Lecturas, comentarios y análisis sobre el Derecho en el siglo XXI


Bitácora dedicada al mundo del Derecho entendido como sistema de normas, principios y valores, así como las relaciones entre ellos, tendentes a la consecución de la Justicia
Un lugar para reproducir extractos, resúmenes, comentarios y análisis jurídicos que las lecturas de todos nos sugieran.

viernes, 8 de mayo de 2009

Locke, Constant, Stuart Mill: Comentario sobre las raices de la soberanía popular y del liberalismo político

Vanos a hacer un breve comentario sobre tres textos básicos de la teoría política, sus vinculaciones y su repercusion. Los clásicos en cuestión son los siguientes:

• John Locke: Segundo tratado sobre el gobierno civil
• Benjamín Constant: Principios de política y De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos
• John Stuart Mill: Sobre la libertad y Del gobierno representativo.

Los tres escritos propuestos tienen como leit-motiv fundamental el papel del individuo en las tareas del gobierno en una sociedad, y la problemática de la conservación de la libertad individual frente al poder político.
Los puntos de conexión de los autores estudiados son dobles. De un lado, constituyen exponentes, en diversas fases y grados, del liberalismo político, de otro, son evolución de esas ideas a lo largo de mas de dos siglos, tiempo precisamente en los que maduran conceptos tales como la soberanía popular, la representación política, o los derechos y libertades fundamentales.

Por tanto, puede decirse que los escritos son jalones de la idea de libertad política vista a través del tiempo, de las circunstancias y los acontecimientos de las épocas, y que sin duda, por una parte han ido influyendo unos sobre otros sucesivamente, así como por otra parte, han supuesto el sustento original para ulteriores aportaciones basilares al concepto de libertad y participación política . (Vid. por todos, Aron, R.: Ensayos sobre las libertades, especialmente el que lleva por título “Libertad política y sociedad técnica”, y Berlin, I.: Cuatro ensayos sobre la libertad, y en particular, “John Stuart Mill y los fines de la vida”, Ed. Circulo de Lectores, Barcelona, 1999)
Nos proponemos comentar brevemente los textos seleccionados resaltando sus ideas principales y relacionándolos entre ellos.
John Locke, eximio representante del empirismo inglés del siglo XVII, redacta sus dos Tratado sobre el gobierno civil en 1690. Dista por ello, poco menos de un siglo antes de que la revolución francesa suponga la catarsis de los pensamientos de la Ilustración a la que tanto contribuyeron autores entre los que se encuentra Locke.
Imbuido del punto de partida de Hobbes, propone una filosofía política contractualista de base antropológica, pero como apunta acertadamente Corcuff, “esboza en el seno de las problemáticas del contrato social, una teoría del liberalismo político con la doble preocupación por las libertades y la pluralidad de poderes frente al peligro de la tiranía” .
(Corcuff, P.: Los grandes pensadores de la política, Alianza editorial, Madrid, 2008, págs. 43 y 44).
Esto se pone de manifiesto palmariamente en su Segundo Tratado, y particulamente en el Capítulo 8, “Del origen de las sociedades políticas, propuesto para el comentario.
Locke parte de la base contractualista de constitución de la sociedad: “El único modo en que alguien se priva a sí mismo de su libertad natural y se somete a las ataduras de la sociedad civil, es mediante un acuerdo con otros hombres, según el cual todos se unen formando una comunidad, a fin de convivir los unos con los otros de una manera confortable, segura y pacífica”.
El gobierno de la sociedad que se constituye con ese contrato “sólo se consigue mediante la voluntad y determinación de la mayoría”, por lo que, en lógica consecuencia, “cada uno está obligado, por consentimiento, a someterse al parecer de la mayoría”.
La razón que da Locke para justificar ese sometimiento del individuo al gobierno de la mayoría de la sociedad, y la renuncia, por tanto, a parte de su libertad individual, “es hecha por cada uno con la exclusiva intención de preservarse a sí mismo y de preservar su libertad y su propiedad de una manera mejor”.
Y dado que la función del gobierno es la de preservar las libertades y garantizar el bien común, esos mismos son los límites del estado en cuanto poder político. En sus propias palabras, “quienquiera que ostente el supremo poder legislativo en un Estado, está obligado a gobernar según lo que dicten las leyes establecidas, promulgadas y conocidas del pueblo, y a resolver los pleitos de acuerdo con dichas leyes, (…). Y todo esto no debe estar dirigido a otro fin que no sea el de lograr la paz, la seguridad y el bien del pueblo”.
Como vemos, enuncia de manera inequívoca el Rule of Law, el sometimiento de los poderes públicos y de los gobernantes al imperio de la Ley.
Continúa en sus reflexiones Locke aventurando los distintos tipos de Estado, que identifica, en función de los detentadores de la soberanía, identificada por él en la función de legislar, con la democracia perfecta, la oligarquía o la monarquía, que subdivide en hereditaria o electiva.
Sea cual sea la forma de gobierno anterior, Locke, no obstante aclara que se trata de un poder político otorgado por la colectividad, por la sociedad en su conjunto, y que tal confianza puede revertir, en el caso de que el gobernante incumpla sus obligaciones o s exceda en ellas.
En ese caso, “resultará necesario retirar la confianza que se había puesto en quienes tenían la misión de cumplirlo; y así, el poder volverá a manos de aquellos que lo concedieron, los cuales podrán disponer de él como les parezca más conveniente para su protección y seguridad”. Así, la comunidad conserva siempre un poder supremo de salvarse a sí misma frente a posibles amenazas, amenaza que identifica con la tiranía, definida por el autor como el uso de la fuerza sin derecho.
Benjamin Constat, se sitúa a medio camino histórico y filosófico político entre el liberalismo Lockeano y la nueva generación de liberales como Toqueville o Stuart Mill. Y no sólo se trata de una curiosidad histórica, sino que bien puede decirse que Constant constituye un puente entre el liberalismo del siglo XVII y el del XIX.
Se trata del pensador moderado mas relevante de la Francia postrevolucionaria. Conmocionado por los excesos de la Revolución de 1789, Constant construye una doctrina en sus “escritos Políticos” de la soberanía nacional opuesta a la teoría de la soberanía nacional del “Contrato Social”. Pero no se trata si más de un antirrevolucionario conservador, como su coetáneo inglés Burke, sino que más bien podríamos caracterizarle como un reformista moderado .
(Cfr. al respecto, Sánchez Mejía, M. L.: “Estudio Preliminar”, en Constat, C.: Escritos políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, págs. X y XI.)
Naturalmente Constant es un hijo de su tiempo, y sólo puede entenderse bajo la mentalidad y los acontecimientos históricos que le tocó vivir. De la Revolución y lo que el consideró culminación de las ideas de Rousseau, vio y vivió la deriva napoleónica, y se implicó decididamente como diputado en la Asambleas de la Restauración hasta 1830.
Su obra principal, de la que ahora comentamos un breve pero nuclear extracto, data de 1806, y su primera edición, de 1815.
De los fragmentos seleccionados, podemos resaltar varias ideas, axiales todas ellas del pensamiento del Constant:
De un lado, el rechazo a la soberanía ilimitada del pueblo. Bebe este rechazo de la necesidad aprendida de Montesquieu de la existencia de contrapoderes, y del rechazo y el miedo a una dictadura de la mayoría que apaste al individuo. Constant habla de lo pernicioso de “un grado de poder demasiado grande que, por sí mismo constituye un mal, con independencia de quien lo ejerza”.
Frente a esa suerte de absolutismo popular que rechaza y teme, opone la existencia de un núcleo de libertad individual que no debe ser jamás objeto de intromisión del Estado, ni de sus representantes, por mucho que se trate del mismo pueblo: “Hay al contrario, una parte de la vida humana que es, por naturaleza, individual e independiente, y que queda al margen de toda competencia social”.
De esta manera, Constant se erige en paladín de estas libertades individuales. En otro fragmento, afirma taxativamente que “la libertad no es otra cosa que lo que los individuos tienen derecho a hacer, lo que la sociedad no tiene derecho a impedir” .
En el Capítulo VI, “De las condiciones de propiedad”, Constant hace un alegato a favor del sufragio censitario. Ello no es producto de un elitismo clasista o de un espíritu antidemocrático, antes bien, responde al temor, mas que justificado en la época, de que las capas mas pobres de la sociedad, y por ende, las menos instruidas, puedan ser fácilmente manipulables, incluso coactables por las clases dominantes. Así lo expresa: “Aquellos a quienes la indigencia mantiene en una perpetua dependencia y condena a trabajos diarios no poseen mas ilustración que los niños acerca de los asuntos público, ni tienen mayor interés que los extranjeros en una prosperidad nacional cuyos elementos no conocen y en cuyo interés no participan directamente”.
La solución, y por tanto, la atribución del derecho de sufragio tanto activo como pasivo, la hace recaer Constant en los propietarios. Sólo estos tienen el acceso necesario al ocio que posibilita la instrucción que capacita según el autor al ejercicio de los derechos políticos.
Por último, en el interesante discurso sobre “la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, Constant comienza por una afirmación capital, al identificar la libertad con el “derecho a no estar sometido sino a las leyes”, germen del actual Estado de Derecho, ya proclamado rotundamente por la Constitución americana y la revolucionaria francesa.
En cuanto a la libertad de los antiguos, Constant establecía la siguiente diferencia fundamental con respecto a la libertad que debería imperar en las naciones modernas: mientras en la antigüedad la libertad “consistía en ejercer colectiva por directamente muchas parte de la soberanía entera”, en cambio las “acciones privadas estaban sometidas a una severa vigilancia”, de esta manera, el ciudadano antiguo “soberano habitualmente en los negocios públicos, era esclavo en todas sus relaciones privadas”.
A esta concepción, Constant opone la que su juicio debe regir en las naciones, y se impone por el mayor tamaño y complejidad de nuestras sociedades: “nuestra libertad debe componerse del goce pacífico y de la independencia privada”. Así, a la participación directa de los antiguos, contrapone la “necesidad del sistema representativo”, que no sería otra cosa que “una organización con cuyo auxilio una nación se descarga sobre algunos individuos e aquello que no quiere o no puede hacer por si misma”.
No obstante, el autor subraya la necesidad de que los pueblos que recurran al sistema representativo, ejerzan una “vigilancia activa y constante sobre sus representantes para ver si cumplen exactamente con su encargo y si defraudan a sus votos y deseos”, con el fin de evitar el riesgo cierto de que “absorbiéndonos demasiado en el goce de nuestra independencia privada y en procurar nuestro intereses particulares, no renunciemos con mucha facilidad al derecho de tomar parte en el gobierno político”.
La verdadera libertad en el sentido político, no viene pues sólo de procurar los medios para el ejercicio de la tareas y del gobierno político, sino que el legislador debe realizar, y las instituciones públicas promover “la educación moral de los ciudadanos”, para que, “respetando sus derechos individuales, manteniendo su independencia (…), debe sin embargo procurarse que consagren su influencia hacia las cosas públicas”.
John Stuart Mill nace en 1806, casualmente el año en que Constant acaba sus “Escritos Políticos”, y pasa por ser uno de los máximos exponentes del utilitarismo británico.
Heredero intelectual de Bentham, discípulo de Austin, polifacético y versátil escritor, padre del causalismo utilitarista, rayano en el positivismo Compteano, y en cuestiones políticas, un profundo teórico del liberalismo democrático.
Su libro “Sobre la libertad”, que el autor confiesa escribió justo a su esposa, tiene por objeto declarado desde las primeras líneas “no el llamado libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo” .
(Stuart Mill, J.: Sobre la libertad, Ed. RBA, Barcelona, 2004, pág. 55.)
La primera reflexión de Mill, viene al hilo de la última que reseñábamos de Locke. Se nos advierte del peligro cierto que supone la posible tiranía de la mayoría. Siendo la llamada “voluntad del pueblo”, nada mas que la voluntad de la mayoría, esa porción mas numerosa de la sociedad “puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder”.
Por esto, considera inexcusable la limitación del poder de gobierno sobre los individuos “aun cuando los titulares del Poder sean regularmente responsables hacia la comunidad, es decir, hacia el partido más fuerte de la comunidad”.
Y lo novedoso y contundente de la opinión de Mill es que a su criterio, para defenderse de este tipo de tiranía, no basta la protección contra la tiranía del magistrado (del titular del poder), sino que se “necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, (…) sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio.
Y a renglón seguido, Mill identifica las libertades individuales básicas que no pueden ser perturbadas, ni por un gobierno, ni por la misma mayoría de la sociedad. Relaciona así la libertad de conciencia, la libertad de expresión, la libertad de asociación y la libertad de obrar como queramos, sujetos a las consecuencias de nuestros actos y en tano no se perjudique el derecho de otros.
En sus palabras: “No es libre ninguna sociedad, cualquiera que sea su forma de gobierno, en la cual estas libertades no estén respetadas en su totalidad; y ninguna es libre por completo si no están en ella absoluta y plenamente garantizadas”.
El siguiente excurso de Mill sobre el que merece parar mientes es el referido al Gobierno representativo. Comienza Mill reflexionando sobre los fines del Gobierno y su idoneidad para conseguirlos. Llega la conclusión de que “debe juzgarse al Gobierno por su acción sobre las cosas, por lo que hacen los ciudadanos y por lo que hace con ellos, por su tendencia a mejorar o no a los hombres y por el mérito o defecto de las obras que ejecuta para ellos o con ellos”.
Y reputa, siguiendo el criterio anterior, como mejor forma de gobierno, la mas representativa: “No hay dificultad en demostrar que el ideal de la mejor forma de gobierno es la que inviste de la soberanía a la masa reunida de la comunidad, siendo cada ciudadano no sólo voz en el ejercicio del poder, sino, de tiempo en tiempo, intervención real por el desempeño de alguna función local o general”.
Llega por esta vía a propugnar las virtudes de la democracia, advirtiendo no obstante, y volviendo al argumento primero, de los peligros de una falsa democracia que se convierta en tiranía de la mayoría.
A esta concepción opone Mill la fundamental idea de que “en una democracia realmente igual, todo partido, cualquiera que sea, deberá estar representado en una proporción no superior, sino idéntica al número de sus individuos. La mayoría de representantes ha de corresponder a la mayoría de electores; pero, por la misma razón, toda minoría de electores debe tener una minoría de representantes”.
Otorgar representación, “voz” a las minorías, es fundamental para preservar, no sólo la misma esencia de la democracia, sino el mas mínimo régimen de libertades, ya que “sin esto no hay igualdad en el Gobierno, sino desigualdad y privilegio: una fracción del pueblo gobierna a todo el resto”.
De esta manera, imbuido del ideal del mejor gobierno como la más amplia representación, aboga decididamente por el sufragio universal, toda vez que “no es satisfactoria ninguna combinación del sufragio que excluya en absoluto a una persona o clase, o si el derecho electoral no es accesible a todas las personas adultas que deseen obtenerlo”.
No obstante lo anterior, y sin duda fruto de su época, justifica la exclusión por motivos educacionales (fundamentalmente a los analfabetos), pero sólo como constatación de la injusticia que causa el propio Gobierno al no proveer la educación básica para que ello no ocurra.
Dejemos que lo explique: “Cuando la sociedad no ha cumplido con su deber, haciendo accesible a todos este grado de instrucción, hay, ciertamente, injusticia en dichas exclusiones, pero es una injusticia necesaria. Si la sociedad ha descuidado llenar dos obligaciones solemnes la más importante y fundamental de las dos debe ser atendida en primer lugar: la enseñanza universal debe preceder al sufragio universal”.
Y por último plantea, siempre condicionado por el contexto histórico, y no sin dudas, y excluyendo el elemento pecuniario para condicionarlo, la posibilidad de la ponderación del valor del voto en función de la educación del votante, vacilando sobre la conveniencia de tal distorsión. De todos modos afirma que “la única razón digna de ser tenida en cuenta para dar al voto de una persona mayor valor que la unidad se funda en la capacidad mental del individuo; faltando tan sólo medios aproximados para establecer esa superioridad”. Al final concluye considerando el voto igual como “bueno relativamente, como cosa menos injusta que la desigualdad de privilegios fundada en circunstancias accidentales e insignificantes”.

lunes, 4 de mayo de 2009

Otro trabajo mío: FEDERALISMOS EN CONTRASTE. Introducción al sistema federal norteamericano y el autonómico español en perspectiva comparada.

1.- OBJETO DEL ESTUDIO Y PREMISAS METODOLÓGICAS INICIALES
Como proemio a las líneas que siguen, creemos necesario realizar algunas consideraciones formales y otras materiales a fin de encuadrar la materia que será objeto de análisis.
Se trata esta de una aproximación politológica al fenómeno del federalismo, en una apretada síntesis del funcionamiento de esta modalidad de forma de articulación territorial del Estado basada en la descentralización política, en dos escenarios estatales diversos como son España y los Estados Unidos de América.
En primer lugar, como aspectos metodológicos debemos advertir que proponemos una aproximación desde un enfoque neo-institucional histórico-normativo, a fin de destacar los diversos orígenes y evolución del federalismo en uno y otro Estado, el diferente punto de partida, y el status actual.
Y en cuanto al método científico utilizado, realizaremos este trabajo mediante un análisis cualitativo comparativo de las instituciones básicas que dan soporte a la estructura federal del Estado, la Constitución federal americana en un caso, y la Constitución española de 1978, en otro, principalmente.

2.- EL FEDERALISMO, DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA EN ESTADOS UNIDOS Y ESPAÑA.
Analizaremos en las líneas que siguen el origen y evolución, en sus marcos de referencia jurídico normativos básicos, del federalismo en Estados Unidos y del Estado compuesto en España.
Para encuadrar dogmáticamente el estudio, definimos por federalismo, siguiendo a García Pelayo (2000:217), “una forma de división del poder político no sólo desde el punto de vista funcional, sino, sobre todo, desde el punto de vista territorial, y con arreglo a la cual hay un único poder para ciertas materias y una pluralidad de poderes (regionales) para otra”.
Parece inevitable, por la vigencia de su pensamiento, comenzar un análisis del federalismo americano con las entusiastas palabras que le dedicó Tocqueville (2005:157) en su clásico “La Democracia en América”, quien ligaba el éxito como país y como república de los Estados Unidos tras su independencia al hecho de haberse constituido en un Estado federal: “Es una opinión muy extendida en América que la existencia y la duración de las formas republicanas en el Nuevo Mundo dependen de la existencia y la duración del sistema federativo”.
Y al respecto, otro clásico, Constant, esta vez, vaticina que para que funcione correctamente un sistema federal, “cada sociedad parcial, cada fracción debe depender por tanto, incluso para sus disposiciones internas, de la asociación general en mayor o menor grado. Pero al mismo tiempo, se precisa que las disposiciones interiores de las fracciones particulares, en todo aquello que no tiene ninguna influencia sobre la asociación general, queden perfectamente independientes” (Constant, B., 1989:127)
Somos conscientes de la vanidad del intento de comparación de sistemas federales, tanto por lo limitado de la extensión, y por lo tanto, de la profundidad del estudio, como por las razones apuntadas por Bothe, M (1983: 94), quien apunta que “los problemas de comparación y de transposición de sistemas y soluciones federales son considerables. Ciertamente hay problemas comunes: la técnica de división de competencias, el problema de nuevas tareas del estado no previstas en la constitución, las cuestiones de centralización y de autocoordinación. Pero todo sistema de gobierno tiene su individualidad histórica. El federalismo en un país determinado sólo es un elemento entre otros en el sistema político entero. Su funcionamiento no puede explicarse sin tener en cuenta este contexto.”.
Es un lugar común en la historiografía estadounidense que la decisión de la Convención de articular federalmente el joven territorio de las excolonias británicas, vino de la fracasada experiencia de su intento confederal. La Confederación de 1776, devino en fallida por la debilidad del Estado confederado, incapaz de ejercer una mínima soberanía que se impusiera sobre la de las 13 colonias y dotase de personalidad propia a la Unión de frente a la Comunidad internacional de la época, y de cara a una mínima cohesión interna. (Por todos, Bradbury, M. & Temperley, 1998:58 y ss.).
Ineludible resulta la inspiración teórica de Montesquieu o Locke, pero sin duda, la aproximación teórica previa más influyente en la decisión de la Constitución federal americana, sin duda fueron los aportes de Hamilton, Madison y Jay en su famosa serie de papeles de “El Federalista” (1788).
La sucinta y suprerrígida Constitución federal de 1787, de 7 artículos, rápidamente enmendada para incluir el Bill of Rights, constituye aun el mayor y más duradero marco jurídico federal existente.
Desde ese punto de vista, cabe decir que el proceso formativo federal norteamericano respondió mas bien a una suerte de sinecismo regional forzado por la necesidad de configurar un Estado fuerte. Se trataría de la fuerza opuesta (centrípeta), que inspiró el autonomismo español en la transición, y se consagra en la Constitución española (centrífugo) (por todos, Reposo, A., en López Garrido, D. (Dir.) 2000:507)
Este es el único aspecto, diríamos coyuntural que soporta el sistema americano, porque por lo demás, ha demostrado en sus mas de doscientos años de vigencia, una fortaleza tal, en el marco de la “living Constitucion”, que se ha configurado como rasgo esencial y estructural de la naturaleza política estadounidense y en unas de sus señas de identidad nacional más acusada (Sánchez Bayón, A., 2006:23).
Tres son las características singulares del federalismo americano en su Constitución: (Carr, R. K., Berstein, M. H., Morrison, D. H. y McLean, J. E., 1961:75 a 79)
a) La décima enmienda como cierre del sistema de distribución de competencias entre la Unión y los Estados (mas adelante hablaremos sobre ella).
b) La superioridad y primacía de la Constitución cono vértice del ordenamiento jurídico (cláusula “supreme law of the land”), manifestada en el artículo 6 de la Constitución que indica que La Constitución, las leyes de los Estados Unidos que en virtud de ella se aprobaren y todos los tratados celebrados o que se celebraren bajo la autoridad de los Estados Unidos serán la suprema ley del país. Los jueces de cada estado estarán obligados a observarla aun cuando hubiere alguna disposición en contrario en la Constitución o en las leyes de cualquier estado.
c) La teoría de los poderes implícitos: La "necessary and proper clause", extraída de la Constitución, y que supuso una flexibilización de los poderes de la Unión, a partir de la Sentencia del Tribunal Supremo McCulloch vs. Maryland (1819).
Haremos ahora un sucinto recorrido por la Constitución americana para encontrar los mecanismos de relación Unión-Estados.
La sección 1 del artículo 1, declara que todos los poderes legislativos otorgados por esta Constitución residirán en un Congreso de los Estados Unidos que se compondrá de un Senado y de una Cámara de Representantes.
La sección segunda del mismo precepto explica que la Cámara de Representantes se compondrá de miembros elegidos cada dos años por el pueblo de los distintos estados y la tercera sección, que el Senado de los Estados Unidos se compondrá de dos senadores por cada estado, elegidos por sus respectivas Asambleas Legislativas por el término de seis años.
El sistema de distribución de competencias ente la Unión y los Estados, se sustancia en la existencia de una lista de atribuciones reservadas al Congreso en la sección 8ª siempre del artículo primero, que establece materias de competencia exclusiva y excluyentes de la Unión, y la facultad para aprobar todas las leyes que fueren necesarias y convenientes (necessary and proper clause) para poner en práctica dichas facultades, así como todas aquellas que en virtud de la Constitución puedan estar investidas en el Gobierno de los Estados Unidos o en cualquiera de sus departamentos o funcionarios.
Por otro lado, la sección décima dispone una serie de prohibiciones a los Estados miembros de la Unión, entre las que se encuentran la celebración de tratado, alianza o confederación alguna; la acuñación monetaria, o sin el consentimiento del Congreso, fijar impuestos o derechos sobre las importaciones o exportaciones.
Por su parte, el artículo 4, en su sección 2ª, dispone que los ciudadanos de cada estado disfrutarán de todos los privilegios e inmunidades de los ciudadanos de otros estado, y en la sección tercera, que el Congreso podrá disponer de, o promulgar todas las reglas y reglamentos necesarios en relación con, el territorio o cualquier propiedad perteneciente a los Estados Unidos.
Cierra el sistema de distribución competencial federal, la enmienda décima, denominada “piedra clave del federalismo americano”, (Sánchez Agesta, L., 1980:186), que cierra el sistema distributivo con una cláusula residual que dispone que las facultades que esta Constitución no delegue a los Estados Unidos, ni prohíba a los estados, quedan reservadas a los estados respectivamente o al pueblo.
Por su parte el artículo 2 señala que el poder ejecutivo residirá en el Presidente de los Estados Unidos de América, que desempeñará sus funciones por un término de cuatro años y se le elegirá, junto con el vicepresidente, quien también desempeñará su cargo por un término similar, y el articulo 3, hace lo propio con el poder judicial de los Estados Unidos, que residirá en un Tribunal Supremo y en aquellos tribunales inferiores que periódicamente el Congreso creare y estableciere.
Nótese que el Tribunal Supremo es un Tribunal de última apelación en casos muy estrictos, y de interpretación y salvaguarda de la constitución, pero que cada Estado tiene un entero sistema judicial, y lo que es mas importante, y signo distintivo con respecto a un sistema compuesto como el español, potestad normativa plena en materia de legislación civil, penal, mercantil, procesal y administrativa, con el solo límite del sometimiento a la Constitución.
Desde la perspectiva del origen, nada parece mas distante a lo anterior, que el proceso de descentralización política introducido en España por la Constitución de 1978, en el marco de la transición española a la democracia desde el régimen dictatorial anterior a 1975.
Desde un estado fuertemente centralizado, y represor de la autonomía y de las aspiraciones nacionales de ciertas regiones españolas, alcanzadas con mayor o menor grado de avance en el período republicano anterior (de 1931 a 1936), el federalismo español se caracteriza por varias notas que lo hacen peculiar en comparación, no sólo a sistemas federales arquetípicos como el estadounidense, sino incluso con cualquier otro entrono de descentralización política analizable:
a) Se trata de un federalismo incongruente, en el sentido propuesto por Liphart, (Lijphart, A., 2000:185), ya que propone una división territorial en que basa la descentralización política, en territorios no homogéneos, sino precisamente al contrario, como satisfacción y delimitación física de las peculiaridades lingüísticas e históricas.
b) Se trata de un federalismo descompensado, al haber alcanzado unas cotas de descentralización políticas y administrativas, muy elevadas en un espacio de tiempo muy corto, centrado en dos poderes del Estado (legislativo y ejecutivo), con un retraso mucho mas evidente en el poder judicial, todavía altamente centralizado.
c) Se trata de un producto político institucional contingente y derivado de la evolución política más que normativa, y no de un sistema buscado o estratégicamente construido. De esta particularidad deriva la repulsión del nomen iuris federalista, y la adopción del etéreo concepto “estado autonómico”, para denominar lo que, en ámbitos mas particulares no cabe duda alguna que se trata de un estado federal, con un grado de evolución mas que desarrollado. Muestra de esta intensa evolución es el status actual del sistema de financiación autonómico, auténtico ejemplo de federalismo fiscal competitivo avanzado (Por todos, Giménez Montero, A., 2002:22-23 )
La Constitución española de 1978 ha establecido un modelo de organización territorial del poder, que nominalmente se encuentra a medio camino entre el Estado unitario y el federal. La evolución posterior del sistema ha evidenciado a las claras que se trata de un sistema pretendidamente federal. En este sentido, la tendencia observada por Lijphart se acentúa en el tiempo, desde el año final de su estudio (Lijphart,A., 2000:182). Este modelo ha recibido el nombre de Estado autonómico o Estado de las comunidades autónomas.
El Estado español se encuentra estructurado territorialmente y políticamente en un triple nivel:
- Instituciones políticas centrales estatales.
- Comunidades autónomas, o regiones.
- Entes locales o municipios.
El Estado central es la organización política de la nación española y dispone de soberanía plena. Las comunidades autónomas disponen de autonomía política. Y los entes locales de autonomía administrativa.
La autonomía no es soberanía, sino que es un poder político limitado a una serie de competencias para la gestión de sus intereses.
La estructura de la organización territorial española es compleja y graduada, pero sus relaciones no se basan en el principio de jerarquía, sino en el de competencia (Alzaga 2007, 323).
El Estado español autonómico es un Estado descentralizado políticamente. En él coexisten una organización política central, con jurisdicción sobre todo el territorio nacional y con instituciones nacionales completas: un Parlamento, un Gobierno, y una organización judicial, comunes para todo el país. Junto a este nivel, existen 17 comunidades autónomas con base en 17 regiones, más dos ciudades autónomas, Ceuta y Melilla, en el norte de África.
Las Comunidades Autónomas (entes cuasi-federales) tienen su base territorial en lo que históricamente se reconocían como regiones administrativas (o provincias en algún caso), y a su vez se subdividen en municipios entes locales con autonomía administrativa.
Cada comunidad autónoma tiene su correspondiente Gobierno y Parlamento, con competencia legislativa y ejecutiva en el ámbito de sus competencias. Igualmente se ha reproducido el esquema mimético propio de los estados federales, en la adición al entramado institucional del resto de instituciones de control y auxilio existentes a nivel estatal: Consejos Consultivos, Tribunales de Cuentas, Defensor del Pueblo, Consejos Económicos y Sociales, etc.
Cada Comunidad Autónoma cuenta con un Gobierno compuesto por un presidente, representante ordinario del Estado en la región, y un Gobierno formado por consejeros, en clara mímesis de los gabinetes ministeriales, cada uno de los cuales tiene un área específica de responsabilidad.
En el plano jurídico, junto a las normas producidas por las cámaras legislativas estatales, Congreso de los Diputados y Senado, las comunidades autónomas disponen de verdadera capacidad legislativa: sus parlamentos pueden aprobar leyes con el mismo rango y la misma fuerza de ley que las leyes estatales. Al igual que el Parlamento estatal y que el resto de parlamentos autonómicos, sus miembros son elegidos directamente por sufragio universal.
La norma que organiza las instituciones de autogobierno de las comunidades autónomas y atribuye las competencias en el marco de la Constitución se denomina Estatuto de Autonomía
Las competencias de las comunidades autónomas, entendiendo por tales las facultades de intervención en los diversos sectores de la actividad pública, se recogen básicamente en los Estatutos de Autonomía, que a su vez concretan lo establecido en la Constitución, que enumera en dos artículos (148 y 149) una lista de competencias exclusivas del Estado y una lista de competencias propias de las Comunidades.
En términos generales corresponden al Estado competencias exclusivas sobre:
• Materias relativas a la unidad y soberanía del país: relaciones exteriores, defensa, aduanas, etc.
• Garantía de la igualdad en el disfrute de los derechos y libertades de los españoles
• La regulación básica del ordenamiento jurídico: legislación civil, penal, procesal
• Y las competencias que garantizan la dirección de la política económica del Estado
A las comunidades autónomas corresponde las materias referidas al establecimiento de sus propias instituciones, la promoción de su bienestar económico, y la garantía de su identidad cultural.
Ejemplos de competencias de las comunidades autónomas son: la sanidad, la educación, la cultura, el turismo, el medioambiente, el comercio, incluso la posibilidad de crear cuerpos de policía autonómicas, todo ello siempre respetando las competencias del Estado y en coordinación con éste.
Estas competencias no han sido asumidas por las comunidades autónomas al mismo tiempo, ya que, la propia Constitución permitía que algunas comunidades autónomas, debido a sus características históricas singulares (Cataluña, País Vasco, Galicia, Andalucía y Navarra), asumieran algunas responsabilidades antes que el resto de regiones.
Pieza fundamental en el Estado autonómico es el Tribunal Constitucional, encargado de interpretar el reparto de competencias entre el Estado central y las comunidades autónomas, y de resolver los posibles conflictos que surjan en su ejercicio. Este órgano también es el encargado de garantizar los derechos y deberes fundamentales consagrados en la Constitución. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional es muy importante para interpretar correctamente las relaciones entre el Estado y las regiones.
En este sentido, el valor de su jurisprudencia es de similar intensidad a la del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, y el influjo de ésta sobre la propia jurisprudencia del TC español se ha hecho sentir sobre todo en la consideración de la preeminencia de la Constitución sobe las leyes sean estatales o autonómicas, aspecto éste de la Primacía constitucional, consagrado en el sistema jurídico americano desde el leading case “Marbury vs. Madison” de 1803.

3.- CONCLUSIONES.
España, frente a un Estado federal arquetípico, como el estadounidense, difiere como hemos dicho, por el origen y la motivación federalizadora, pero no hay duda de que, siguiendo a Aja, ha configurado, bajo nombres diversos, ya a veces hasta eufemísticos, una estructura político-territorial de signo marcadamente federal, y que en su dinámica temporal tiende a acentuar este esquema y a profundizar en el mismo (Aja, E., 1999).
El Estado autonómico español difiere del Estado federal puro como el norteamericano en que, aunque existen ciertas instituciones propias del federalismo, como es el Senado, nominalmente Cámara legislativa de representación territorial, la diferencia estribaría en que en nuestro país las regiones no disponen propiamente ni de soberanía plena ni de poder constituyente.
Los Estatutos de Autonomía, sobre todo a partir de sus últimas reformas, aunque no son una verdadera Constitución, tiene valor cuasiconstitucional según la doctrina del propio Tribunal Constitucional español, y forman parte el “bloque de constitucionalidad”, pero a diferencia de las constituciones de los miembros de un Estado federal, no son aprobados por el propio Parlamento autonómico, sino por el Parlamento central.

4.- BIBLIOGRAFÍA.
• Aja, E.: El Estado Autonómico, Ed. Alianza, Madrid, 1999.
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