Lecturas, comentarios y análisis sobre el Derecho en el siglo XXI


Bitácora dedicada al mundo del Derecho entendido como sistema de normas, principios y valores, así como las relaciones entre ellos, tendentes a la consecución de la Justicia
Un lugar para reproducir extractos, resúmenes, comentarios y análisis jurídicos que las lecturas de todos nos sugieran.

miércoles, 9 de abril de 2008

AMARTYA SEN: LA DEMOCRACIA COMO VALOR UNIVERSAL

Contra el relativismo moral y político rampante, las palabras de Sen desmontan los tópicos justificativos de quienes se escudan en difententes culturas para negar y perseguir la democracia y la libertad.

Discurso pronunciado en el Congreso por la Democracia celebrado en Nueva Delhi (febrero de 1999), tomado del Journal of Democracy, julio de 1999, vol. 10, número 3, pp. 3-17, The John Hopkins University
Press and National Endowment for Democracy.


En el verano de 1997, durante una entrevista para un destacado periódico ja-
ponés, me preguntaron cuál era, desde mi punto de vista, el acontecimiento más relevante del siglo XX. Me pareció que se trataba de una de esas preguntas raras que obligan a la reflexión, dado el gran número de sucesos importantes
que han tenido lugar en los últimos cien años.

Los imperios europeos, en concreto el británico y el francés, que tuvieron tanto peso en el siglo XIX, han desaparecido. Hemos sido testigos de dos guerras mundiales. Hemos presenciado
el ascenso y la caída del fascismo y el nazismo. El siglo ha visto el nacimiento
del comunismo y su caída –en el antiguo bloque soviético– o su transformación
radical –en China–. También hemos visto el desplazamiento de la preponde-
rancia económica de Occidente hacia un nuevo equilibrio económico en el que
Japón, el este y el sudeste asiáticos juegan un papel mucho más destacado. Y
pese a que dicha región tiene actualmente algunos problemas económicos y fi-
nancieros, ello no invalida el cambio en el equilibrio de la economía mundial
que se ha desarrollado durante las últimas décadas y, en el caso de Japón, du-
rante prácticamente todo el siglo. Estos últimos cien años no han estado preci-
samente faltos de acontecimientos importantes.
Pero en última instancia no tuve ningún problema para escoger el más des-
tacado entre la gran variedad de sucesos que han tenido lugar en este periodo:
el ascenso de la democracia. No quiere decir que le reste importancia a otros
acontecimientos, pero creo que en el futuro, cuando se vuelva la vista atrás y
se detenga en el siglo XX, será difícil que no se le conceda la primacía al esta-
blecimiento de la democracia como la única forma de gobierno aceptable.
La idea de la democracia, por supuesto, tuvo su origen en la antigua Grecia,
hace más de dos milenios. También hubo intentos poco sistemáticos de demo-
cratización en otros lugares, incluida la India. Pero realmente fue en la antigua
Grecia donde tomó forma y se puso en práctica de verdad –aunque a una es-
cala limitada– antes de colapsar y ceder el paso a formas de gobierno más auto-
ritarias y asimétricas. Nada parecido ocurrió en otro sitio.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que surgiera tal y como la conocemos
hoy en día. Fueron varios los acontecimientos que permitieron su gradual y fi-
nalmente exitosa instauración como sistema efectivo de gobierno, desde la fir-
ma de la Carta Magna en 1215 hasta la universalización del sufragio en Europa
y Norteamérica en el siglo XX, pasando por las revoluciones francesa y norte-
americana del siglo XIX. Sin embargo, sólo en el siglo XX llegó a establecerse
como la forma “normal” de gobierno a la que tiene derecho cualquier nación,
sea en Europa, América, Asia o África.

La idea de la democracia como compromiso universal es bastante nueva y,
en esencia, un producto del siglo XX. Los rebeldes que impusieron restriccio-
nes al rey de Inglaterra mediante la Carta Magna veían sus necesidades como
algo absolutamente local. En cambio, los independentistas norteamericanos y
los revolucionarios franceses dieron un gran impulso a la comprensión de que
la democracia es necesaria como sistema general. El objetivo práctico de sus
demandas, sin embargo, no excedió el ámbito local, quedando confinado a los
dos lados del Atlántico Norte y sobre las bases de la historia económica, social
y política de la región.
A lo largo del siglo XIX era habitual que los teóricos de la democracia se pre-
guntaran si tal o cual país “estaba preparado para la democracia”. Tal forma de
pensar no cambió sino hasta el siglo XX, con el reconocimiento de que la pre-
gunta misma era un error: un país no tiene por qué estar preparado para la
democracia, sino más bien estar preparado mediante la democracia. El cambio
fue decisivo, pues hacía extensible el alcance potencial de la democracia a mi-
les de millones de personas, cualquiera que fuera su historia, su cultura o su
nivel económico.
También fue en este siglo cuando finalmente se aceptó que el “sufragio
para todos los adultos” quería decir todos, incluyendo a las mujeres. Cuando en
enero de 1999 tuve ocasión de conocer a Ruth Dreyfuss, presidenta de Suiza
y mujer de notable nivel intelectual, recordé que hace tan sólo un cuarto de si-
glo las mujeres de ese país ni siquiera tenían derecho al voto. Por fin hemos
llegado a reconocer que la aplicación del concepto de universalidad, como el
de misericordia, no debe ser selectivo.
Sin duda, la aspiración de universalidad de la democracia debe enfrentar
desafíos que adoptan múltiples formas y que proceden de las más variadas di-
recciones. De hecho, parte del presente ensayo trata sobre ello, pues en él ana-
lizo la afirmación de la democracia como valor universal y la controversia alre-
dedor de esta afirmación. Pero antes de comenzar ese análisis es necesario
comprender con toda claridad en qué sentido la democracia se ha convertido
en la principal creencia del mundo contemporáneo.
En cualquier época y ambiente social existen creencias generalizadas que
son respetadas como una especie de norma universal, algo parecido a la confi-
guración “por defecto” de un programa de ordenador; son consideradas correc-
tas mientras no se demuestre lo contrario. Aunque la democracia no se ha lle-
vado a la práctica universalmente ni ha sido uniformemente aceptada, la forma
de gobierno democrática es considerada en la actualidad, dentro del clima ge-
neral de la opinión internacional, como la correcta. Así pues, son los que deni-
gran el sistema democrático los que deben justificar su postura.
Pero este viaje histórico es bastante reciente. No hace mucho, los defenso-
res de la democracia en Asia y África se veían en apuros a la hora de defender
sus puntos de vista. Si bien actualmente tenemos razones suficientes para re-
batir a aquellos que, implícita o explícitamente, niegan la necesidad de la de-
mocracia, debemos dejar muy claro cómo fue cambiando el estado de opinión
general a lo largo de varios siglos. No tenemos que empezar de nuevo por ex-
plicar si un país u otro (Sudáfrica o Camboya o Chile) está “preparado para la
democracia” (cuestión tan relevante en el discurso del siglo XIX), ahora lo da-
mos por sentado. El reconocimiento de la democracia como sistema universal-
mente válido, cada vez más aceptado como valor universal, ha supuesto una
importantísima revolución del pensamiento y constituye una de las contribu-
ciones más importantes del siglo XX. Es en este contexto donde debemos ana-
lizar el tema de la democracia como valor universal.


LA EXPERIENCIA INDIA

¿Hasta qué punto ha funcionado la democracia? Mientras que nadie pone en
duda el papel que ha desempeñado en naciones como Estados Unidos, Gran
Bretaña o Francia, cuando se trata de los países más pobres el tema se torna
controvertido. No es el momento de hacer un análisis minucioso de la historia,
pero yo diría que la democracia ha funcionado bastante bien.
India es, desde luego, uno de los casos más controvertidos del debate.
Cuando los británicos se negaron a darle la independencia al país, manifesta-
ron su preocupación sobre la capacidad de los hindúes para gobernarse. En
1947, el año de la independencia, India se encontraba, de hecho, en un estado
de gran confusión. Un gobierno inexperto, divisiones no asimiladas y alinea-
mientos poco definidos se combinaban con la violencia popular generalizada y
el desorden social. Resultaba difícil tener fe en el futuro de una India demo-
crática y unida. Sin embargo, apenas medio siglo después encontramos una de-
mocracia que, con sus buenos y sus malos momentos, ha funcionado muy bien.
Las divergencias políticas se han abordado dentro de un marco constitucional
y se han sucedido los gobiernos siguiendo las normas parlamentarias y electo-
rales. India, una torpe, insólita y poco elegante combinación de diferencias, ha
sobrevivido a pesar de todo y funciona correctamente como unidad política re-
gida por un sistema democrático. De hecho, se mantiene unida gracias preci-
samente a la democracia.
India ha sobrevivido, además, al enorme desafío que supone abordar la di-
versidad lingüística y religiosa. Las diferencias religiosas y culturales son muy
susceptibles de ser utilizadas por políticos sectarios en su propio beneficio, y
lo cierto es que así ha sucedido en algunas ocasiones –incluso recientemente–
para consternación de todo el país. Sin embargo, el hecho mismo de que esa
violencia sectaria sea recibida con consternación y condenada por todos los
sectores del país nos ofrece, en última instancia, la mejor garantía democrática
contra la explotación del sectarismo. Se trata, evidentemente, de un elemento
esencial para la supervivencia y prosperidad de un país tan diverso como la In-
dia, que es el hogar no sólo de una mayoría hindú, sino también de la tercera
comunidad musulmana en importancia actualmente, de millones de cristianos,
de budistas, y de la mayoría de sikhs, parsees y jainitas que existen en el mundo.

LA DEMOCRACIA Y EL DESARROLLO ECONÓMICO

Con frecuencia se afirma que para conseguir el desarrollo económico resulta
más conveniente un sistema no democrático. Esta opinión se conoce, en oca-
siones, con el nombre de “hipótesis de Lee”, dado que Lee Kuan Yew, líder y
ex presidente de Singapur, fue su principal defensor. Y tiene razón en el senti-
do de que algunos estados totalitarios –como el de Corea del Sur, la propia Sin-
gapur y la China posterior a la reforma– han conseguido tasas más rápidas de
crecimiento económico que muchos estados menos autoritarios, como India, Ja-
maica y Costa Rica. La hipótesis de Lee, sin embargo, parte de un empirismo
análisis estadístico general de la gran diversidad de datos de que se dispone.
Semejante relación generalizadora no puede establecerse a partir de pruebas
tan selectivas. Por ejemplo, no se puede tomar el auge económico de Singapur
o China como “prueba definitiva” de que el autoritarismo favorece la prospe-
ridad económica, de la misma forma que no podemos llegar a la conclusión
opuesta porque Bostwana, el país con el mejor índice de crecimiento económi-
co en África e incluso uno de los mejores del mundo, haya sido un oasis de de-
mocracia en el continente a lo largo de muchas décadas. Se requiere de estu-
dios empíricos más sistemáticos para aclarar esta cuestión.
De hecho, no existen pruebas generales convincentes de que la forma de
gobierno autoritaria y la supresión de los derechos civiles y políticos sean real-
mente beneficiosos para el desarrollo económico. Lo cierto es que el cuadro
estadístico general no inclina a semejante inducción. Los estudios empíricos
sistemáticos (por ejemplo, el de Robert Barro o el de Adam Przeworski) respal-
dan la idea de que existe una contradicción general entre los derechos políti-
cos y el rendimiento económico. El vínculo direccional parece depender de di-
versas circunstancias que ni tienen que ver con lo anterior, y si bien algunas
investigaciones estadísticas revelan una endeble relación negativa, otras en-
cuentran una relación positiva muy sólida. Si se consideran todos los estudios
en su conjunto, la hipótesis de que no existe una relación definida entre creci-
miento económico y democracia en ninguna de las dos direcciones continúa
siendo muy plausible. Y dado que la democracia y la libertad política constitu-
yen valores en sí mismas, su defensa queda, pues, a salvo.
Pero el tema abarca también una cuestión fundamental de métodos de in-
vestigación económica. No sólo debemos examinar las relaciones estadísticas,
sino también analizar minuciosamente los procesos causales inherentes al creci-
miento y al desarrollo económico. En la actualidad ya se comprenden mejor las
políticas económicas y las circunstancias que dieron lugar al auge económico
de los países del Asia oriental. Aunque varía el énfasis de los diversos estudios
empíricos, ahora existe un amplio consenso en cuanto a las “políticas eficaces”
en materia económica, que incluyen la apertura a la competencia y a los merca-
dos internacionales, la prestación de incentivos públicos a la inversión y a la
exportación, el aumento del nivel escolar y cultural y las reformas agrarias exi-
tosas, así como otras oportunidades sociales que amplían la participación en el
proceso de expansión económica. No hay ninguna razón para asumir que cual-
quiera de dichas políticas sea inconsistente con una mayor democratización ni
que tenga que ser sustentada obligatoriamente por los elementos del autorita-
rismo presentes en Corea del Sur, Singapur o China. De hecho, las pruebas
más abrumadoras demuestran que para generar un rápido crecimiento econó-
mico es preferible un clima económico cordial antes que un endurecimiento
del sistema político.
Para completar este análisis debemos traspasar los estrechos confines del
crecimiento económico y examinar demandas más amplias inherentes al desa-
rrollo económico, incluida la necesidad de la seguridad social y económica. En
este contexto, debemos ver la relación entre los derechos políticos y civiles,
por un lado, y la prevención de grandes desastres económicos, por el otro. Los
derechos civiles y políticos permiten que las personas puedan prestar atención
a las necesidades generales y demandar la acción pública adecuada. La respues-
ta de un gobierno al sufrimiento agudo de un pueblo a menudo depende de la
presión que recibe. El ejercicio de derechos políticos (como el voto, la crítica,
la protesta, etcétera) puede marcar la diferencia del incentivo político que ope-
ra sobre un gobierno.
En algún otro sitio me he referido al hecho notable de que, en la terrible
historia de hambrunas sufridas por el mundo, nunca se ha producido un perio-
do de hambruna realmente importante en una país democrático e independien-
te con una prensa relativamente libre. No existen excepciones a esta regla, sin
importar hacia adónde miremos: las hambrunas recientes sucedidas en Etiopía,
Somalia u otros países con regímenes dictatoriales; hambrunas en la Unión So-
viética en los años treinta; la de China de 1958 a 1961, cuando fracasó la políti-
ca del Gran Salto Adelante; y antes las de Irlanda o India bajo la dominación
extranjera. Aunque en muchos sentidos se desenvolvía económicamente me-
jor que India, China se las arregló para padecer –a diferencia de India– una
hambruna que resultó, de hecho, la mayor en la historia de la humanidad: cerca
de treinta millones de personas fallecieron de 1958 a 1961. Pese a ello, a lo lar-
go de esos tres años continuaron aplicándose las equivocadas políticas guber-
namentales, que no fueron criticadas debido a que no existían partidos de la
oposición dentro del parlamento, no había prensa independiente ni elecciones
multipartitas. Y fue precisamente esa falta de exigencias lo que permitió que
políticas erróneas continuasen en vigor a pesar de la muerte de millones de
personas cada año. Lo mismo puede decirse sobre las dos hambrunas que tie-
nen lugar actualmente en Corea del Norte y Sudán.
Los periodos de hambruna con frecuencia se asocian a lo que parece ser un
desastre natural, y los cronistas ingenuamente se conforman con el razona-
miento más simplista apelando a estas calamidades: las inundaciones en China
durante el fracaso del Gran Salto Adelante, las sequías en Etiopía o las pérdi-
das de las cosechas en Corea del Norte. Sin embargo, otros países con proble-
mas naturales similares, e incluso peores, se las arreglaron perfectamente gra-
cias a que gobiernos sensibles actuaron para aliviar el hambre. Dado que las
víctimas fundamentales en periodos de hambruna son generalmente los indi-
gentes, podrían evitarse las muertes con la creación de fuentes de ingreso (por
ejemplo, a través de programas de empleo), que facilitarían a las víctimas po-
tenciales el acceso a los alimentos. Hasta los países democráticos de mayor
pobreza sometidos a terribles sequías o inundaciones y otros desastres natura-
les –como la India en 1973, o Zimbawe y Bostwana a principios de los ochen-
ta– han conseguido alimentar a sus habitantes sin llegar a experimentar perio-
dos de hambruna.
La hambruna es fácil de evitar si existe un propósito serio al respecto, y un
gobierno democrático que debe enfrentarse a las elecciones, a la crítica de los
partidos de oposición y de la prensa independiente, no tiene más remedio que
poner todo su interés en ello. No debe sorprendernos, pues, que India sufrie-
ra periodos continuos de hambruna mientras estuvo sometida al dominio bri-
tánico (el último que presencié, de niño, tuvo lugar en 1943, cuatro años antes
de la declaración de independencia), y que desapareciera súbitamente con el
establecimiento de una democracia multipartita y una prensa libre.
Anteriormente he aludido a estas cuestiones, sobre todo en el trabajo reali-
zado junto a Jean Dreze, de manera que no voy a profundizar sobre ellas aquí.
El tema de la hambruna, de hecho, sólo me sirve para ilustrar el alcance de la
democracia, pues en muchos sentidos constituye el ejemplo más fácil de ana-
lizar. El papel positivo desempeñado por los derechos políticos y civiles tiene
que ver con la prevención de todos los desastres económicos y sociales. Puede
que no se eche en falta este papel decisivo de la democracia cuando todo va
bien y la economía, en general, funciona. Pero cuando, por cualquier razón,
algo empieza a ir mal, los incentivos políticos que pueden brindar las formas
democráticas de gobierno adquieren un considerable valor práctico.
Se trata, pues, de una importante lección. Muchos economistas tecnócratas
recomiendan la utilización de incentivos económicos –dados por el sistema de
mercado– mientras que pasan por alto los incentivos políticos –que pudieran
ser garantizados por los sistemas democráticos–. Ello supone optar por un con-
junto de reglas básicas totalmente desequilibradas. Puede que no se advierta
el poder protector de la democracia cuando el país tiene la suerte de no verse
frente a una catástrofe, cuando todo va razonablemente bien. Pero el peligro
de la inseguridad originada por cambios económicos o circunstancias de otra
índole, por políticas erróneas que no son corregidas a tiempo, puede esconder-
se detrás de la fachada de una nación en apariencia saludable.
Los problemas recientes en el este y el sureste asiáticos sacan a la luz, entre
otras cosas, las consecuencias de formas de gobierno no democráticas, sobre
todo desde dos puntos de vista principales. En primer lugar, el desarrollo de
crisis financieras en estas economías –incluidas Corea del Sur, Tailandia e In-
donesia– ha estado estrechamente vinculado a la falta de transparencia en los ne-
gocios, sobre todo a la falta de participación pública en la revisión de los acuer-
dos financieros; y la causa fundamental de ello ha sido la ausencia de un foro
democrático efectivo. En segundo lugar, una vez que la crisis financiera ha
desembocado en una recesión económica generalizada, el poder protector de
la democracia, similar al que evita los periodos de hambruna en los países de-
mocráticos, se ha extrañado en un país como Indonesia. Los nuevos desposeídos
no contaban con los recursos que necesitaban.
Una caída del producto nacional bruto de, digamos, un 10 por ciento, pu-
diera no significar mucho si ha sucedido tras una tasa de crecimiento de un 5
o un 10 por ciento anual durante las últimas décadas; sin embargo, puede oca-
sionar la muerte y llevar a la miseria a millones de personas si el peso de la con-
tracción no es compartido por la amplia mayoría y se permite que caiga sobre
los menos capaces de soportarlo, es decir los desempleados y los que carecen
de medios económicos. En Indonesia, tal vez los más vulnerables no hayan re-
sentido la falta la democracia mientras las cosas iban mejorando, pero esa ca-
rencia impidió que se oyeran sus voces y se pudieran expresar cuando tuvo
lugar la crisis desigualmente compartida.

LAS FUNCIONES DE LA DEMOCRACIA

Hasta ahora los temas que he tratado en el presente ensayo han estado deter-
minados por los detractores de la democracia, sobre todo por los críticos de la
economía. Más tarde volveré sobre las críticas, en concreto sobre los argumen-
tos de los críticos culturales, pero ha llegado el momento de continuar el análi-
sis positivo sobre cómo actúa la democracia y lo que puede haber en la base de
su defensa como valor universal.
¿Qué es exactamente la democracia? No se debe identificar la democracia
únicamente con el gobierno de la mayoría. La democracia implica exigencias
complejas, que incluyen el voto y el respeto hacia los resultados de las eleccio-
nes, pero también implica la protección de las libertades, el respeto a los dere-
chos legales y la garantía de la libre expresión y distribución de información y
crítica. Incluso las elecciones pueden resultar lesivas si tienen lugar sin que los
diferentes contendientes tengan la oportunidad de presentar sus programas, o
sin que el electorado goce de la libertad de obtener información y de conside-
rar los puntos de vista de los principales partidos. La democracia es un sistema
exigente, no una simple condición mecánica –el gobierno de la mayoría– toma-
da de forma aislada.
Vistos así, los méritos de la democracia y la afirmación de su valor univer-
sal pueden relacionarse con algunas virtudes distintas inherentes a su práctica
sin restricciones. De hecho, se puede decir que la democracia enriquece la
vida de los ciudadanos de tres formas diferentes. Primero, la libertad política se
inscribe dentro de la libertad humana en general, y el ejercicio de los derechos
civiles y políticos es una parte crucial de la vida de los individuos en tanto se-
res sociales. La participación social y política posee un valor intrínseco para la
vida y el bienestar de los hombres. El hecho de impedir la participación en
la vida política de la comunidad constituye una privación capital.

Segundo, como acabo de señalar –cuando impugnaba la afirmación de que
la democracia está reñida con el desarrollo económico–, la democracia posee
un importante valor instrumental en el reforzamiento de la respuesta obtenida
por el pueblo cuando expresa y sostiene sus demandas de atención política –in-
cluidas las demandas económicas–. Tercero –y este es un punto que exige una
mayor profundización–, la práctica de la democracia ofrece a los ciudadanos la
oportunidad de aprender unos de otros y ayuda a la sociedad a formar sus valo-
res y prioridades. Hasta la idea de “lo necesario”, aun la comprensión de las
“necesidades económicas”, requiere el debate público y el intercambio de in-
formación, opiniones y análisis. En este sentido, la democracia posee una im -
portancia constructiva, además de su valor intrínseco para las vidas de los ciuda-
danos y de su valor instrumental en las decisiones políticas. La defensa de la
democracia como valor universal deberá tener en cuenta toda esta diversidad
de consideraciones.
La conceptualización, y aun la comprensión, de lo que se entiende por “ne-
cesidades”, incluidas las “necesidades económicas”, puede requerir en sí mis-
ma el ejercicio de los derechos políticos y civiles. Un entendimiento adecuado
de las necesidades económicas, de su contexto y su fuerza, requiere el inter-
cambio y el debate. Los derechos civiles y políticos, sobre todo aquellos que
garantizan la discusión pública, la crítica y la disensión, son vitales para gene-
rar opciones consideradas y estudiadas. Este proceso generativo es fundamen-
tal para la formación de valores y prioridades y, en general, no debemos tomarlo
como ajeno al debate político, es decir, independientemente de si se permite
el intercambio y el debate.
De hecho, a menudo se subestima el alcance y la efectividad del diálogo
abierto cuando se examinan los problemas sociales y políticos. Por ejemplo, el
debate público desempeña un importante papel en la reducción de las eleva-
das tasas de fertilidad que caracterizan a muchos países en vías de desarrollo.
Hay pruebas suficientes de que la rápida caída de las tasas de fertilidad en los
estados más alfabetizados de India ha sido determinada por el debate público
sobre las consecuencias que a la larga pueden tener las elevadas tasas de ferti-
lidad para la comunidad y, sobre todo, para la vida de las mujeres jóvenes. Si
en el estado de Kerala o de Tamil Nadu, por ejemplo, existe la creencia de que
la familia feliz de la época moderna está constituida por pocos miembros, ha
sido gracias a un extenso debate que ha conducido a la adopción de este punto
de vista. En la actualidad Kerala posee una tasa de fertilidad del 1.7 (similar a
las de Francia y Gran Bretaña, y muy por debajo del 1.9 de China), lograda sin
coacción alguna, sino mediante la creación de nuevos valores, proceso en el
que el diálogo social y político ha desempeñado un papel fundamental. El alto
nivel cultural de Kerala –más alto que el de cualquier provincia de China–, so-
bre todo entre las mujeres, ha contribuido en gran medida al surgimiento de
este diálogo.
Existen diversos tipos de miseria y privaciones, y algunos responden mejor
a los remedios sociales. La totalidad de situaciones precarias de los seres hu-
manos constituirían un fundamento demasiado extenso para poder detectar
nuestras “necesidades”. Por ejemplo, hay muchas cosas que razonablemente
se podrían considerar valiosas y que, si fueran factibles, quedarían incluidas
dentro de dichas “necesidades”. Podemos, por ejemplo, desear la inmortali-
dad, como hizo Mitreyee, ese notable espíritu inquisitivo de los Upanishads, en
su famosa conversación de tres mil años con Yajnvalkya. Pero dado que no es
factible, no percibimos la inmortalidad como una necesidad. Nuestro concep-
to de necesidad está en íntima relación con la posibilidad de evitar determina-
das carencias y con lo que entendemos que podría hacerse al respecto. El de-
bate público desempeña un papel crucial en la formación de nuestra idea de
viabilidad y, sobre todo, de viabilidad social. Los derechos políticos, que inclu-
yen la posibilidad de expresarse y discutir libremente, no sólo resultan indis-
pensables para la creación de respuestas sociales a las necesidades económicas,
sino que también son fundamentales a la hora de conceptualizar las mismas
necesidades económicas.

LA UNIVERSALIDAD DE LOS VALORES

Si el análisis anterior es correcto, la afirmación de la democracia como valor no
parte exclusivamente de un único mérito. Se trata de una pluralidad de virtu-
des que comprenden, en primer lugar, la importancia intrínseca que tienen la
participación y la libertad políticas para la vida humana; en segundo, la impor-
tancia instrumental de los incentivos políticos para garantizar la responsabili-
dad de los gobiernos; y, en tercer lugar, el papel constructivo de la democracia
en la formación de valores y en la asunción de necesidades, derechos y debe-
res. Una vez aclaradas estas ideas, podemos pasar al tema central del presente
ensayo, que es la defensa de la democracia como valor universal.
A menudo se arguye que no hay un consenso acerca de la importancia deci-
siva de la democracia, sobre todo en lo que respecta a otros logros deseables
que requieren nuestra atención y nuestra dedicación. Ciertamente no existe
unanimidad sobre el tema, y hay quien considera esta disparidad de criterios
como la prueba de que la democracia no constituye un valor universal.
Está claro que debemos comenzar por enfrentarnos a un problema metodo-
lógico: ¿qué es un valor universal? Para que un valor sea considerado univer-
sal, ¿debe haber un consenso al respecto? Pero si fuera necesario, no existirían
valores universales. No sé de ninguno, ni siquiera la maternidad (y pienso en
Mommie Dearest), al que no se le hayan presentado objeciones. Creo, pues, que
el consenso no es un requisito necesario para la universalidad de un valor, sino
que ésta depende de que haya razones para percibirlo como algo valioso en
cualquier lugar. Cuando Mahatma Gandhi defendía el valor universal de la “no
violencia”, no sostenía que se actuara de acuerdo con este valor en el resto del
mundo, sino que existían razones de peso para percibirlo como algo valioso. Y
de la misma forma, cuando Rabindranath Tagore defendía la “libertad del pen-
samiento” como valor universal, no quería decir que fuera algo ya aceptado por
todos, sino que todos tenían sobradas razones para aceptarlo, razones que se
dedicó a explorar, presentar y difundir. Visto así, cualquier afirmación de la
universalidad de un valor presupone cierto análisis contrafactual, en concreto,
la posibilidad de que la gente perciba cierto valor en dicha afirmación que has-
ta entonces no habían considerado detenidamente. Todas las afirmaciones de
la universalidad de un valor –no sólo de la democracia– implican este presu-
puesto.
Creo que ha sido esta suposición implícita la que ha provocado el cambio
de postura respecto de la democracia en el siglo XX. Al considerar la democra-
cia como sistema político posible para un país en el que no existe y en el que
la mayoría de la gente no ha tenido la oportunidad de considerarla algo facti-
ble, se asume que las personas implicadas la aprobarían en cuanto se convirtie-
ra en una realidad. En el siglo XIX nadie lo hubiera asumido, pero lo que actual-
mente se presupone con total naturalidad (la que denominé posición “por de-
fecto”) ha cambiado radicalmente en el siglo XX.
Además, debe señalarse que dicho cambio se debe, en gran parte, a la obser-
vación de la historia de este siglo. A medida que la democracia se ha extendido,
han ido aumentando sus defensores y no sus detractores. Instaurada primero
en Europa y en los Estados Unidos, la democracia como sistema ha alcanzado
muchas cosas diferentes donde ha sido recibida con franca aceptación y parti-
cipación. Y cuando se ha atentado contra una democracia ya en marcha, se han
producido protestas generalizadas pese a la represión brutal de las mismas. Son
muchos los que de buen grado están dispuestos a arriesgar sus vidas por el res-
tablecimiento del sistema democrático.
Algunos de los detractores de la democracia como valor universal basan sus
argumentos no ya en la ausencia de unanimidad, sino en la existencia de dife-
rencias regionales. Estas supuestas diferencias a menudo tienen que ver con la
pobreza de algunas naciones. Según este argumento, al pobre lo que le intere-
sa, con toda razón, es el pan y no la democracia. Tan manido argumento resul-
ta falaz desde otros puntos de vista.
Primero, como señalaba anteriormente, el papel protector de la democracia
posee una importancia crucial para los pobres, pues evidentemente actúa en
defensa de las víctimas potenciales de la hambruna, así como de los desposeí-
dos expulsados de la escala económica durante las crisis financieras. Las perso-
nas necesitadas, desde el punto de vista económico, requieren también de voz
política. La democracia no es un lujo que pueda esperar hasta la llegada de la
prosperidad generalizada.
Segundo, pocas pruebas demuestran que los pobres, si pudiesen escoger,
rechazarían la democracia. Se podría recordar, por ejemplo, que cuando cierto
gobierno indio de mediados de los setenta intentó aplicar un argumento simi-
lar para justificar el supuesto “estado de emergencia” y la supresión de varios
derechos civiles y políticos básicos, el electorado indio –uno de los más pobres
del mundo– demostró el mismo entusiasmo para protestar contra la privación
económica.

Siempre que se ha intentado probar que los pobres no están interesados en
los derechos civiles y políticos, la evidencia ha demostrado lo contrario. Y lo
mismo puede decirse de las luchas por las libertades democráticas que tienen
lugar en Corea del Sur, Tailandia, Bangladesh, Paquistán, Birmania, Indonesia
y cualquier otro país asiático. Del mismo modo, en África han surgido movi-
mientos y protestas, siempre que las circunstancias lo han permitido, en con-
tra de la negación de la libertad política.


EL ARGUMENTO DE LAS DIFERENCIAS CULTURALES

Otro argumento a favor de una diferencia geográfica supuestamente esencial
no tiene que ver con circunstancias económicas, sino culturales. Quizá el más
notable sea el relacionado con lo que se ha dado en llamar “valores asiáticos”.
Se ha argumentado que los asiáticos, por tradición, valoran más la disciplina
que la libertad política, y de ahí que la actitud hacia la democracia tenga un ca-
rácter mucho más escéptico en estos países. En mi conferencia en memoria de
Morgenthau en el Consejo Carnegie para los Asuntos Éticos e Internacionales
he tratado detalladamente esta tesis.
Resulta muy difícil hallar un fundamento real para la misma en la historia
de las culturas asiáticas, sobre todo en lo que se refiere a la tradición clásica de
India, Oriente Medio, Irán y otras regiones del continente. Por ejemplo, una
de las primeras y más enfáticas declaraciones a favor de la tolerancia, el plura-
lismo y el deber del Estado de proteger a las minorías se encuentra en las ins-
cripciones del emperador hindú Ashoka del siglo III a. C.
Asia abarca un área muy extensa donde vive el 60 por ciento de la pobla-
ción mundial, y no resulta fácil generalizar cuando se habla de un conjunto tan
vasto de pueblos. Los defensores de los “valores asiáticos” algunas veces tien-
den a percibir la región de Asia oriental como la de aplicabilidad particular. La
tesis general sobre las diferencias entre Occidente y Asia suelen referirse al
este de Tailandia, si bien otros argumentos más ambiciosos consideran al resto
de Asia como bastante “similar”. Lee Kuan Yew, al que debemos agradecer ha-
ber sido un expositor tan claro –y haber articulado tan bien los a menudo va-
gos argumentos en esta confusa literatura–, señala “la diferencia fundamental
entre los conceptos occidentales y los asiáticos sobre la sociedad y el gobierno”,
y explica que “cuando digo Asia oriental, me refiero a Corea, Japón, China y
Vietnam, distintos del sureste asiático, que constituye una combinación de los
sinics y los hindúes, aunque la propia cultura india contiene valores similares”.
Pero incluso Asia oriental resulta notablemente diversa, y pueden encon-
trarse allí múltiples variaciones no sólo entre Japón, China, Corea y otros paí-
ses de la región, sino dentro de cada país. Confucio es el autor más citado cuan-
do se hace referencia a la interpretación de los valores asiáticos, pero no es la
única influencia intelectual de estos países (en Japón, China y Corea, por ejem-
plo, existen tradiciones muy antiguas y generalizadas que han prevalecido du-
rante más de mil quinientos años, y que comprenden, entre otras, la presencia
cristiana). No puede hablarse, pues, de homogeneidad en la veneración del or-
den por encima de la libertad en ninguna de estas culturas.
Ni siquiera el propio Confucio recomendaba la lealtad ciega al Estado. Cuan-
do Zilu le pregunta “cómo debía servir el príncipe”, Confucio le responde (en
una declaración sobre la que probablemente entre los censores de los regíme-
nes autoritarios deberían reflexionar): “Dile la verdad incluso si le ofende”.
Confucio no censura la práctica de la cautela y el tacto, pero no renuncia a la
idea de oponerse a un mal gobierno –diplomáticamente si es necesario–: “Cuan-
do prevalecen las buenas formas en un Estado, habla y actúa con audacia.
Cuando el Estado pierde el camino, actúa con audacia y habla con cautela”.
De hecho, Confucio señala con toda claridad que los dos pilares del imagi-
nario edificio de valores asiáticos, esto es, la lealtad a la familia y la obediencia
al Estado, pueden entrar en serios conflictos uno con el otro. Muchos defenso-
res del poder de los “valores asiáticos” perciben la función del Estado como
una extensión del papel de la familia, pero, tal y como dijo Confucio, pueden
producirse tensiones entre ellos. El gobernador de She le dijo a Confucio: “En
mi pueblo hay un hombre de probada integridad: cuando su padre robó una
oveja, lo denunció”. A lo que Confucio replicó: “En mi pueblo los hombres ín-
tegros actúan de otro modo: el padre encubre a su hijo y el hijo encubre a su
padre, y hay integridad en lo que hacen”.
La interpretación monolítica de los valores asiáticos como elementos hosti-
les a la democracia y a los valores políticos no resiste el análisis crítico. Supon-
go que no debo ser excesivamente crítico respecto de la carencia de funda-
mento científico de estas creencias, dado que los que esgrimen semejantes ar-
gumentos no son científicos, sino líderes políticos, generalmente portavoces
oficiales o extraoficiales de gobiernos autoritarios. Sin embargo, resulta intere-
sante ver que mientras los científicos podemos carecer de cierto sentido prácti-
co respecto de la práctica política, los políticos que la ejercen pueden ser a su
vez bastante poco prácticos respecto de la ciencia.
Desde luego, es fácil encontrar escritos de tono autoritario dentro de las tra-
diciones asiáticas. Pero tampoco es difícil encontrarlos en los clásicos occidenta-
les: basta detenerse en el pensamiento de Platón y de Santo Tomás de Aquino
para percibir que la devoción a la disciplina no constituye un gusto especial-
mente asiático. Descartar la posibilidad de la democracia como valor universal
debido a la existencia de ciertos escritos asiáticos sobre la disciplina y el orden,
sería lo mismo que negar la posibilidad de la democracia como la actual forma
natural de gobierno en Europa y Estados Unidos sobre la base de las ideas de
Platón y Aquino (por no mencionar la abundante literatura medieval en defen-
sa de la Inquisición).
La experiencia de las batallas políticas contemporáneas, sobre todo en Orien-
te Medio, ha provocado que el islamismo sea retratado con frecuencia como
intolerante y hostil hacia la libertad individual. Pero la existencia de la diversi-
dad y la variedad dentro de una tradición también es aplicable al islamismo.
En India, Akbar y la mayoría de los emperadores mogoles (con la notable ex-
cepción de Aurangzeb) son buenos ejemplos de tolerancia religiosa y política
tanto desde el punto de vista teórico como del práctico. Los emperadores tur-
cos fueron a menudo más tolerantes que sus contemporáneos europeos, y lo
mismo se puede decir de muchos gobernantes de El Cairo y Bagdad. De he-
cho, en el siglo XII el gran sabio judío Maimónides se vio obligado a escapar de
la intolerante Europa –donde había nacido– y de la persecución de los judíos
allí emprendida, para refugiarse en un Cairo urbano y tolerante bajo la protec-
ción del sultán Saladino.
La diversidad es una característica propia de la mayoría de las culturas, y la
civilización occidental no es una excepción. La práctica de la democracia que
ha triunfado en el Occidente moderno es, en gran medida, el resultado de un
consenso surgido con la Ilustración y la Revolución Industrial, pero sobre todo
durante el siglo pasado. Interpretar esto como un compromiso histórico de Oc-
cidente a lo largo de milenios con la democracia, y compararlo después con tra-
diciones no occidentales –enfocándolas como monolíticas– sería un gran error.
Esta tendencia a una simplificación excesiva se percibe no sólo en los discursos
de ciertos portavoces gubernamentales asiáticos, sino también en las teorías de
algunos de los mejores científicos occidentales.
Al respecto, como ejemplo de las opiniones de un científico importante,
cuya obra, por lo demás, es totalmente admirable, quisiera citar la tesis de Sa-
muel Huntington sobre el enfrentamiento de las civilizaciones, en el cual las
heterogeneidades dentro de cada cultura reciben un tratamiento bastante ina-
decuado. La conclusión de este estudio es muy clara: en Occidente puede
encontrarse “un sentido del individualismo y una tradición de derechos y li-
bertades único en la sociedad civilizada”. Huntington señala, además, que “la
característica esencial de Occidente, la que lo distingue de otras civilizaciones,
precede a la modernización de Occidente”. Desde su punto de vista, “Occi-
dente era Occidente mucho antes de que fuera moderno”. Y tal es la tesis que
considero insostenible tras someterla a un análisis histórico.
Por cada intento de los portavoces gubernamentales asiáticos de oponer los
supuestos “valores asiáticos” a los supuestos valores occidentales existe, al pa-
recer, un intento de los intelectuales de Occidente de establecer una compa-
ración similar desde el lado opuesto. Pero aun cuando para cada argumento
asiático exista una contrapartida occidental, los dos juntos no consiguen desvir-
tuar la defensa de la democracia como valor universal.

¿DÓNDE DEBE SITUARSE EL DEBATE?

He intentado abarcar una serie de asuntos relacionados con la tesis de que la
democracia constituye un valor universal. Dicho valor incluye su importancia
intrínseca para la vida humana, su papel instrumental como generadora de in-
centivos políticos y su función constructiva en la formación de valores –y en la
comprensión de la fuerza y viabilidad de la afirmación de necesidades, dere-
chos y deberes–. Estas propiedades no tienen un carácter regional, como tam-poco lo tiene la defensa de la disciplina y el orden. La heterogeneidad de valo-
res parece caracterizar a casi todas, si no a todas, las culturas. Y el argumento
cultural no determina ni constriñe en exceso las decisiones que podamos to-
mar hoy en día.
Tales decisiones deben tomarse aquí y ahora, teniendo en cuenta el papel
funcional de la democracia, del que depende su causa en el mundo contempo-
ráneo. Y de hecho se trata de una causa fuerte en la que los factores regionales
no son contingentes. El poder de la democracia como valor universal reside, en
última instancia, en esa fuerza. Ahí debe situarse el debate, que no puede ser
descartado por tabúes culturales imaginarios ni por supuestas predisposiciones
determinadas por los diferentes pasados históricos de las civilizaciones.

No hay comentarios: