Lecturas, comentarios y análisis sobre el Derecho en el siglo XXI


Bitácora dedicada al mundo del Derecho entendido como sistema de normas, principios y valores, así como las relaciones entre ellos, tendentes a la consecución de la Justicia
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viernes, 2 de febrero de 2007

Extractos de Filosofía del Derecho Hegeliana

Principios de Filosofía del Derecho
George Willhem Fiedrich Hegel

Ética y sociedad civil
§ 153. El derecho de los individuos a una determinación subjetiva de la libertad tiene su cumplimiento en el hecho de que pertenecen a una realidad ética, pues la certeza de su libertad tiene su verdad en esa objetividad y en lo ético ellos poseen efectivamente su propia esencia, su universalidad interior.
Obs. A la pregunta de un padre acerca de la mejor manera de educar éticamente a su hijo, un pitagórico dio la siguiente respuesta (también atribuida a otros): «haciéndolo ciudadano de un estado con buenas leyes».
§ 155 En esta identidad de la voluntad universal y particular coinciden por lo tanto, el deber y el derecho; por medio de lo ético el hombre tiene de­rechos en la medida en que tiene deberes y deberes en la medida en que tiene derechos. En el derecho abstracto yo tengo un derecho y otro el deber corres­pondiente; en lo moral el derecho de mi propio saber y querer, así como el de mi bienestar, sólo debe ser objetivo e idéntico con los deberes.
§ 156. La sustancia ética, como aquello que contiene la autoconciencia existente por sí en unión con su concepto, es el espíritu real de una familia y de un pueblo.
§ 157. El concepto de esta idea sólo es espíritu, lo real que se sabe a sí, si es la objetivación de sí mismo, el movimiento a través de la forma de sus mo­mentos. Es, por lo tanto:
A. Espíritu ético inmediato o natural: la familia. Esta sustancialidad pa­sa a la pérdida de su unidad, a la duplicidad y al punto de vista de lo relativo, y es así
B. sociedad civil, unión de los miembros como individuos independien­tes en una universalidad, por lo tanto, formal por medio de sus nece­sidades, por medio de la constitución jurídica como medio para la se­guridad de las personas y la propiedad, y por medio de un orden exte­rior para sus intereses particulares y comunes. Este estado exterior se retrotrae y reúne en la
C. constitución del Estado, fin y realidad de la universalidad sustancial y de la vida pública consagrada a ella.
§ 182. La persona concreta que es para si un fin particular, en cuanto to­talidad de necesidades [Bedürfnisse] y mezcla de necesidad [Notwendigkeit] natural y arbitrio, es uno de los principios de la sociedad civil. Pero la persona particular está esencialmente en relación con otra particularidad, de manera tal que sólo se hace valer y se satisface por medio de la otra y a la vez sólo por la mediación de la forma de la universalidad que es el otro principio.
§ 183. En su realización, el fin egoísta, condicionado de ese modo por la universalidad, funda un sistema de dependencia multilateral por el cual la sub­sistencia, el bienestar y la existencia jurídica del particular se entrelazan con la subsistencia, el bienestar y el derecho de todos, se fundamentan en ellos y sólo en ese contexto están asegurados y son efectivamente reales. Se puede conside­rar este sistema en primer lugar como estado exterior, como el estado de la ne­cesidad y del entendimiento.
§ 184. La idea, en esta escisión, confiere a los momentos una existencia propia: a la particularidad, el derecho de desarrollarse en todos los aspectos, y a la universalidad, el derecho de mostrarse como el fundamento y la forma ne­cesaria de la particularidad, como el poder que rige sobre ella y como su fin úl­timo. Es el sistema de la eticidad que se ha perdido en sus extremos, lo cual constituye el momento abstracto de la realidad de la idea, que en esta aparien­cia exterior sólo es totalidad relativa y necesidad interior.
§ 185. La particularidad por sí, por una parte, en cuanto satisfacción en todas direcciones de sus necesidades, del arbitrio contingente y del gusto sub­jetivo, se destruye a sí misma en su gozo y destruye su concepto sustancial. Por otra parte, en cuanto infinitamente excitada, y en continua dependencia de la contingencia y del arbitrio exteriores, al mismo tiempo que limitada por el poder de la universalidad, es la satisfacción contingente de las necesidades tanto contingentes como necesarias. La sociedad civil ofrece en estas contra­posiciones y en su desarrollo el espectáculo del libertinaje y la miseria, con la corrupción física y ética que es común a ambas.
Obs. El desarrollo independiente de la particularidad es el momen­to que señala en los antiguos estados el comienzo de la corrupción de las costumbres y la razón última de su decadencia. Estos estados, construidos sobre un principio patriarcal y religioso o sobre un principio de una eticidad espiritual pero simple—en general sobre una primitiva intuición natural—, no podían resistir su escisión ni la infinita reflexión de la autoconciencia sobre si. Sucumbían, por lo tanto, a esta reflexión en cuanto empezaba a surgir, prime­ro en el sentimiento y después en la realidad, porque a su principio, todavía simple, le faltaba la fuerza verdaderamente infinita que sólo reside en aquella unidad que deja que la contraposición de la razón se separe con toda su fuerza para luego subyugarla, con lo que se mantiene en ella y, al mismo tiempo, la conserva en sí intacta. Platón expone en su República la eticidad sustancial en su belleza y verdad ideales, pero no pudo dar cuenta del principio de la parti­cularidad independiente que había irrumpido en su época en la eticidad griega. Sólo pudo oponerlo a su estado únicamente sustancial y excluirlo tanto en su comienzo mismo, que es la propiedad privada y la familia, como en su ulterior desarrollo como arbitrio propio, elección de una profesión, etc. Esta carencia es lo que hace desconocer la gran verdad sustancial de su Re­pública y que corrientemente se la considere como un ensueño del pensamien­to abstracto, como lo que con frecuencia se suele llamar un ideal. El principio de la personalidad independiente y en sí misma infinita del individuo, de la li­bertad subjetiva, que interiormente surgió con la religión cristiana y exterior­mente—y, por lo tanto, ligada con la universalidad abstracta—con el mundo romano, no alcanza su derecho en aquella forma sólo sustancial del espíritu real. Este principio es históricamente posterior al mundo griego, y la reflexión filosófica que alcanza esta profundidad es también posterior a la idea sustan­cial de la filosofía griega.
§ 186. Pero el principio de la particularidad, precisamente porque se des­arrolla hacia la totalidad, pasa a la universalidad, en la cual tiene exclusiva­mente su verdad y el derecho de su realidad positiva. Esta unidad que, a causa de la independencia de ambos principios en este punto de vista escindido no es la identidad ética, no existe, justamente por eso, como libertad, si­no como necesidad de que lo particular se eleve a la forma de la universalidad y busque y tenga en esta forma su consistencia.
§ 187. Como ciudadanos de este estado los individuos son personas pri­vadas que tienen como finalidad su propio interés. Dado que éste está me­diado por lo universal, que a los individuos se les aparece como medio, sólo puede ser alcanzado en la medida en que determinen su saber, querer y actuar de modo universal, y se transformen en un miembro de la cadena que consti­tuye el conjunto. El interés de la idea, que no está en la conciencia de los com­ponentes de la sociedad civil como tales, es el proceso por el que la individuali­dad y naturalidad de los mismos se eleva, a través de la necesidad natural y lo arbitrario de las necesidades, a la libertad formal y a la universalidad formal del saber y el querer; es el proceso por el que se cultiva la subjetividad en su particularidad.
Obs. Las representaciones acerca de la inocencia del estado natural y la candidez de las costumbres de los pueblos incivilizados, así como, por otra parte, la concepción de que las necesidades, su satisfacción, el goce y las co­modidades de la vida particular, etc., son fines absolutos, se enlazan con la comprensión de la cultura como algo sólo exterior en el primer caso, y como un mero medio para aquellos fines en el segundo. Tanto una como otra posi­ción muestran su desconocimiento de la naturaleza del espíritu y los fines de la razón. El espíritu sólo tiene su realidad efectiva si se escinde en sí mismo, se da un límite y la finitud en las necesidades [Bedürfnisse] naturales y en la cone­xión de esa necesidad [Notwendigkeit] exterior, y penetrando en ellas se culti­va, las supera y conquista así su existencia objetiva. El fin racional no es, por lo tanto aquella candidez natural de las costumbres ni el goce como tal que en el desarrollo de la particularidad se alcanza con la cultura. Consiste, por el contrario, en que la candidez natural, es decir, la pasiva carencia de sí y el pri­mitivismo del saber y el querer, o sea la inmediatez e individualidad en las que está hundido el espíritu, sean elaboradas y transformadas, y que en primer lu­gar esta exterioridad suya reciba la racionalidad de que es capaz: la forma de la universalidad, la intelectualidad. Sólo de esta manera el espíritu está en esta exterioridad como tal consigo mismo y en su propio hogar. Su libertad tiene así en ella una existencia y el espíritu deviene para sí en este elemento en su aje­no a su destinación a la libertad, y sólo tiene que ver con aquello en que ha impreso su sello y es producido por él. Precisamente, por ello, la forma de la universalidad por sí en el pensamiento llega a la existencia, forma que es el único elemento digno para la existencia de la idea. La cultura es, por lo tanto, en su determinación absoluta la liberación y el trabajo de liberación superior, el punto de tránsito absoluto a la infinita sustancialidad subjetiva de la etici­dad, que ya no es más inmediata, natural, sino espiritual y elevada a la figura de la universalidad. Esta liberación es en el sujeto el duro trabajo contra la mera subjetividad de la conducta, contra la inmediatez del deseo, así como contra la vanidad subjetiva del sentimiento y la arbitrariedad del gusto. El que este trabajo sea duro constituye parte del poco favor que recibe. Sin embargo, por medio de este trabajo de la cultura la voluntad subjetiva alcanza en sí mis­ma la objetividad, en la cual únicamente es capaz y digna de ser la realidad efectiva de la idea. Esta forma de la universalidad en la que ha resultado la elaboración y transformación de la particularidad, constituye asimismo la in­telectualidad, por la cual la particularidad se transforma en el verdadero ser por sí de la individualidad. Al darle a la universalidad el contenido que le da plenitud y su infinita autodeterminación, es ella misma en la eticidad como subjetividad libre que existe infinitamente por sí. Esta es la perspectiva que re­vela a la cultura como momento inmanente de lo absoluto y expresa su valor infinito.
§ 188. La sociedad civil contiene los tres momentos siguientes:
A. La mediación de las necesidades y la satisfacción del individuo por su trabajo y por el trabajo y la satisfacción de necesidades de todos los demás: el sistema de las necesidades.
B. La realidad efectiva de lo universal de la libertad contenido en ese sis­tema, la protección de la propiedad por la administración de justicia. La prevención contra la contingencia que subsiste en aquel sistema y el cuidado de los intereses particulares como algo común, por medio del poder de policía y la corporación.
§ 189. La particularidad es en primer lugar, en cuanto determinada fren­te a lo universal de la voluntad necesidad subjetiva. Esta alcanza su obje­tividad, es decir, su satisfacción, por medio de cosas exteriores que son igualmente la propiedad y el producto de otras necesidades y voluntades, y de la actividad y el trabajo como lo que media entre los dos aspectos. Puesto que su finalidad es la satisfacción de la particularidad subjetiva, pero en la re­lación con las necesidades y el libre arbitrio de los otros se hace valer la univer­salidad, la apariencia de racionalidad que surge en esta esfera de la finitud es el entendimiento. Este es el aspecto que hay que considerar y que constituye en esta esfera el factor de conciliación.
Obs. La economía política es la ciencia que tiene en estos puntos de vista su comienzo, y que tiene que presentar luego la relación y el movimiento de la masa de datos contingentes en su determinación cualitativa y cuantitativa y en su desarrollo. Es una de las ciencias que ha encontrado en la época moderna su terreno propio. Su desarrollo muestra el interesante proceso de cómo el pensamiento (véase Smith, Say, Ricardo) descubre, a partir de la infinita can­tidad de individualidades que en un primer momento tiene ante sí, los principios simples de la cosa, el entendimiento que actúa sobre ella y la gobierna. Si bien reconocer esta apariencia de racionalidad que reside e­n la cosa y actúa en ella es en esta esfera de las necesidades lo que produce la conciliación, por otra parte éste es el terreno en el que el entendimiento ligado a los fines subjetivos y a las opiniones morales descarga su descontento y su fastidio moral.

El Estado
§ 256. En cuanto limitada y finita, la finalidad de la corporación tiene su verdad—al igual que la separación existente en el exterior orden policial y su identidad sólo relativa—en la finalidad universal en y por sí y en su absoluta realidad. La esfera de la sociedad civil pasa así al estado.
Obs. La ciudad y el campo—aquélla como sede de la industria burguesa, de la reflexión que sale de si misma y se singulariza, éste como sede de la etici­dad basada en la naturaleza, en otras palabras, los individuos que median su autoconservación por la relación con otras personas jurídicas por un lado, y la familia por otro, constituyen los dos momentos, todavía ideales, de los que surge el estado como su verdadero fundamento. Este desarrollo de la eticidad inmediata a través de la escisión de la sociedad civil hacia el estado, que se muestra como su verdadero fundamento, es la única demostración científica del concepto de estado. En el proceso del concepto científico el estado aparece como resultado, pero, al producirse como el verdadero fundamento, elimina aquella mediación y aquella apariencia en la inmediatez. Por ello en la reali­dad el estado es lo primero, dentro del cual la familia se desarrolla en sociedad civil, y es la idea misma del estado la que se separa en estos dos momentos. En el desarrollo de la sociedad civil la sustancia ética conquista su forma infinita, que contiene en sí los dos momentos siguientes: 1) la diferenciación infinita hasta llegar al ser interior por sí de la autoconciencia. 2) La forma de la uni­versalidad, que existe en la cultura, la forma del pensamiento, por lo cual el espíritu es objetivo y real como totalidad orgánica en las leyes e instituciones, que son su voluntad pensada.
§ 257. El Estado es la realidad efectiva de la idea ética, el espíritu ético como voluntad sustancial revelada, clara para sí misma, que se piensa y se sa­be y cumple aquello que sabe precisamente porque lo sabe. En las costumbres tiene su existencia inmediata y en la autoconciencia del individuo, en su saber y en su actividad, su existencia mediata; el individuo tiene a su vez su libertad sustancial en el sentimiento de que él es su propia esencia, el fin y el producto de su actividad.
Obs. Los Penates son los dioses interiores e inferiores; el espíritu del pueblo (Atenea), la divinidad que se sabe y se quiere. La piedad es sentimien­to y expresión de la eticidad que se mueve dentro de los marcos del sentimien­to; la virtud política, el querer el fin pensado, que es en y por sí.
§ 258. El Estado, en cuanto realidad de la voluntad sustancial, realidad que ésta tiene en la autoconciencia particular elevada a su universalidad, es lo racional en y por sí. Esta unidad sustancial es el absoluto e inmóvil fin último en el que la libertad alcanza su derecho supremo, por lo que este fin último tiene un derecho superior al individuo, cuyo supremo deber es ser miembro del estado.
Obs. Cuando se confunde el estado con la sociedad civil y es determina­do en base a la seguridad y protección personal, el interés del individuo en cuanto tal se ha transformado en el fin último. Este fin es lo que los habría guiado para unirse, de lo que se desprende, además, que ser miembro del Esta­do corre por cuenta del arbitrio de cada uno. Su relación con el individuo es, sin embargo, totalmente diferente: por ser el Estado el espíritu objetivo, el in­dividuo sólo tiene objetividad, verdad y ética si forma parte de él. La unión co­mo tal es ella misma el fin y el contenido verdadero, y la determinación de los individuos es llevar una vida universal. Sus restantes satisfacciones, activida­des y modos de comportarse tienen como punto de partida y resultado este ele­mento sustancial y válido universalmente. La racionalidad, tomada abstracta­mente, consiste en la unidad y compenetración de la universalidad y la indivi­dualidad. En este caso concreto es, según su contenido, la unidad de la liber­tad objetiva, es decir la voluntad universal sustancial, y la libertad subjetiva, o sea el saber individual y la voluntad que busca sus fines particulares. Según su forma es, por tanto, un obrar que se determina de acuerdo con leyes y prin­cipios pensados, es decir, universales. Esta idea es el eterno y necesario ser en y por sí del espíritu. Ahora bien, cuál sea o haya sido el origen histórico del Es­tado en general o de un Estado particular, de sus derechos y disposiciones, si han surgido de relaciones patriarcales, del miedo o la confianza, de la corpo­ración, etcétera, y cómo ha sido aprehendido y se ha afirmado en la concien­cia aquello sobre lo que se fundamentan tales derechos—como algo divino, como derecho natural, contrato o costumbre—, todo esto no incumbe a la idea misma del estado. Respecto del conocimiento científico, que es de lo úni­co de que aquí se trata, es, en cuanto fenómeno, un asunto histórico; respecto de la autoridad de un estado real, si ésta se basa en fundamentos, éstos son to­mados de las formas del derecho válidas en él. A la consideración filosófica sólo le concierne la interioridad de todo esto el concepto pensado. En la in­vestigación de este concepto, Rousseau ha tenido el mérito de establecer como principio del Estado un principio que no sólo según su forma (como por ejemplo el instinto de sociabilidad, la autoridad divina), sino también según su contenido, es pensamiento y, en realidad, el pensar mismo: la voluntad. Pe­ro su defecto consiste en haber aprehendido la voluntad sólo en la forma de­terminada de la voluntad individual (tal como posteriormente Fichte), mientras que la voluntad general no era concebida como lo en y por sí racional de la voluntad, sino como lo común, que surge de aquella voluntad individual en cuanto consciente. La unión de los individuos en el Estado se transforma así en un contrato que tiene por lo tanto como base su voluntad particular, su opinión y su consentimiento expreso y arbitrario. De aquí se desprenden las consecuencias meramente intelectivas que destruyen lo divino en y por sí y su absoluta autoridad y majestad. Llegadas al poder, estas abstracciones han ofrecido por primera vez en lo que conocemos del género humano el prodi­gioso espectáculo de iniciar completamente desde un comienzo y por el pensa­miento la constitución de un gran estado real, derribando todo lo existente y dado, y de querer darle como base sólo lo pretendidamente racional. Pero, por otra parte, por ser abstracciones sin idea, han convertido su intento en el acontecimiento más terrible y cruel. Contra el principio de la voluntad indivi­dual hay que recordar que la voluntad objetiva es en su concepto lo en sí ra­cional, sea o no reconocida por el individuo y querida por su arbitrio particu­lar. Su opuesto, el saber y el querer, la subjetividad de la libertad, que en aquel principio es lo único que quiere ser mantenido, contiene sólo un mo­mento, por lo tanto unilateral, de la idea de la voluntad racional, que sólo es tal si es en sí al mismo tiempo que por sí. También se opone al pensamiento que aprehende al estado en el conocimiento como algo por sí racional, el to­mar la exterioridad del fenómeno—lo contingente de las necesidades, la falta de protección, la fuerza, la riqueza, etcétera—no como momentos del des­arrollo histórico, sino como la sustancia del estado. También en este caso es la singularidad del individuo la que constituye el principio del conocimiento, sólo que aquí no es ya el pensamiento de esa singularidad, sino, por el contra­rio, la singularidad o debilidad, su riqueza o pobreza, etcétera. Esta ocurren­cia de pasar por alto lo por sí infinito y racional que hay en el estado y elimi­nar el pensamiento en la captación de su naturaleza interna, no se ha presenta­do nunca de manera tan pura como en la Restauración de la ciencia del de­recho de Von Haller. De un modo puro porque en todos los intentos de aprehender la esencia del estado, por muy unilaterales y superficiales que sean los principios que se utilicen, el mismo propósito de concebir el estado implica servirse de pensamientos, de determinaciones universales, pero aquí no sólo renuncia conscientemente al contenido racional que constituye el estado y a la forma del pensamiento, sino que además se ataca a ambos con un ardor apa­sionado. Esta Restauración debe parte del difundido efecto que según Von Haller tienen su principios, a la circunstancia de que su autor ha sabido supri­mir en la exposición todo pensamiento y mantener así la totalidad en una sola pieza carente de pensamiento. De esta manera desaparece la confusión y la molestia que debilitan la impresión que causa una exposición cuando entre lo contingente se mezcla una alusión a lo sustancial, entre lo meramente empírico y exterior un recuerdo de lo universal y racional, evocando así en la esfera de lo mezquino y sin contenido lo más elevado, lo infinito. Esta exposi­ción es, sin embargo, consecuente, pues al tomar como esencia del estado la esfera de lo contingente, en vez de la de lo sustancial, la consecuencia que corresponde a semejante contenido es precisamente la total inconsecuencia de la falta de pensamiento que permite avanzar sin una mirada retrospectiva y que se encuentra igualmente bien en lo contrario de lo que acaba de afirmar.
G.W.F. Hegel (1975): Principios de Filosofía del Derecho. Trad. castellana de J. L. Vernal, Buenos Aires: Ed. Sud­americana.

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