Lecturas, comentarios y análisis sobre el Derecho en el siglo XXI


Bitácora dedicada al mundo del Derecho entendido como sistema de normas, principios y valores, así como las relaciones entre ellos, tendentes a la consecución de la Justicia
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viernes, 8 de mayo de 2009

Locke, Constant, Stuart Mill: Comentario sobre las raices de la soberanía popular y del liberalismo político

Vanos a hacer un breve comentario sobre tres textos básicos de la teoría política, sus vinculaciones y su repercusion. Los clásicos en cuestión son los siguientes:

• John Locke: Segundo tratado sobre el gobierno civil
• Benjamín Constant: Principios de política y De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos
• John Stuart Mill: Sobre la libertad y Del gobierno representativo.

Los tres escritos propuestos tienen como leit-motiv fundamental el papel del individuo en las tareas del gobierno en una sociedad, y la problemática de la conservación de la libertad individual frente al poder político.
Los puntos de conexión de los autores estudiados son dobles. De un lado, constituyen exponentes, en diversas fases y grados, del liberalismo político, de otro, son evolución de esas ideas a lo largo de mas de dos siglos, tiempo precisamente en los que maduran conceptos tales como la soberanía popular, la representación política, o los derechos y libertades fundamentales.

Por tanto, puede decirse que los escritos son jalones de la idea de libertad política vista a través del tiempo, de las circunstancias y los acontecimientos de las épocas, y que sin duda, por una parte han ido influyendo unos sobre otros sucesivamente, así como por otra parte, han supuesto el sustento original para ulteriores aportaciones basilares al concepto de libertad y participación política . (Vid. por todos, Aron, R.: Ensayos sobre las libertades, especialmente el que lleva por título “Libertad política y sociedad técnica”, y Berlin, I.: Cuatro ensayos sobre la libertad, y en particular, “John Stuart Mill y los fines de la vida”, Ed. Circulo de Lectores, Barcelona, 1999)
Nos proponemos comentar brevemente los textos seleccionados resaltando sus ideas principales y relacionándolos entre ellos.
John Locke, eximio representante del empirismo inglés del siglo XVII, redacta sus dos Tratado sobre el gobierno civil en 1690. Dista por ello, poco menos de un siglo antes de que la revolución francesa suponga la catarsis de los pensamientos de la Ilustración a la que tanto contribuyeron autores entre los que se encuentra Locke.
Imbuido del punto de partida de Hobbes, propone una filosofía política contractualista de base antropológica, pero como apunta acertadamente Corcuff, “esboza en el seno de las problemáticas del contrato social, una teoría del liberalismo político con la doble preocupación por las libertades y la pluralidad de poderes frente al peligro de la tiranía” .
(Corcuff, P.: Los grandes pensadores de la política, Alianza editorial, Madrid, 2008, págs. 43 y 44).
Esto se pone de manifiesto palmariamente en su Segundo Tratado, y particulamente en el Capítulo 8, “Del origen de las sociedades políticas, propuesto para el comentario.
Locke parte de la base contractualista de constitución de la sociedad: “El único modo en que alguien se priva a sí mismo de su libertad natural y se somete a las ataduras de la sociedad civil, es mediante un acuerdo con otros hombres, según el cual todos se unen formando una comunidad, a fin de convivir los unos con los otros de una manera confortable, segura y pacífica”.
El gobierno de la sociedad que se constituye con ese contrato “sólo se consigue mediante la voluntad y determinación de la mayoría”, por lo que, en lógica consecuencia, “cada uno está obligado, por consentimiento, a someterse al parecer de la mayoría”.
La razón que da Locke para justificar ese sometimiento del individuo al gobierno de la mayoría de la sociedad, y la renuncia, por tanto, a parte de su libertad individual, “es hecha por cada uno con la exclusiva intención de preservarse a sí mismo y de preservar su libertad y su propiedad de una manera mejor”.
Y dado que la función del gobierno es la de preservar las libertades y garantizar el bien común, esos mismos son los límites del estado en cuanto poder político. En sus propias palabras, “quienquiera que ostente el supremo poder legislativo en un Estado, está obligado a gobernar según lo que dicten las leyes establecidas, promulgadas y conocidas del pueblo, y a resolver los pleitos de acuerdo con dichas leyes, (…). Y todo esto no debe estar dirigido a otro fin que no sea el de lograr la paz, la seguridad y el bien del pueblo”.
Como vemos, enuncia de manera inequívoca el Rule of Law, el sometimiento de los poderes públicos y de los gobernantes al imperio de la Ley.
Continúa en sus reflexiones Locke aventurando los distintos tipos de Estado, que identifica, en función de los detentadores de la soberanía, identificada por él en la función de legislar, con la democracia perfecta, la oligarquía o la monarquía, que subdivide en hereditaria o electiva.
Sea cual sea la forma de gobierno anterior, Locke, no obstante aclara que se trata de un poder político otorgado por la colectividad, por la sociedad en su conjunto, y que tal confianza puede revertir, en el caso de que el gobernante incumpla sus obligaciones o s exceda en ellas.
En ese caso, “resultará necesario retirar la confianza que se había puesto en quienes tenían la misión de cumplirlo; y así, el poder volverá a manos de aquellos que lo concedieron, los cuales podrán disponer de él como les parezca más conveniente para su protección y seguridad”. Así, la comunidad conserva siempre un poder supremo de salvarse a sí misma frente a posibles amenazas, amenaza que identifica con la tiranía, definida por el autor como el uso de la fuerza sin derecho.
Benjamin Constat, se sitúa a medio camino histórico y filosófico político entre el liberalismo Lockeano y la nueva generación de liberales como Toqueville o Stuart Mill. Y no sólo se trata de una curiosidad histórica, sino que bien puede decirse que Constant constituye un puente entre el liberalismo del siglo XVII y el del XIX.
Se trata del pensador moderado mas relevante de la Francia postrevolucionaria. Conmocionado por los excesos de la Revolución de 1789, Constant construye una doctrina en sus “escritos Políticos” de la soberanía nacional opuesta a la teoría de la soberanía nacional del “Contrato Social”. Pero no se trata si más de un antirrevolucionario conservador, como su coetáneo inglés Burke, sino que más bien podríamos caracterizarle como un reformista moderado .
(Cfr. al respecto, Sánchez Mejía, M. L.: “Estudio Preliminar”, en Constat, C.: Escritos políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, págs. X y XI.)
Naturalmente Constant es un hijo de su tiempo, y sólo puede entenderse bajo la mentalidad y los acontecimientos históricos que le tocó vivir. De la Revolución y lo que el consideró culminación de las ideas de Rousseau, vio y vivió la deriva napoleónica, y se implicó decididamente como diputado en la Asambleas de la Restauración hasta 1830.
Su obra principal, de la que ahora comentamos un breve pero nuclear extracto, data de 1806, y su primera edición, de 1815.
De los fragmentos seleccionados, podemos resaltar varias ideas, axiales todas ellas del pensamiento del Constant:
De un lado, el rechazo a la soberanía ilimitada del pueblo. Bebe este rechazo de la necesidad aprendida de Montesquieu de la existencia de contrapoderes, y del rechazo y el miedo a una dictadura de la mayoría que apaste al individuo. Constant habla de lo pernicioso de “un grado de poder demasiado grande que, por sí mismo constituye un mal, con independencia de quien lo ejerza”.
Frente a esa suerte de absolutismo popular que rechaza y teme, opone la existencia de un núcleo de libertad individual que no debe ser jamás objeto de intromisión del Estado, ni de sus representantes, por mucho que se trate del mismo pueblo: “Hay al contrario, una parte de la vida humana que es, por naturaleza, individual e independiente, y que queda al margen de toda competencia social”.
De esta manera, Constant se erige en paladín de estas libertades individuales. En otro fragmento, afirma taxativamente que “la libertad no es otra cosa que lo que los individuos tienen derecho a hacer, lo que la sociedad no tiene derecho a impedir” .
En el Capítulo VI, “De las condiciones de propiedad”, Constant hace un alegato a favor del sufragio censitario. Ello no es producto de un elitismo clasista o de un espíritu antidemocrático, antes bien, responde al temor, mas que justificado en la época, de que las capas mas pobres de la sociedad, y por ende, las menos instruidas, puedan ser fácilmente manipulables, incluso coactables por las clases dominantes. Así lo expresa: “Aquellos a quienes la indigencia mantiene en una perpetua dependencia y condena a trabajos diarios no poseen mas ilustración que los niños acerca de los asuntos público, ni tienen mayor interés que los extranjeros en una prosperidad nacional cuyos elementos no conocen y en cuyo interés no participan directamente”.
La solución, y por tanto, la atribución del derecho de sufragio tanto activo como pasivo, la hace recaer Constant en los propietarios. Sólo estos tienen el acceso necesario al ocio que posibilita la instrucción que capacita según el autor al ejercicio de los derechos políticos.
Por último, en el interesante discurso sobre “la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, Constant comienza por una afirmación capital, al identificar la libertad con el “derecho a no estar sometido sino a las leyes”, germen del actual Estado de Derecho, ya proclamado rotundamente por la Constitución americana y la revolucionaria francesa.
En cuanto a la libertad de los antiguos, Constant establecía la siguiente diferencia fundamental con respecto a la libertad que debería imperar en las naciones modernas: mientras en la antigüedad la libertad “consistía en ejercer colectiva por directamente muchas parte de la soberanía entera”, en cambio las “acciones privadas estaban sometidas a una severa vigilancia”, de esta manera, el ciudadano antiguo “soberano habitualmente en los negocios públicos, era esclavo en todas sus relaciones privadas”.
A esta concepción, Constant opone la que su juicio debe regir en las naciones, y se impone por el mayor tamaño y complejidad de nuestras sociedades: “nuestra libertad debe componerse del goce pacífico y de la independencia privada”. Así, a la participación directa de los antiguos, contrapone la “necesidad del sistema representativo”, que no sería otra cosa que “una organización con cuyo auxilio una nación se descarga sobre algunos individuos e aquello que no quiere o no puede hacer por si misma”.
No obstante, el autor subraya la necesidad de que los pueblos que recurran al sistema representativo, ejerzan una “vigilancia activa y constante sobre sus representantes para ver si cumplen exactamente con su encargo y si defraudan a sus votos y deseos”, con el fin de evitar el riesgo cierto de que “absorbiéndonos demasiado en el goce de nuestra independencia privada y en procurar nuestro intereses particulares, no renunciemos con mucha facilidad al derecho de tomar parte en el gobierno político”.
La verdadera libertad en el sentido político, no viene pues sólo de procurar los medios para el ejercicio de la tareas y del gobierno político, sino que el legislador debe realizar, y las instituciones públicas promover “la educación moral de los ciudadanos”, para que, “respetando sus derechos individuales, manteniendo su independencia (…), debe sin embargo procurarse que consagren su influencia hacia las cosas públicas”.
John Stuart Mill nace en 1806, casualmente el año en que Constant acaba sus “Escritos Políticos”, y pasa por ser uno de los máximos exponentes del utilitarismo británico.
Heredero intelectual de Bentham, discípulo de Austin, polifacético y versátil escritor, padre del causalismo utilitarista, rayano en el positivismo Compteano, y en cuestiones políticas, un profundo teórico del liberalismo democrático.
Su libro “Sobre la libertad”, que el autor confiesa escribió justo a su esposa, tiene por objeto declarado desde las primeras líneas “no el llamado libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo” .
(Stuart Mill, J.: Sobre la libertad, Ed. RBA, Barcelona, 2004, pág. 55.)
La primera reflexión de Mill, viene al hilo de la última que reseñábamos de Locke. Se nos advierte del peligro cierto que supone la posible tiranía de la mayoría. Siendo la llamada “voluntad del pueblo”, nada mas que la voluntad de la mayoría, esa porción mas numerosa de la sociedad “puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder”.
Por esto, considera inexcusable la limitación del poder de gobierno sobre los individuos “aun cuando los titulares del Poder sean regularmente responsables hacia la comunidad, es decir, hacia el partido más fuerte de la comunidad”.
Y lo novedoso y contundente de la opinión de Mill es que a su criterio, para defenderse de este tipo de tiranía, no basta la protección contra la tiranía del magistrado (del titular del poder), sino que se “necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, (…) sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio.
Y a renglón seguido, Mill identifica las libertades individuales básicas que no pueden ser perturbadas, ni por un gobierno, ni por la misma mayoría de la sociedad. Relaciona así la libertad de conciencia, la libertad de expresión, la libertad de asociación y la libertad de obrar como queramos, sujetos a las consecuencias de nuestros actos y en tano no se perjudique el derecho de otros.
En sus palabras: “No es libre ninguna sociedad, cualquiera que sea su forma de gobierno, en la cual estas libertades no estén respetadas en su totalidad; y ninguna es libre por completo si no están en ella absoluta y plenamente garantizadas”.
El siguiente excurso de Mill sobre el que merece parar mientes es el referido al Gobierno representativo. Comienza Mill reflexionando sobre los fines del Gobierno y su idoneidad para conseguirlos. Llega la conclusión de que “debe juzgarse al Gobierno por su acción sobre las cosas, por lo que hacen los ciudadanos y por lo que hace con ellos, por su tendencia a mejorar o no a los hombres y por el mérito o defecto de las obras que ejecuta para ellos o con ellos”.
Y reputa, siguiendo el criterio anterior, como mejor forma de gobierno, la mas representativa: “No hay dificultad en demostrar que el ideal de la mejor forma de gobierno es la que inviste de la soberanía a la masa reunida de la comunidad, siendo cada ciudadano no sólo voz en el ejercicio del poder, sino, de tiempo en tiempo, intervención real por el desempeño de alguna función local o general”.
Llega por esta vía a propugnar las virtudes de la democracia, advirtiendo no obstante, y volviendo al argumento primero, de los peligros de una falsa democracia que se convierta en tiranía de la mayoría.
A esta concepción opone Mill la fundamental idea de que “en una democracia realmente igual, todo partido, cualquiera que sea, deberá estar representado en una proporción no superior, sino idéntica al número de sus individuos. La mayoría de representantes ha de corresponder a la mayoría de electores; pero, por la misma razón, toda minoría de electores debe tener una minoría de representantes”.
Otorgar representación, “voz” a las minorías, es fundamental para preservar, no sólo la misma esencia de la democracia, sino el mas mínimo régimen de libertades, ya que “sin esto no hay igualdad en el Gobierno, sino desigualdad y privilegio: una fracción del pueblo gobierna a todo el resto”.
De esta manera, imbuido del ideal del mejor gobierno como la más amplia representación, aboga decididamente por el sufragio universal, toda vez que “no es satisfactoria ninguna combinación del sufragio que excluya en absoluto a una persona o clase, o si el derecho electoral no es accesible a todas las personas adultas que deseen obtenerlo”.
No obstante lo anterior, y sin duda fruto de su época, justifica la exclusión por motivos educacionales (fundamentalmente a los analfabetos), pero sólo como constatación de la injusticia que causa el propio Gobierno al no proveer la educación básica para que ello no ocurra.
Dejemos que lo explique: “Cuando la sociedad no ha cumplido con su deber, haciendo accesible a todos este grado de instrucción, hay, ciertamente, injusticia en dichas exclusiones, pero es una injusticia necesaria. Si la sociedad ha descuidado llenar dos obligaciones solemnes la más importante y fundamental de las dos debe ser atendida en primer lugar: la enseñanza universal debe preceder al sufragio universal”.
Y por último plantea, siempre condicionado por el contexto histórico, y no sin dudas, y excluyendo el elemento pecuniario para condicionarlo, la posibilidad de la ponderación del valor del voto en función de la educación del votante, vacilando sobre la conveniencia de tal distorsión. De todos modos afirma que “la única razón digna de ser tenida en cuenta para dar al voto de una persona mayor valor que la unidad se funda en la capacidad mental del individuo; faltando tan sólo medios aproximados para establecer esa superioridad”. Al final concluye considerando el voto igual como “bueno relativamente, como cosa menos injusta que la desigualdad de privilegios fundada en circunstancias accidentales e insignificantes”.