho mismo de que sea posible establecer respecto de ella tal criterio o diferencia. O, en otras palabras, qué consecuencias tiene el significado de esa distinción. Puesto que veremos en seguida que esa distinción del derecho positivo tiene sentido, está plenamente fundada en sí y no es substituible por ninguna otra; pero con ello mismo se arrojará luz sobre esa esfera en la cual puede realizarse dicha distinción. En suma: si el criterio establecido por el de[29]recho positivo respecto a la legitimidad de la violencia puede ser analizado sólo según su significado, la esfera de su aplicación debe ser criticada según su valor. Por lo tanto, se trata de hallar para esta crítica un criterio fuera de la filosofía positiva del derecho, pero también fuera del derecho natural. Veremos a continuación cómo este criterio puede ser proporcionado sólo si se considera el derecho desde el punto de vista de la filosofía de la historia. El significado de la distinción de la violencia en legítima e ilegítima no es evidente sin más. Hay que cuidarse firmemente del equívoco jusnaturalista, para el cual dicho significado consistiría en la distinción entre violencia con fines justos o injustos. Más bien se ha señalado ya que el derecho positivo exige a todo poder un testimonio de su origen histórico, que implica en ciertas condiciones su sanción y legitimidad.

Dado que el reconocimiento de poderes jurídicos se expresa en la forma más concreta mediante la sumisión pasiva –como principio– a sus fines, como criterio hipotético de subdivisión de los diversos tipos de au-[30]toridad es preciso suponer la presencia o la falta de un reconocimiento histórico universal de sus fines. Los fines que faltan en ese reconocimiento se llamarán fines naturales; los otros, fines jurídicos. Y la función diversa de la violencia, según sirva a fines naturales o a fines jurídicos, se puede mostrar en la forma más evidente sobre la realidad de cualquier sistema de relaciones jurídicas determinadas. Para mayor simplicidad las consideraciones que siguen se referirán a las actuales relaciones europeas.

Estas relaciones jurídicas se caracterizan –en lo que respecta a la persona como sujeto jurídico– por la tendencia a no admitir fines naturales de las personas en todos los casos en que tales fines pudieran ser incidentalmente perseguidos con coherencia mediante la violencia. Es decir que este ordenamiento jurídico, en todos los campos en los que los fines de personas aisladas podrían ser coherentemente perseguidos con violencia, tiende a establecer fines jurídicos que pueden ser realizados de esta forma sólo por el poder jurídico. Además tiende a reducir, mediante fines jurídi-[31]cos, incluso las regiones donde los fines naturales son consentidos dentro de amplios límites, no bien tales fines naturales son perseguidos con un grado excesivo de violencia, como ocurre por ejemplo, en las leyes sobre los límites del castigo educativo. Como principio universal de la actual legislación europea puede formularse el de que todos los fines naturales de personas singulares chocan necesariamente con los fines jurídicos no bien son perseguidos con mayor o menor violencia. (La contradicción en que el derecho de legítima defensa se halla respecto a lo dicho hasta ahora debería explicarse por sí en el curso de los análisis siguientes.) De esta máxima se deduce que el derecho considera la violencia en manos de la persona aislada como un riesgo o una amenaza de perturbación para el ordenamiento jurídico. ¿Como un riesgo y una amenaza de que se frustren los fines jurídicos y la ejecución jurídica? No: porque en tal caso no se condenaría la violencia en sí misma, sino sólo aquella dirigida hacia fines antijurídicos. Se dirá que un sistema de fines jurídicos no podría mantenerse si [32] en cualquier punto se pudiera perseguir con violencia fines naturales. Pero esto por el momento es sólo un dogma. Será necesario en cambio tomar en consideración la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho por monopolizar la violencia respecto a la persona aislada no tenga como explicación la intención de salvaguardar fines jurídicos, sino más bien la de salvaguardar al derecho mismo. Y que la violencia, cuando no se halla en posesión del derecho a la sazón existente, represente para éste una amenaza, no a causa de los fines que la violencia persigue, sino por su simple existencia fuera del derecho. La misma suposición puede ser sugerida, en forma más concreta, por el recuerdo de las numerosas ocasiones en que la figura del “gran” delincuente, por bajos que hayan podido ser sus fines, ha conquistado la secreta admiración popular. Ello no puede deberse a sus acciones, sino a la violencia de la cual son testimonio. En este caso, por lo tanto, la violencia, que el derecho actual trata de prohibir a las personas aisladas en todos los campos de la praxis, surge de verdad [33] amenazante y suscita, incluso en su derrota, la simpatía de la multitud contra el derecho. La función de la violencia por la cual ésta es tan temida y se aparece, con razón, para el derecho como tan peligrosa, se presentará justamente allí donde todavía le es permitido manifestarse según el ordenamiento jurídico actual.

Ello se comprueba sobre todo en la lucha de clases, bajo la forma de derecho a la huelga oficialmente garantizado a los obreros. La clase obrera organizada es hoy, junto con los estados, el único sujeto jurídico que tiene derecho a la violencia. Contra esta tesis se puede ciertamente objetar que una omisión en la acción, un no–obrar, como lo es en última instancia la huelga, no puede ser definido como violencia. Tal consideración ha facilitado al poder estatal la concesión del derecho a la huelga, cuando ello ya no podía ser evitado. Pero dicha consideración no tiene valor ilimitado, porque no tiene valor incondicional. Es verdad que la omisión de una acción e incluso de un servicio, donde equivale sencillamente a una “ruptura de relaciones”, puede ser [34] un medio del todo puro y libre de violencia. Y como, según la concepción del estado (o del derecho), con el derecho a la huelga se concede a las asociaciones obreras no tanto un derecho a la violencia sino más bien el derecho a sustraerse a la violencia, en el caso de que ésta fuera ejercida indirectamente por el patrono, puede producirse de vez en cuando una huelga que corresponde a este modelo y que pretende ser sólo un “apartamiento”, una “separación” respecto del patrono. Pero el momento de la violencia se presenta, como extorsión, en una omisión como la antedicha, cuando se produce respecto a la fundamental disposición a retomar como antes la acción interrumpida, en ciertas condiciones que no tienen absolutamente nada que ver con ella o modifican sólo algún aspecto exterior. Y en este sentido, según la concepción de la clase obrera –opuesta a la del estado–, el derecho de huelga es el derecho a usar la violencia para imponer determinados propósitos. El contraste entre las dos concepciones aparece en todo su rigor en relación con la huelga general revolucionaria. En ella la [35] clase obrera apelará siempre a su derecho a la huelga, pero el estado dirá que esa apelación es un abuso, porque –dirá– el derecho de huelga no había sido entendido en ese sentido, y tomará sus medidas extraordinarias. Porque nada le impide declarar que una puesta en práctica simultánea de la huelga en todas las empresas es inconstitucional, dado que no reúne en cada una de las empresas el motivo particular presupuesto por el legislador. En esta diferencia de interpretación se expresa la contradicción objetiva de una situación jurídica a la que el estado reconoce un poder cuyos fines, en cuanto fines naturales, pueden resultarle a veces indiferentes, pero que en los casos graves (en el caso, justamente, de la huelga general revolucionaria) suscitan su decidida hostilidad. Y en efecto, a pesar de que a primera vista pueda parecernos paradójico, es posible definir en ciertas condiciones como violencia incluso una actitud asumida en ejercicio de un derecho. Y precisamente esa actitud, cuando es activa, podrá ser llamada violencia en la medida en que ejerce un derecho que [36] posee para subvertir el ordenamiento jurídico en virtud del cual tal derecho le ha sido conferido; cuando es pasiva, podrá ser definida en la misma forma, si representa una extorsión en el sentido de las consideraciones precedentes. Que el derecho se oponga, en ciertas condiciones, con violencia a la violencia de los huelguistas es testimonio sólo de una contradicción objetiva en la situación jurídica y no de una contradicción lógica en el derecho. Puesto que en la huelga el estado teme más que ninguna otra cosa aquella función de la violencia que esta investigación se propone precisamente determinar, como único fundamento seguro para su crítica. Porque si la violencia, como parece a primera vista, no fuese más que el medio para asegurarse directamente aquello que se quiere, podría lograr su fin sólo como violencia de robo. Y sería completamente incapaz de fundar o modificar relaciones en forma relativamente estable. Pero la huelga demuestra que puede hacerlo, aun cuando el sentimiento de justicia pueda resultar ofendido por ello. Se podría objetar que tal función de la violencia es [37] casual y aislada. El examen de la violencia bélica bastará para refutar esta obligación.

La posibilidad de un derecho de guerra descansa exactamente sobre las mismas contradicciones objetivas en la situación jurídica sobre las que se funda la de un derecho de huelga, es decir sobre el hecho de que sujetos jurídicos sancionan poderes cuyos fines –para quienes los sancionan– siguen siendo naturales y, en caso grave, pueden por lo tanto entrar en conflicto con sus propios fines jurídicos o naturales. Es verdad que la violencia bélica encara en principio sus fines en forma por completo directa y como violencia de robo. Pero existe el hecho sorprendente de que incluso –o más bien justamente– en condiciones primitivas, que en otros sentidos apenas tienen noción de los rudimentos de relaciones de derecho público, e incluso cuando el vencedor se ha adueñado de una posesión ya inamovible, es necesaria e imprescindible aun una paz en el sentido ceremonial. La palabra “paz”, en el sentido en que está relacionada con el término “guerra” (pues existe otro, por [38] completo diferente, enteramente concreto y político: aquel en que Kant habla de “paz perpetua”), indica justamente esta sanción necesaria a priori –independiente de todas las otras relaciones jurídicas– de toda victoria. Esta sanción consiste precisamente en que las nuevas relaciones sean reconocidas como nuevo “derecho”, independientemente del hecho de que de facto necesitan más o menos ciertas garantías de subsistencia. Y si es lícito extraer de la violencia bélica, como violencia originaria y prototípica, conclusiones aplicables a toda violencia con fines naturales, existe por lo tanto implícito en toda violencia un carácter de creación jurídica. Luego deberemos volver a considerar el alcance de esta noción. Ello explica la mencionada tendencia del derecho moderno a vedar toda violencia, incluso aquella dirigida hacia fines naturales, por lo menos a la persona aislada como sujeto jurídico. En el gran delincuente esta violencia se le aparece como la amenaza de fundar un nuevo derecho, frente a la cual (y aunque sea impotente) el pueblo se estremece aún hoy, en los casos de impor-[39]tancia, como en los tiempos míticos. Pero el estado teme a esta violencia en su carácter de creadora de derecho, así como debe reconocerla como creadora de derecho allí donde fuerzas externas lo obligan a conceder el derecho de guerrear o de hacer huelga.

Si en la última guerra la crítica a la violencia militar se convirtió en punto de partida para una crítica apasionada de la violencia en general, que muestra por lo menos que la violencia no es ya ejercida o tolerada ingenuamente, sin embargo no se le ha sometido a crítica sólo como violencia creadora de derecho, sino que ha sido juzgada en forma tal vez más despiadada también en cuanto a otra función. Una duplicidad en la función de la violencia es en efecto característica del militarismo, que ha podido formarse sólo con el servicio militar obligatorio. El militarismo es la obligación del empleo universal de la violencia como medio para los fines del estado. Esta coacción hacia el uso de la violencia ha sido juzgada recientemente en forma más resuelta que el uso mismo de la violencia. En ella la violencia aparece en una función por [40] completo distinta de la que desempeña cuando se la emplea sencillamente para la conquista de fines naturales. Tal coacción consiste en el uso de la violencia como medio para fines jurídicos. Pues la sumisión del ciudadano a las leyes –en este caso a la ley del servicio militar obligatorio– es un fin jurídico. Si la primera función de la violencia puede ser definida como creadora de derecho, esta segunda es la que lo conserva. Y dado que el servicio militar es un caso de aplicación, en principio en nada distinto, de la violencia conservadora del derecho, una crítica a él verdaderamente eficaz no resulta en modo alguno tan fácil como podrían hacer creer las declaraciones de los pacifistas y de los activistas. Tal crítica coincide más bien con la crítica de todo poder jurídico, es decir con la crítica al poder legal o ejecutivo, y no puede ser realizada mediante un programa menor. Es también obvio que no se la pueda realizar, si no se quiere incurrir en un anarquismo por completo infantil, rechazando toda coacción respecto a la persona y declarando que “es lícito aquello que gusta”. Un principio de este [41] tipo no hace más que eliminar la reflexión sobre la esfera histórico–moral, y por lo tanto sobre todo significado del actuar, e incluso sobre todo significado de lo real, que no puede constituirse si la “acción” se ha sustraído al ámbito de la realidad. Más importante resulta quizás el hecho de que incluso la apelación a menudo hecha al imperativo categórico, con su programa mínimo indudable – “obra en forma de tratar a la humanidad, ya sea en tu persona o en la persona de cualquier otro, siempre como fin y nunca sólo como medio”– no es de por sí suficiente para esta crítica 1 . Pues el derecho positivo, cuando es consciente de sus raíces, pretenderá sin más reconocer y promover el interés de la humanidad por la persona de todo individuo aislado. El derecho positivo ve ese interés en la exposición y en la conservación de un orden establecido por el destino. Y [42] aun si este orden –que el derecho afirma con razón que custodia– no puede eludir la crítica, resulta impotente respecto a él toda impugnación que se base sólo en una “libertad” informe, sin capacidad para definir un orden superior de libertad. Y tanto más impotente si no impugna el ordenamiento jurídico mismo en todas sus partes, sino sólo leyes o hábitos jurídicos, que luego por lo demás el derecho toma bajo la custodia de su poder, que consiste en que hay un solo destino y que justamente lo que existe, y sobre todo lo que amenaza, pertenece irrevocablemente a su ordenamiento. Pues el poder que conserva el derecho es el que amenaza. Y

1 En todo caso se podría dudar respecto a si esta célebre fórmula no contiene demasiado poco, es decir si es lícito servirse, o dejar que otro se sirva, en cualquier sentido, de sí o de otro también, como un medio. Se podrían aducir óptimas razones en favor de esta duda.

su amenaza no tiene el sentido de intimidación, según interpretan teóricos liberales desorientados. La intimidación, en sentido estricto, se caracterizaría por una precisión, una determinación que contradice la esencia de la amenaza, y que ninguna ley puede alcanzar, pues subsiste siempre la esperanza de escapar a su brazo. Resulta tan amenazadora como el destino, del cual en efecto depende si el delincuente incurre en sus rigores. El significado más [43] profundo de la indeterminación de la amenaza jurídica surgirá sólo a través del análisis de la esfera del destino, de la que la amenaza deriva. Una preciosa referencia a esta esfera se encuentra en el campo de las penas, entre las cuales, desde que se ha puesto en cuestión la validez del derecho positivo, la pena de muerte es la que ha suscitado más la crítica. Aun cuando los argumentos de la crítica no han sido en la mayor parte de los casos en modo alguno decisivos, sus causas han sido y siguen siendo decisivas. Los críticos de la pena de muerte sentían tal vez sin saberlo explicar y probablemente sin siquiera quererlo sentir, que sus impugnaciones no se dirigían a un determinado grado de la pena, no ponían en cuestión determinadas leyes, sino el derecho mismo en su origen. Pues si su origen es la violencia, la violencia coronada por el destino, es lógico suponer que en el poder supremo, el de vida y muerte, en el que aparece en el ordenamiento jurídico, los orígenes de este ordenamiento afloren en forma representativa en la realidad actual y se revelen aterradoramente. Con ello con-[44]cuerda el hecho de que la pena de muerte sea aplicada, en condiciones jurídicas primitivas, incluso a delitos, tal como la violación de la propiedad, para los cuales parece absolutamente “desproporcionada”. Pero su significado no es el de castigar la infracción jurídica, sino el de establecer el nuevo derecho.

Pues en el ejercicio del poder de vida y muerte el derecho se confirma más que en cualquier otro acto jurídico. Pero en este ejercicio, al mismo tiempo, una sensibilidad más desarrollada advierte con máxima claridad algo corrompido en el derecho, al percibir que se halla infinitamente lejos de condiciones en las cuales, en un caso similar, el destino se hubiera manifestado en su majestad. Y el intelecto, si quiere llevar a término la crítica tanto de la violencia que funda el derecho como la de la que lo conserva, debe tratar de reconstruir en la mayor medida tales condiciones.

En una combinación mucho más innatural que en la pena de muerte, en una mescolanza casi espectral, estas dos especies de violencia se hallan presentes en otra institución del estado moderno: [45] en la policía. La policía es un poder con fines jurídicos (con poder para disponer), pero también con la posibilidad de establecer para sí misma, dentro de vastos límites, tales fines (poder para ordenar). El aspecto ignominioso de esta autoridad –que es advertido por pocos sólo porque sus atribuciones en raros casos justifican las intervenciones más brutales, pero pueden operar con tanta mayor ceguera en los sectores más indefensos y contra las personas sagaces a las que no protegen las leyes del estado– consiste en que en ella se ha suprimido la división entre violencia que funda y violencia que conserva la ley. Si se exige a la primera que muestre sus títulos de victoria, la segunda está sometida a la limitación de no deber proponerse nuevos fines. La policía se halla emancipada de ambas condiciones. La policía es un poder que funda –pues la función específica de este último no es la de promulgar leyes, sino decretos emitidos con fuerza de ley– y es un poder que conserva el derecho, dado que se pone a disposición de aquellos fines. La afirmación de que los fines del poder de la policía son siempre idénticos [46] o que se hallan conectados con los del derecho remanente es profundamente falsa. Incluso “el derecho” de la policía marca justamente el punto en que el estado, sea por impotencia, sea por las conexiones inmanentes de todo ordenamiento jurídico, no se halla ya en grado de garantizarse –mediante el ordenamiento jurídico– los fines empíricos que pretende alcanzar a toda costa. Por ello la policía interviene “por razones de seguridad” en casos innumerables en los que no subsiste una clara situación jurídica cuando no acompaña al ciudadano, como una vejación brutal, sin relación alguna con fines jurídicos, a lo largo de una vida regulada por ordenanzas, o directamente no lo vigila. A diferencia del derecho, que reconoce en la “decisión” local o temporalmente determinada una categoría metafísica, con lo cual exige la crítica y se presta a ella, el análisis de la policía no encuentra nada sustancial. Su poder es informe así como su presencia es espectral, inaferrable y difusa por doquier, en la vida de los estados civilizados. Y si bien la policía se parece en todos lados en los detalles, no [47] se puede sin embargo dejar de reconocer que su espíritu es menos destructivo allí donde encarna (en la monarquía absoluta) el poder del soberano, en el cual se reúne la plenitud del poder legislativo y ejecutivo, que en las democracias, donde su presencia, no enaltecida por una relación de esa índole, testimonia la máxima degeneración posible de la violencia.

Toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos dos atributos, renuncia por sí misma a toda validez. Pero de ello se desprende que toda violencia como medio, incluso en el caso más favorable, se halla sometida a la problematicidad del derecho en general. Y cuando el significado de esa problematicidad no está todavía claro a esta altura de la investigación, el derecho sin embargo surge después de lo que se ha dicho con una luz moral tan equívoca que se plantea espontáneamente la pregunta de si no existirán otros medios que no sean los violentos para armonizar intereses humanos en conflicto. Tal pregunta nos lleva en principio a comprobar que un reglamento de conflictos total-[48]mente desprovisto de violencia no puede nunca desembocar en un contrato jurídico. Porque éste, aun en el caso de que las partes contratantes hayan llegado al acuerdo en forma pacífica, conduce siempre en última instancia a una posible violencia. Pues concede a cada parte el derecho a recurrir, de algún modo, a la violencia contra la otra, en el caso de que ésta violase el contrato. Aun más: al igual que el resultado, también el origen de todo contrato conduce a la violencia. Pese a que no sea necesario que la violencia esté inmediatamente presente en el contrato como presencia creadora, se halla sin embargo representada siempre, en la medida en que el poder que garantiza el contrato es a su vez de origen violento, cuando no es sancionado jurídicamente mediante la violencia en ese mismo contrato. Si decae la conciencia de la presencia latente de la violencia en una institución jurídica, ésta se debilita. Un ejemplo de tal proceso lo proporcionan en este período los parlamentos. Los parlamentos presentan un notorio y triste espectáculo porque no han conservado la conciencia de las fuerzas revolucio-[49]narias a las que deben su existencia. En Alemania en particular, incluso la última manifestación de tales fuerzas no ha logrado efecto en los parlamentos. Les falta a éstos el sentido de la violencia creadora de derecho que se halla representada en ellos. No hay que asombrarse por lo tanto de que no lleguen a decisiones dignas de este poder y de que se consagren mediante el compromiso a una conducción de los problemas políticos que desearía ser no violenta. Pero el compromiso,

“si bien repudia toda violencia abierta, es sin embargo un producto siempre comprendido en la mentalidad de la violencia, pues la aspiración que lleva al compromiso no encuentra motivación en sí misma, sino en el exterior, es decir en la aspiración opuesta; por ello todo compromiso, aun cuando se lo acepte libremente, tiene esencialmente un carácter coactivo. «Mejor sería de otra forma» es el sentimiento fundamental de todo compromiso”. 2 [50]

Resulta significativo que la decadencia de los parlamentos haya quitado al ideal de la conducción pacífica de los conflictos políticos tantas simpatías como las que le había procurado la guerra. A los pacifistas se oponen los bolcheviques y los sindicalistas. Estos han sometido los parlamentos actuales a una crítica radical y en general exacta. Pese a todo lo deseable y placentero que pueda resultar, a título de comparación, un parlamento dotado de gran prestigio, no será posible en el análisis de los medios fundamentalmente no violentos de acuerdo político ocuparse del parlamentarismo. Porque lo que el parlamentarismo obtiene en cuestiones vitales no puede ser más que

2 Unger, Politik und Metaphysik, Berlin 1921, p. 8.

aquellos ordenamientos jurídicos afectados por la violencia en su origen y en su desenlace.

¿Es en general posible una regulación no violenta de los conflictos? Sin duda. Las relaciones entre personas privadas nos ofrecen ejemplos en cantidad. El acuerdo no violento surge dondequiera que la cultura de los sentimientos pone a disposición de los hombres medios puros de entendimiento. A los medios legales e [51] ilegales de toda índole, que son siempre todos violentos, es lícito por lo tanto oponer, como puros, los medios no violentos. Delicadeza, simpatía, amor a la paz, confianza y todo lo que se podría aun añadir constituyen su fundamento subjetivo. Pero su manifestación objetiva se halla determinada por la ley (cuyo inmenso alcance no es el caso de ilustrar aquí) que establece que los medios puros no son nunca medios de solución inmediata, sino siempre de soluciones mediatas. Por consiguiente, esos medios no se refieren nunca directamente a la resolución de los conflictos entre hombre y hombre, sino solo a través de la intermediación de las cosas. En la referencia más concreta de los conflictos humanos a bienes objetivos, se revela la esfera de los medios puros. Por ello la técnica, en el sentido más amplio de la palabra, es su campo propio y adecuado. El ejemplo más agudo de ello lo constituye tal vez la conversación considerada como técnica de entendimiento civil. Pues en ella el acuerdo no violento no sólo es posible, sino que la exclusión por principio de la violencia se halla expresamente confir-[52]mada por una circunstancia significativa: la impunidad de la mentira. No existe legislación alguna en la tierra que originariamente la castigue. Ello significa que hay una esfera hasta tal punto no violenta de entendimiento humano que es por completo inaccesible a la violencia: la verdadera y propia esfera del “entenderse”, la lengua. Sólo ulteriormente, y en un característico proceso de decadencia, la violencia jurídica penetró también en esta esfera, declarando punible el engaño. En efecto, si el ordenamiento jurídico en sus orígenes, confiando en su potencia victoriosa, se limita a rechazar la violencia ilegal donde y cuando se presenta, y el engaño, por no tener en sí nada de violento, era considerado como no punible en el derecho romano y en el germánico antiguo, según los principios respectivos de ius civile vigilantibus scriptum est y “ojo al dinero”, el derecho de edades posteriores, menos confiado en su propia fuerza, no se sintió ya en condición de hacer frente a toda violencia extraña. El temor a la violencia y la falta de confianza en sí mismo constituyen precisamente su crisis. El dere[53]cho comienza así a plantearse determinados fines con la intención de evitar manifestaciones más enérgicas de la violencia conservadora del derecho. Y se vuelve contra el engaño no ya por consideraciones morales, sino por temor a la violencia que podría desencadenar en el engañado. Pues como este temor se opone al carácter de violencia del derecho mismo, que lo caracteriza desde sus orígenes, los fines de esta índole son inadecuados para los medios legítimos del derecho. En ellos se expresa no sólo la decadencia de su esfera, sino también a la vez una reducción de los medios puros. Al prohibir el engaño, el derecho limita el uso de los medios enteramente no violentos, debido a que éstos, por reacción, podrían engendrar violencia. Tal tendencia del derecho ha contribuido también a la concesión del derecho de huelga, que contradice los intereses del estado. El derecho lo admite porque retarda y aleja acciones violentas a las que teme tener que oponerse. Antes, en efecto, los trabajadores pasaban súbitamente al sabotaje y prendían fuego a las fábricas. Para inducir a los hombres a la [54] pacífica armonización de sus intereses antes y más acá de todo ordenamiento jurídico, existe en fin, si se prescinde de toda virtud, un motivo eficaz, que sugiere muy a menudo, incluso a la voluntad más reacia, la necesidad de usar medios puros en lugar de los violentos, y ello es el temor a las desventajas comunes que podrían surgir de una solución violenta, cualquiera que fuese su signo. Tales desventajas son evidentes en muchísimos casos, cuando se trata de conflictos de intereses entre personas privadas. Pero es diferente cuando están en litigio clases y naciones, casos en que aquellos ordenamientos superiores que amenazan con perjudicar en la misma forma a vencedor y vencido están aún ocultos al sentimiento de la mayoría y a la inteligencia de casi todos. Pero la búsqueda de estos ordenamientos superiores y de los correspondientes intereses comunes a ellos, que representan el motivo más eficaz de una política de medios puros, nos conduciría demasiado lejos 3 . Por consiguiente, basta con mencionar los [55] medios puros de la política como análogos a aquellos que gobiernan las relaciones pacíficas entre las personas privadas.

En lo que respecta a las luchas de clase, la huelga debe ser considerada en ellas, en ciertas condiciones, como un medio puro. A continuación definiremos dos tipos esencialmente diversos de huelga, cuya posibilidad ya ha sido examinada. El mérito de haberlos diferenciado por primera vez –más sobre la base de consideraciones políticas que sobre consideraciones puramente teóricas– le corresponde a Sorel.

3 Sin embargo, cfr. Unger, pág 18. y sigs.

Sorel opone estos dos tipos de huelga como huelga general política y huelga general revolucionaria. Ambas son antitéticas incluso en relación con la violencia. De los partidarios de la primera se puede decir que

“el reforzamiento del estado se halla en la base de todas sus concepciones; en sus organizaciones actuales los políticos (es decir, los socialistas moderados) preparan ya las bases de un poder fuerte, centralizado y disciplinado que no se dejará perturbar por las críticas de la oposición que sabrá imponer el silencio, y promul-[56]gará por decreto sus propias mentiras” 4

“La huelga general política nos muestra que el estado no perdería nada de su fuerza, que el poder pasaría de privilegiados a otros privilegiados, que la masa de los productores cambiaría a sus patrones.”

Frente a esta huelga general política (cuya fórmula parece, por lo demás, la misma que la de la pasada revolución alemana) la huelga proletaria se plantea como único objetivo la destrucción del poder del estado. La huelga general proletaria

“suprime todas las consecuencias ideológicas de cualquier política social posible, sus partidarios consideran como reformas burguesas incluso a las reformas más populares”. “Esta huelga general muestra claramente su indiferencia respecto a las ventajas materiales de la conquista, en cuanto declara querer suprimir al estado; y el estado era precisamente (...) la razón de ser de los

4 Sorel, Reflexions sur la violence. Va. edición, Paris, 1919, pág. 250.

grupos domi-[57]nantes, que sacan provecho de todas las empresas de las que el conjunto de la sociedad debe soportar los gastos.”

Mientras la primera forma de suspensión del trabajo es violencia, pues determina sólo una modificación extrínseca de las condiciones de trabajo, la segunda, como medio puro, está exenta de violencia. Porque ésta no se produce con la disposición de retomar –tras concesiones exteriores y algunas modificaciones en las condiciones laborables– el trabajo anterior, sino con la decisión de retomar sólo un trabajo enteramente cambiado, un trabajo no impuesto por el estado, inversión que este tipo de huelga no tanto provoca sino que realiza directamente. De ello se desprende que la primera de estas empresas da existencia a un derecho, mientras que la segunda es anárquica. Apoyándose en observaciones ocasionales de Marx, Sorel rechaza toda clase de programas, utopías y, en suma, creaciones jurídicas para el movimiento revolucionario: [58]

“Con la huelga general todas estas bellas cosas desaparecen; la revolución se presenta como una revuelta pura y simple, y no hay ya lugar para los sociólogos, para los amantes de las reformas sociales o para los intelectuales que han elegido la profesión de pensar por el proletariado.”

A esta concepción profunda, moral y claramente revolucionaria no se le puede oponer un razonamiento destinado a calificar como violencia esta huelga general a causa de sus eventuales consecuencias catastróficas. Incluso si podría decirse con razón que la economía actual en conjunto se asemeja menos a una locomotora que se detiene porque el maquinista la abandona, que a una fiera que se precipita apenas el domador le vuelve las espaldas; queda además el hecho de que respecto a la violencia de una acción se puede juzgar tan poco a partir de sus efectos como a partir de sus fines, y que sólo es posible hacerlo a partir de las leyes de sus medios. Es obvio que el poder del estado que atiende sólo a las consecuencias, se oponga a esta huelga –y no [59] a las huelgas parciales, en general efectivamente extorsivas– como a una pretendida violencia. Pero, por lo demás, Sorel ha demostrado con argumentos muy agudos que una concepción así rigurosa de la huelga general resulta de por sí apta para reducir el empleo efectivo de la violencia en las revoluciones. Viceversa, un caso eminente de omisión violenta, más inmoral que la huelga general política, similar al bloqueo económico, es la huelga de médicos que se ha producido en muchas ciudades alemanas. Aparece en tal caso, en la forma más repugnante, el empleo sin escrúpulos de la violencia, verdaderamente abyecto en una clase profesional que durante años, sin el menor intento de resistencia, “ha garantizado a la muerte su presa”, para luego, en la primera ocasión, dejar a la vida abandonada por unas monedas. Con más claridad que en las recientes luchas de clases, en la historia milenaria de los estados se han constituido medios de acuerdo no violentos. La tarea de los diplomáticos en su comercio recíproco

[60] consiste sólo ocasionalmente en la modificación de ordenamientos jurídicos. En general deben, en perfecta analogía con los acuerdos entre personas privadas, regular pacíficamente y sin tratados, caso por caso, en nombre de sus estados, los conflictos que surgen entre ellos. Tarea delicada, que cumplen más drásticamente las cortes de arbitraje, pero que constituye un método de solución superior como principio, que el del arbitraje, pues se cumple más allá de todo ordenamiento jurídico y por lo tanto de toda violencia. Como el comercio entre personas privadas, el de los diplomáticos ha producido formas y virtudes propias, que, aunque se hayan convertido en exteriores, no lo han sido siempre.

En todo el ámbito de los poderes previstos por el derecho natural y por el derecho positivo no hay ninguno que se encuentre libre de esta grave problematicidad de todo poder jurídico. Puesto que toda forma de concebir una solución de las tareas humanas –para no hablar de un rescate de la esclavitud de todas las condiciones históricas de vida pasadas– [61] resulta irrealizable si se excluye absolutamente y por principio toda y cualquier violencia, se plantea el problema de la existencia de otras formas de violencia que no sean las que toma en consideración toda teoría jurídica. Y se plantea a la vez el problema de la verdad del dogma fundamental común a esas teorías: fines justos pueden ser alcanzados con medios legítimos, medios legítimos pueden ser empleados para fines justos. Y si toda especie de violencia destinada, en cuanto emplea medios legítimos, resultase por sí misma en contradicción inconciliable con fines justos, pero al mismo tiempo se pudiese distinguir una violencia de otra índole, que sin duda no podría ser el medio legítimo o ilegítimo para tales fines y que sin embargo no se hallase en general con éstos en relación de medio, ¿en qué otra relación se hallaría? Se iluminaría así la singular y en principio desalentadora experiencia de la final insolubilidad de todos los problemas jurídicos (que quizás, en su falta de perspectivas puede compararse sólo con la imposibilidad de una clara decisión respecto a lo que es “justo” o “falso” en [62] las lenguas en desarrollo).

Porque lo cierto es que respecto a la legitimidad de los medios y a la justicia de los fines no decide jamás la razón, sino la violencia destinada sobre la primera y Dios sobre la segunda. Noción esta tan rara porque tiene vigencia el obstinado hábito de concebir aquellos fines justos como fines de un derecho posible, es decir no sólo como universalmente válidos (lo que surge analíticamente del atributo de la justicia), sino también como susceptible de universalización, lo cual, como se podría mostrar, contradice a dicho atributo. Pues fines que son justos, universalmente válidos y universalmente reconocibles para una situación, no lo son para ninguna otra, pese a lo similar que pueda resultar. Una función no mediada por la violencia, como esta sobre la que se discute, nos es ya mostrada por la experiencia cotidiana. Así, en lo que se refiere al hombre, la cólera lo arrastra a los fines más cargados de violencia, la cual como medio no se refiere a un fin preestablecido. Esa violencia no es un medio, sino una manifestación. Y esta violencia tiene manifestaciones por completo ob-[63]jetivas, a través de las cuales puede ser sometida a la crítica. Tales manifestaciones se encuentran en forma altamente significativa sobre todo en el mito.

La violencia mítica en su forma ejemplar es una simple manifestación de los dioses. Tal violencia no constituye un medio para sus fines, es apenas una manifestación de su voluntad y, sobre todo, manifestación de su ser. La leyenda de Níobe constituye un ejemplo evidente de ello. Podría parecer que la acción de Apolo y Artemis es sólo un castigo. Pero su violencia instituye más bien un derecho que no castiga por la infracción de un derecho existente. El orgullo de Níobe atrae sobre sí la desventura, no porque ofenda el derecho, sino porque desafía al destino a una lucha de la cual éste sale necesariamente victorioso y sólo mediante la victoria, en todo caso, engendra un derecho. El que esta violencia divina, para el espíritu antiguo, no era aquella –que conserva el derecho– de la pena, es algo que surge de los mitos heroicos en los que el héroe, como por ejemplo Prometeo, desafía con valeroso ánimo al destino, lucha contra él [64] con variada fortuna y el mito no lo deja del todo sin esperanzas de que algún día pueda entregar a los hombres un nuevo derecho. Es en el fondo este héroe, y la violencia jurídica del mito congénita a él, lo que el pueblo busca aún hoy representarse en su admiración por el delincuente. La violencia cae por lo tanto sobre Níobe desde la incierta, ambigua esfera del destino. Esta violencia no es estrictamente destructora. Si bien somete a los hijos a una muerte sangrienta, se detiene ante la vida de la madre, a la que deja –por el fin de los hijos– más culpable aún que antes, casi un eterno y mudo sostén de la culpa, mojón entre los hombres y los dioses. Si se pudiese demostrar que esta violencia inmediata en las manifestaciones míticas es estrechamente afín, o por completo idéntica, a la violencia que funda el derecho, su problematicidad se reflejaría sobre la violencia creadora de derecho en la medida en que ésta ha sido definida antes, al analizar la violencia bélica, como una violencia que tiene las características de medio. Al mismo tiempo esta relación promete arrojar más luz sobre el destino, [65] que se halla siempre en la base del poder jurídico, y de llevar a su fin, en grandes líneas, la crítica de este último. La función de la violencia en la creación jurídica es, en efecto, doble en el sentido de que la creación jurídica, si bien persigue lo que es instaurado como derecho, como fin, con la violencia como medio, sin embargo –en el acto de fundar como derecho el fin perseguido– no depone en modo alguno la violencia, sino que sólo ahora hace de ella en sentido estricto, es decir inmediatamente, violencia creadora de derecho, en cuanto instaura como derecho, con el nombre de poder, no ya un fin inmune e independiente de la violencia, sino íntima y necesariamente ligado a ésta. Creación de derecho es creación de poder, y en tal medida un acto de inmediata manifestación de violencia. Justicia es el principio de toda finalidad divina, poder, el principio de todo derecho mítico. Este último principio tiene una aplicación de consecuencias extremadamente graves en el derecho público, en el ámbito del cual la fijación de límites tal como se establece mediante “la paz” en todas las guerras de la edad mí-[66]tica, es el arquetipo de la violencia creadora de derecho. En ella se ve en la forma más clara que es el poder (más que la ganancia incluso más ingente de posesión) lo que debe ser garantizado por la violencia creadora de derecho. Donde se establece límites, el adversario no es sencillamente destruido; por el contrario, incluso si el vencedor dispone de la máxima superioridad, se reconocen al vencido ciertos derechos. Es decir, en forma demoníacamente ambigua: “iguales” derechos; es la misma línea la que no debe ser traspasada por ambas partes contratantes. Y en ello aparece, en su forma más temible y originaria, la misma ambigüedad mítica de las leyes que no pueden ser “transgredidas”, y de las cuales Anatole France dice satíricamente que prohiben por igual a ricos y a pobres pernoctar bajo los puentes. Y al parecer Sorel roza una verdad no sólo histórico–cultural, sino metafísica, cuando plantea la hipótesis de que en los comienzos todo derecho ha sido privilegio del rey o de los grandes, en una palabra de los poderosos. Y eso seguirá siendo, mutatis mutandis, mientras subsista.

[67] Pues desde el punto de vista de la violencia, que es la única que puede garantizar el derecho no existe igualdad, sino –en la mejor de las hipótesis– poderes igualmente grandes. Pero el acto de la fijación de límites es importante, para la inteligencia del derecho, incluso en otro aspecto. Los límites trazados y definidos permanecen, al menos en las épocas primitivas, como leyes no escritas. El hombre puede traspasarlos sin saber e incurrir así en el castigo. Porque toda intervención del derecho provocado por una infracción a la ley no escrita y no conocida es, a diferencia de la pena, castigo. Y pese a la crueldad con que pueda golpear al ignorante, su intervención no es desde el punto de vista del derecho, azar sino más bien destino, que se manifiesta aquí una vez más en su plena ambigüedad. Ya Hermann Cohen, en un rápido análisis de la concepción antigua del destino 5 , ha definido como “conocimiento al que no se escapa” aquel “cuyos ordenamientos mismos parecen [68] ocasionar y producir esta infracción, este apartamiento”. El principio moderno de que la ignorancia de la ley no protege respecto a la pena es testimonio de ese espíritu del derecho, así como la lucha por el derecho escrito en los primeros tiempos de las comunidades antiguas debe ser entendido como una revuelta dirigida contra el espíritu de los estatutos míticos.

Lejos de abrirnos una esfera más pura, la manifestación mítica de la violencia inmediata se nos aparece como profundamente idéntica a todo poder y transforma la sospecha respecto a su problematicidad en

5 Hermann Cohen, Ethik des reinen Willens, 2a. ed., Berlin 1907, pág. 362.

una certeza respecto al carácter pernicioso de su función histórica, que se trata por lo tanto de destruir. Y esta tarea plantea en última instancia una vez más el problema de una violencia pura inmediata que pueda detener el curso de la violencia mítica. Así como en todos los campos Dios se opone al mito, de igual modo a la violencia mítica se opone la divina. La violencia divina constituye en todos los puntos la antítesis de la violencia mítica. Si la violencia mítica funda el derecho, la divina [69] lo destruye; si aquélla establece limites y confines, esta destruye sin limites, si la violencia mítica culpa y castiga, la divina exculpa; si aquélla es tonante, ésta es fulmínea; si aquélla es sangrienta, ésta es letal sin derramar sangre. A la leyenda de Níobe se le puede oponer, como ejemplo de esta violencia, el juicio de Dios sobre la tribu de Korah. El juicio de Dios golpea a los privilegiados, levitas, los golpea sin preaviso, sin amenaza, fulmíneamente, y no se detiene frente a la destrucción. Pero el juicio de Dios es también, justamente en la destrucción, purificante, y no se puede dejar de percibir un nexo profundo entre el carácter no sangriento y el purificante de esta violencia. Porque la sangre es el símbolo de la vida desnuda. La disolución de la violencia jurídica se remonta por lo tanto a la culpabilidad de la desnuda vida natural, que confía al viviente, inocente e infeliz al castigo que “expía” su culpa, y expurga también al culpable, pero no de una culpa, sino del derecho. Pues con la vida desnuda cesa el dominio del derecho sobre el viviente. La violencia mítica es violencia sangrienta sobre la desnuda

[70] vida en nombre de la violencia, la pura violencia divina es violencia sobre toda vida en nombre del viviente. La primera exige sacrificios, la segunda los acepta.

Existen testimonios de esta violencia divina no sólo en la tradición religiosa, sino también –por lo menos en una manifestación reconocida– en la vida actual. Tal manifestación es la de aquella violencia que, como violencia educativa en su forma perfecta, cae fuera del derecho. Por lo tanto, las manifestaciones de la violencia divina no se definen por el hecho de que Dios mismo las ejercita directamente en los actos milagrosos, sino por el carácter no sanguinario, fulminante, purificador de la ejecución. En fin, por la ausencia de toda creación de derecho. En ese sentido es lícito llamar destructiva a tal violencia; pero lo es sólo relativamente, en relación con los bienes, con el derecho, con la vida y similares, y nunca absolutamente en relación con el espíritu de lo viviente. Una extensión tal de la violencia pura o divina se halla sin duda destinada a suscitar, justamente hoy, los más violentos ataques, y se objetará que esa violencia, según su deduc-[71]ción lógica, acuerda a los hombres, en ciertas condiciones, también la violencia total recíproca. Pero no es así en modo alguno. Pues a la pregunta: “¿Puedo matar?”, sigue la respuesta inmutable del mandamiento: “No matarás.” El mandamiento es anterior a la acción, como la “mirada” de Dios contemplando el acontecer. Pero el mandamiento resulta –si no es que el temor a la pena induce a obedecerlo– inaplicable, inconmensurable respecto a la acción cumplida. Del mandamiento no se deduce ningún juicio sobre la acción. Y por ello a priori no se puede conocer ni el juicio divino sobre la acción ni el fundamento o motivo de dicho juicio. Por lo tanto, no están en lo justo aquellos que fundamentan la condena de toda muerte violenta de un hombre a manos de otro hombre sobre la base del quinto mandamiento. El mandamiento no es un criterio del juicio, sino una norma de acción para la persona o comunidad actuante que deben saldar sus cuentas con el mandamiento en soledad y asumir en casos extraordinarios la responsabilidad de prescindir de él. Así lo entendía también el judaís[72]mo, que rechaza expresamente la condena del homicidio en casos de legítima defensa. Pero esos teóricos apelan a un axioma ulterior, con el cual piensan quizás poder fundamentar el mandamiento mismo: es decir, apelan al principio del carácter sacro de la vida, que refieren a toda vida animal e incluso vegetal o bien limitan a la vida humana. Su argumentación se desarrolla, en un caso extremo –que toma como ejemplo el asesinato revolucionario de los opresores–, en los siguientes términos:

“Si no mato, no instauraré nunca el reino de la justicia (...) así piensa el terrorista espiritual (...) Pero nosotros afirmamos que aún más alto que la felicidad y la justicia de una existencia se halla la existencia misma como tal” 6 .

Si bien esta tesis es ciertamente falsa e incluso innoble, pone de manifiesto no obstante la obligación de no buscar el motivo del mandamiento en lo que la acción hace al asesinato sino en la que [73] hace a Dios y al agente mismo. Falsa y miserable es la tesis de que la existencia sería superior a la existencia justa, si existencia no quiere decir más que vida desnuda, que es el sentido en que se la usa en la reflexión citada. Pero contiene una gran verdad si la existencia (o mejor la vida) –palabras cuyo doble sentido, en forma por completo análoga a la de la palabra paz, debe resolverse sobre la base de su relación con dos

6 Kurt Hiller en un almanaque del “Ziel”

esferas cada vez distintas– designa el contexto inamovible del “hombre”. Es decir, si la proposición significa que el no–ser del hombre es algo más terrible que el (además: sólo) no–ser–aún del hombre justo. La frase mencionada debe su apariencia de verdad a esta ambigüedad. En efecto, el hombre no coincide de ningún modo con la desnuda vida del hombre; ni con la desnuda vida en él ni con ninguno de sus restantes estados o propiedades ni tampoco con la unicidad de su persona física. Tan sagrado es el hombre (o esa vida que en él permanece idéntica en la vida terrestre, en la muerte y en la supervivencia) como poco sagrados son sus estados, como poco lo es su vida física, [74] vulnerable por los otros. En efecto ¿qué la distingue de la de los animales y plantas? E incluso si éstos (animales y plantas) fueran sagrados, no podrían serlo por su vida desnuda, no podrían serlo en ella. Valdría la pena investigar el origen del dogma de la sacralidad de la vida. Quizás sea de fecha reciente, última aberración de la debilitada tradición occidental, mediante la cual se pretendería buscar lo sagrado, que tal tradición ha perdido, en lo cosmológicamente impenetrable. (La antigüedad de todos los preceptos religiosos contra el homicidio no significa nada en contrario, porque los preceptos están fundados en ideas muy distintas de las del axioma moderno.) En fin, da que pensar el hecho de que lo que aquí es declarado sacro sea, según al antiguo pensamiento mítico, el portador destinado de la culpa: la vida desnuda.

La crítica de la violencia es la filosofía de su historia. La “filosofía” de esta historia, en la medida en que sólo la idea de su desenlace abre una perspectiva crítica separatoria y terminante sobre sus datos temporales. Una mirada vuelta sólo hacia lo más cercano puede permitir a lo [75] sumo un hamacarse dialéctico entre las formas de la violencia que fundan y las que conservan el derecho. La ley de estas oscilaciones se funda en el hecho de que toda violencia conservadora debilita a la larga indirectamente, mediante la represión de las fuerzas hostiles, la violencia creadora que se halla representada en ella. (Se han indicado ya en el curso de la investigación algunos síntomas de este hecho.) Ello dura hasta el momento en el cual nuevas fuerzas, o aquellas antes oprimidas, predominan sobre la violencia que hasta entonces había fundado el derecho y fundan así un nuevo derecho destinado a una nueva decadencia. Sobre la interrupción de este ciclo que se desarrolla en el ámbito de las formas míticas del derecho sobre la destitución del derecho junto con las fuerzas en las cuales se apoya, al igual que ellas en él, es decir, en definitiva del estado, se basa una nueva época histórica. Si el imperio del mito se encuentra ya quebrantado aquí y allá en el presente, lo nuevo no está en una perspectiva tan lejana e inaccesible como para que una palabra contra el derecho deba condenarse por [76] sí. Pero si la violencia tiene asegurada la realidad también allende el derecho, como violencia pura e inmediata, resulta demostrado que es posible también la violencia revolucionaria, que es el nombre a asignar a la suprema manifestación de pura violencia por parte del hombre. Pero no es igualmente posible ni igualmente urgente para los hombres establecer si en un determinado caso se ha cumplido la pura violencia. Pues sólo la violencia mítica, y no la divina, se deja reconocer con certeza como tal; salvo quizás en efectos incomparables, porque la fuerza purificadora de la violencia no es evidente a los hombres. De nuevo están a disposición de la pura violencia divina todas las formas eternas que el mito ha bastardeado con el derecho. Tal violencia puede aparecer en la verdadera guerra así como en el juicio divino de la multitud sobre el delincuente. Pero es reprobable toda violencia mítica, que funda el derecho y que se puede llamar dominante. Y reprobable es también la violencia que conserva el derecho, la violencia administrada, que la sirve. La violencia divina, que es enseña y sello, [77] nunca instrumento de sacra ejecución, es la violencia que gobierna.