Lecturas, comentarios y análisis sobre el Derecho en el siglo XXI


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lunes, 19 de enero de 2009

Justicia. Hanna Fenichel Pitkin. Acerca de la relación entre público y privado

Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades. Año 8, Nº 14 Segundo semestre de 2005
Resumen
Ya casi nadie avala la posibilidad de que la participación política pueda ser una recompensa en sí misma, la realización de nuestra naturaleza y no una carga. Este artículo intenta avalar dicha afirmación mediante una reevaluación crítica del significado de lo público y lo privado en el pensamiento de Hannah Arendt, la teórica política que más persuasivamente escribió sobre dicho tema en nuestra época, y quien más vigorosamente se esforzó por renovar nuestro acceso a la política como una gratificación positiva, una “felicidad pública”.


De acuerdo con gran parte de la evidencia disponible, asistimos a un alejamiento creciente de la vida pública. El desencanto prevaleciente respecto de las instituciones y el liderazgo establecidos no se traduce en protestas, sino en un retiro hacia lo privado, aun cuando ello, manifiestamente, no proporcione el confort y la seguridad que buscamos. Y todo lo que se suele ser capaz de exhibir para restablecer en la gente la preocupación por esta república es el consabido y contradictorio par de consignas: la exhortación al deber cívico y la apelación al interés propio. Ninguna de ellas parece contribuir demasiado. La izquierda diagnostica una “crisis de legitimación”, pero tiene sus propias dificultades para conformar un movimiento público. Difícilmente sabría alguien hoy qué hacerse de la simple afirmación de Tocqueville de que separar al americano de la política equivaldría a separarlo de la mitad de su vida; mucho menos de la definición de Aristóteles del hombre como animal político. Ya casi nadie avala la posibilidad de que la participación política pueda ser una recompensa en sí misma, la realización de nuestra naturaleza y no una carga. Este artículo intenta avalar dicha afirmación mediante una reevaluación crítica del significado de lo público y lo privado en el pensamiento de Hannah Arendt, la teórica política que más persuasivamente escribió sobre dicho tema en nuestra época, y quien más vigorosamente se esforzó por renovar nuestro acceso a la política como una gratificación positiva, una “felicidad pública”.

I
Al hablar de público y privado, ¿sabemos de qué estamos hablando? Deseosos de teorizar, aferramos o nos aferra la primera imagen que nos salta a la mente: lo privado está “aquí dentro”, personal, íntimo, próximo al yo, al margen de aquéllos a quienes no se desea, donde tenemos “privacidad” y somos libres de ser nosotros mismos. Lo público, por el contrario, está “fuera de allí”, impersonal, distante, formal; todo lo que sale “a la luz pública” ha de estar listo para la “publicación”, sus “partes privadas” debidamente cubiertas. Tal es el punto de vista expuesto de reciente por Richard Sennett, quien con metáforas espaciales habla de una “geografía” de lo público y lo privado [1] . Se trata de un punto de vista plausible.

Sin embargo, con tal punto de vista, ¿cómo deberíamos entender las compañías con responsabilidad limitada, el corazón de la “empresa privada”? Ciertamente, no son ni personales ni íntimas, ni locus de la vida privada. El economista, naturalmente, distingue público de privado de manera diferente, y también lo haríamos nosotros si nuestra primera imagen hubiera estado relacionada con la economía. El “sector público” se separa aquí del privado sobre la base de la propiedad, y por público se entiende más o menos el gobierno, el Estado.

Hannah Arendt propuso sin embargo un punto de vista distinto, no sin advertir que podríamos experimentar una “extraordinaria dificultad” para comprender la “división decisiva” entre público y privado, dado que hemos perdido la experiencia a partir de la cual tales términos derivan su significación, en particular la experiencia de una vida pública genuina [2] . Para ella público es casi sinónimo de político, pero lo político no puede equiparse a lo gubernamental; en lugar de eso, tiene que ver con la acción en una comunidad de iguales. Ni a una multitud de extraños en un cine, ni al Ministerio de Defensa cabe calificación semejante.

La etimología dispensa una amplia base a la pretensión de Arendt de que hemos perdido cierta conciencia previa del valor de la vida pública. Originariamente, ser un privado significaba estar privado, y en inglés lo público se refiere al bien de un solo cuerpo comunal antes de hacer referencia a un conjunto de individuos seriatim. No obstante, lo privado está también tempranamente asociado en inglés con el privilegio, las ventajas del retraimiento. Tampoco funcionará igualar sin más lo público con la política, el cargo público o la ciudadanía, como Arendt ocasionalmente hace.

Nuestra dificultad al teorizar sobre dichos conceptos promana en parte del hecho que, en su uso ordinario, palabras como “público” y “privado” funcionan sobre todo como adjetivos. Convertirlas en categorías generales exige, o bien hipostasiarlas como sustantivos, como hace Arendt “Lo Público” y “Lo Privado”, a las que hace parecer misteriosas entidades que seducen con su reificación, o bien adscribir los adjetivos a algún sustantivo general, metafóricamente usado: el sector público (o privado), o la esfera, el dominio o el reino; tras lo cual, probablemente seremos víctimas de las connotaciones pasadas por alto de nuestra propia metáfora [3] .

Privado y público, es importante comprenderlo, son términos correlativos. Por lo general, las cosas del mundo no se clasifican exclusivamente como públicas o como privadas. Y no porque el contenido de la vida pública haya cambiado históricamente. Al respecto, más importante es el tipo de distinción trazado por C. Wright Mills en The Sociological Imagination entre “los problemas personales del entorno” y “los asuntos públicos de la estructura social” [4] . Los problemas personales “surgen del carácter del individuo y… de sus relaciones inmediatas con los demás”. Su “planteamiento y resolución”, pues, dependen propiamente “del individuo como entidad biográfica y del alcance de su entorno inmediato –el marco social directamente abierto a su experiencia personal y en cierta medida a su actividad voluntaria. Un problema es materia privada”.

Los asuntos públicos de la estructura social trascienden sin embargo “estos contextos locales de los individuos”, y tienen que ver “con la organización de muchos de esos entornos en el interior de las instituciones de una sociedad histórica como un todo, con la manera en la que varios entornos se superponen e interpenetran para conformar una estructura más amplia, la de la vida histórica y social. Un asunto es materia pública”.

La distinción de Mills, con todo, deja sin aclarar el problema de la percepción (v. gr., la percepción de la pérdida del trabajo como fracaso personal o como parte de una situación social ampliamente extendida). Mills tampoco consigue evidenciar que una situación social deviene asunto público sólo cuando se la percibe a gran escala como problema, cuya solución pasa por la acción pública.

Las maneras de distinguir entre público y privado son, pues, heterogéneas, y la cuestión de quién logra establecer la definición es en sí misma parte del problema. Aun así, puede resultar de utilidad delinear tres dimensiones con las que distinguir lo público de lo privado, y que, por consiguiente, nos sean de ayuda en la elaboración del concepto de lo público. Las denominaré la dimensión de acceso o de atención, la dimensión de impacto o de efecto, y la dimensión de gobierno o de control.

En primer lugar, algo puede ser público en el sentido de que es accesible a todos, sujeta a examen por cualquiera, visible en cuanto foco de atención. El término, aquí, se relaciona con publicidad, conocimiento público, opinión pública y salir “a la luz pública”, y contrasta con lo reservado, cerrado, oculto.

En segundo lugar, algo puede ser público en el sentido de que afecta a todos o a la mayoría de nosotros, público en sus consecuencias y su significación. Esa dimensión objetiva de lo público puede no ser reconocida por los afectados; por eso, la primera y segunda dimensiones de lo público son claramente distintas. Las decisiones de una corporación privada, se dice, pueden revestir una enorme trascendencia pública. Aquí, lo opuesto de público no es lo aislado o retirado, sino lo personal, limitado en su impacto y que tan sólo afecta a individuos o grupos selectos. Así pues, la distinción de Mills entre problemas personales y asuntos públicos engrana la primera dimensión de lo público con la segunda: las difíciles condiciones sociales son públicas por su impacto, si bien se convierten en asuntos públicos sólo si se constituyen en centro de la atención pública.

Cuando ello tiene lugar, es por lo general con vista a la tercera dimensión: la dirección o control público. Tal es la dimensión pública del gobierno, de la administración pública y de la acción colectiva. Incluye lo esencial de la concepción de Arendt. Mas la dirección o control público es algo en sí mimo difícil de definir, máxime en tiempos como los nuestros, en los que puede gobernarse un país más mediante agregaciones “privadas” de poder que a través de su gobierno oficial, y su gobierno puede estar tan dominado por intereses particulares que funciona más como instancia privada que pública. ¿Y qué decir de las multinacionales, algunas tan extendidas y poderosas que ciertos Estados soberanos son como enanos ante ellas? ¿Son públicas o privadas? ¿Y los híbridos como Amtrak o Correos? ¿Y qué de nuestras agencias públicas de regulación, tan a menudo dominadas por la industria privada a la que supuestamente deben controlar? ¿Qué del entero complejo burocrático industrial-militar, con su pública generosidad para con las empresas privadas y sus intercambios de personal de alto nivel entre gobierno e industria?

Así pues, la tercera dimensión que distingue lo público de lo privado contiene profundas ambigüedades entre forma y sustancia. El control formal por parte de un gobierno oficial no requiere ejercitar ningún control público verdadero. Pero entonces, ¿qué es el control público sustantivo, verdadero? La respuesta no es sencilla, pero uno sospecha de que nuestras preocupaciones teóricas se entrecruzan aquí con nuestras preocupaciones prácticas y políticas, en un punto que también fue centro de atención del pensamiento político de Hannah Arendt.

II
La distinción entre público y privado, nos dice Arendt, “se corresponde a” la existente entre “el ámbito político y el del hogar”, que surgió por vez primera en la antigua Grecia y continuó hasta los inicios de la edad moderna, cuando la aparición de un tercer ámbito, que ella denomina lo “social”, la enturbió [5] . En el mundo antiguo, público y privado se hallaban netamente diferenciados, siendo el primero el locus del valor. El ámbito público, el modo de vida de la polis, era lo que contraponía al griego frente al bárbaro, lo que de manera paulatina le fue arrebatado al dominio de reyes y amos, lo que hizo posible una vida libre y verdaderamente humana: “El surgimiento de la ciudad-estado significó que el hombre recibiera ‘más allá de su vida privada una especie de segunda vida, su bios politikos. En lo sucesivo el hombre pertenece a dos órdenes de existencia, y hay una neta distinción en su vida entre lo que es suyo propio (idion) y lo que es comunitario (koinon)’” [6] .

El hogar era un “ámbito prepolítico”, un prerrequisito necesario para la ciudadanía, mas en sentido estricto un medio para un fin superior. En primer lugar, el hogar se regía por la dominación y la fuerza, por un despotes, en tanto la vida de la polis tenía lugar por medio de la palabra y la razón [7] . En segundo lugar, y en contraste con la desigualdad del hogar y el despotismo de la monarquía bárbara, la ciudadanía de la polis era una relación de igualdad. La polis “sólo conocía ‘iguales’”, aunque la noción griega de igualdad era diferente de la nuestra; nada tenía que ver con los derechos naturales universales, ni suponía paridad de riqueza, talento o habilidad [8] . Se trataba más bien de una especial y artificialmente creada igualdad de estatus en cuanto ciudadanos. En consecuencia, ser ciudadano “no significa ni gobernar ni ser gobernado” [9] .

En tercer lugar, ciudadano en la polis significaba admisión a la “esfera de la libertad” pública, en tanto la esfera privada estaba regida por la necesidad –no sólo la dominación del amo sobre la familia y los esclavos, sino las “necesidades de la vida”, que incluso gobernarían al propio amo de no tener a otros que se las proveyeran [10] . El hogar era considerado el locus de la vida económica; era la unidad básica de producción, según lo sugiere la palabra griega para hogar, oikia, la raíz de nuestro vocablo “economía” [11] . Era el lugar propio del trabajo, de las actividades “relacionadas con el mantenimiento de la vida”, sostiene Arendt, tal y como las más directas necesidades de la función corporal y de la reproducción de la especie quedan debidamente relegadas en el ámbito privado [12] .

De ahí que a “ninguna actividad tendente sólo a ganarse la vida, al exclusivo sostenimiento del proceso vital, se le permitiera formar parte del ámbito político” [13] . Lo “económico” era “no político… por definición”, pues “todo lo meramente necesario o útil” tenía que ser “estrictamente excluido” del bios politikos, del reino de la libertad [14] .

Arendt es extremadamente ambigua acerca de si la libertad y la acción son posibles en el ámbito privado o sólo en el público [15] . Quizá su intención haya sido distinguir entre acción en general y gran acción o acción heroica, la que en cierto modo encarna la esencia de lo que por doquier es acción. La primera es característica de los seres humanos como tales, puede ocurrir incluso en la vida privada y en la social, e incluye quizá la conducta; la última está confinada al ámbito público y requiere una arena política. Por ello dice Arendt que, “para su pleno aparecer, la acción necesita el brillante fulgor un tiempo llamado gloria, y que es posible tan sólo en el ámbito público”, pues la excelencia “requiere por definición” la presencia de otros “como audiencia, y no sólo la presencia casual o familiar de inferiores o iguales a uno”, sino necesariamente “la formalidad de lo público, constituido por los pares de uno” [16] .

Esto nos conduce a la auto-revelación y a la búsqueda de gloria. La acción es la revelación y expresión del yo, de la singularidad humana. “Variaciones y distinciones” tienen ya lugar en formas inferiores de vida, “pero sólo el hombre puede expresar tal distinción y distinguirse él mismo”, al punto de “llegar a ser único” [17] . De modo que “al hablar y actuar, mostramos quiénes somos, revelamos nuestra singular identidad personal y única”, manifestando “’quién’ en contraposición a lo ‘que’ somos” [18] . Hacer objetos, aunque sean las obras de genios artísticos, no puede revelar lo singular de nuestro yo, prosigue Arendt, pues el creador siempre es más que la creación. Esto puede ser cierto también de cualquier acción particular: yo siempre soy más que esta o aquella acción que he hecho; mas la suma total de mis acciones, la historia de mi vida, sí dice quién fui [19] .

En ocasiones parece que dicha revelación pueda tener lugar en la vida privada; según Arendt, el amor –que sólo en el ámbito privado puede sobrevivir- tiene Sin embargo “un inigualable poder de auto-revelación”, de manifestar “quién… el enamorado puede ser” [20] . Además, en la vida moderna la gente se revela a sí misma “sólo en el terreno privado de la familia o en la intimidad de la amistad”, en tanto para el intelecto antiguo era el ámbito público el “reservado para la individualidad” [21] . “El hombre político” se caracteriza por lo que Arendt, siguiendo a John Adams, llama “la pasión por la distinción… un deseo de ser visto, oído, mentado, aprobado y respetado”, una pasión cuya “virtud” es el “deseo de sobresalir frente a otro” y cuyo vicio es “la ambición”, con su deseo “de poder como medio de distinción” [22] .

Aparte de la distinción, Arendt a veces da a entender que es la propia realidad lo que aquí está en cuestión. Pues “la aparición –algo que está siendo visto y oído por otros tanto como por nosotros mismos- constituye la realidad. Comparada con la realidad que promana de ser vistos y oídos, incluso las mayores fuerzas de la vida íntima… conducen a un tipo de existencia incierta, en penumbra” [23] . La restringida audiencia de familia y amigos, por tanto, sólo puede proveer una “realidad limitada” [24] .

Ello parece deberse en parte a que el ámbito público ofrece una pluralidad de perspectivas de las que carece el privado, y en parte porque dota de permanencia a los recuerdos.

Sólo el ámbito público, una especie de organización de los recuerdos, ofrece “la posibilidad de lograr algo más permanente que la propia vida”, una “inmortalidad” terrenal [25] . Las obras de arte, creaciones del genio individual, también son duraderas, pero, como vimos, no capturan en pleno al yo creador; el amor sí captura la esencia del yo, pero no ofrece permanencia.

Arendt afirma que en el mundo moderno los ámbitos público y privado han sido desdibujados y suplantados en gran parte por algo a lo que llama “sociedad”, o “lo social”, un “fenómeno relativamente nuevo cuyo origen coincide con el surgimiento de la época moderna”. Lo social, “estrictamente hablando”, no es “ni privado ni público” [26] . En términos generales, parece que el ámbito social tiene que ver con la economía, la producción y la necesidad, que eran privadas en el mundo antiguo; no obstante, lo social es colectivo, a gran escala e impersonal. Es un reino de uniformidad antes que de distinción personal; lo social impone “exigencias niveladoras”, y “el conformismo le [es] inherente”. Lo social contrasta con la pluralidad y singularidad que caracterizaron alguna vez la vida pública: “la sociedad exige siempre que sus miembros actúen como si fueran miembros de una familia enorme que tiene una única opinión y un único interés” [27] . La sociedad es también el reino de la “conducta”, y “excluye la posibilidad de la acción… imponiendo reglas innumerables y variadas tendentes en su totalidad a normalizar a sus miembros, a infundirles un patrón de conducta” [28] . A ello se debe que la sociedad haya hecho posible la estadística como ciencia social, que estudia las uniformidades del comportamiento que la sociedad exige e impone [29] .

La sociedad” ha “invadido” y “conquistado el ámbito público”, pero hay una ambigüedad significativa acerca de lo que precisamente tal victoria significa [30] . A veces se nos dice que la sociedad ha “destruido” el ámbito público: lo público “se desvanece” hasta casi “desaparecer para siempre” [31] . En otras ocasiones lo público se parece más a un lugar, el cual no ha sido destruido, sino ocupado, en la medida en que la sociedad desplaza al primer ocupante: lo político. En este segundo sentido, el ámbito público no tiene necesidad alguna de ser político, sino que dará cabida a cualquier actividad que una comunidad considere central y sea el foco de su atención. Así, en algunas ciudades antiguas y en la mayoría de las medievales la plaza pública se la apropiaban artesanos y mercaderes –homo faber, les llama Arendt-, comprometiéndose en una “conspicua producción” pública [32] . Más recientemente es al hombre como trabajador y consumidor, el animal laborans, al que “se le ha permitido ocupar el ámbito público” [33] . “En la medida en que el animal laborans permanece en posesión del mismo, no puede haber ningún ámbito público verdadero, sino sólo actividades privadas desplegadas al aire libre” [34] . Sólo que eso es precisamente lo que Arendt entiende por “sociedad”: ese “reino curiosamente híbrido en el que los intereses privados asumen significación pública” [35] .

La misma ambigüedad reaparece en la relación de lo social con lo político. Por un lado, son incompatibles, por cuanto lo político exige acción, mientras lo social la excluye. Pero por otro lado, Arendt también dice que, al debilitarse, el ámbito público deja tras sí ciertas formas políticas características precisamente de la sociedad –uno casi desearía decir “ciertas formas políticas no-políticas”-. Arendt habla de la reducción de lo político a “una esfera muy restringida del gobierno”, y de la reducción del gobierno, a su vez, a la administración. Arendt se refiere a la “burocracia” como “la forma más social de gobierno”. Menciona, asimismo, algo como la presión de los intereses de grupo sobre la política como “una forma perversa de ‘actuar en común’”, que sólo hace sobresalir a “quienes nada saben y nada pueden hacer” [36] .

En Sobre la revolución Arendt es más explícita respecto del significado de la intrusión de la sociedad en lo público, aceptando que “la cuestión social” pueda tratarse “mejor y más simplemente” como “la existencia de la pobreza” [37] . Decisivo para su punto de vista es la convicción de que, con anterioridad a nuestra época, el problema de la pobreza “no podía resolverse por medios políticos”. Sólo “el desarrollo de la tecnología y no el desarrollo de las ideas políticas modernas” ha logrado que los problemas de la pobreza sean solucionables para nosotros [38] . Para Arendt, tales problemas son “asuntos de administración, a depositar en manos de los expertos, más que cuestiones susceptibles de resolverse mediante el doble proceso de decisión y persuasión” [39] . Por consiguiente, “ninguna revolución ha solventado jamás la ‘cuestión social’ y… el entero registro de las revoluciones pasadas demuestra sin la menor duda que todo intento de dar solución a la cuestión social con medios políticos condujo al terror, y que es el terror lo que conduce las revoluciones a su fracaso” [40] .

Por qué ocurre eso? Arendt da dos explicaciones, una ontológica y otra psicológica o sociológica. Desde el punto de vista ontológico, según hemos visto, los asuntos económicos se oponen por definición a la libertad y a la capacidad para la acción. La pobreza es una “fuerza deshumanizadora… porque pone a los hombres bajo el dictado absoluto de sus cuerpos, es decir, bajo el dictado absoluto de la necesidad” [41] . Por eso, “cuando los pobres, llevados por las necesidades de sus cuerpos, irrumpen en la escena de la Revolución Francesa… la necesidad apareció con ellos, y el resultado fue que el poder del antiguo régimen se volvió impotente y la nueva república nació muerta” [42] .

Más concretamente, fue en particular una clase histórica de gente la que “hizo su aparición en la escena política”, y algo relacionado con ella fue lo que llevó la política a la ruina e hizo abortar la Revolución. “Fue el pueblo y no los problemas económicos y financieros generales lo que estaba en discusión, y el pueblo no se entrometió, sino que irrumpió en la esfera política. Su necesidad era violenta y, por así decir, pre-política”, y por consiguiente destructiva de la política.

Paragonadas con los sufrimientos inmensos de la inmensa mayoría del pueblo, la imparcialidad de la justicia y de la ley, la aplicación de reglas idénticas a quienes dormían en palacios y a quienes dormían bajo los puentes de París, era como una burla” [43] . Esa “multitud que apareció por primera vez a plena luz del día” en la Revolución Francesa, “fue de hecho la multitud de los pobres y los oprimidos, a quienes los siglos anteriores habían mantenido ocultos en la oscuridad y en la vergüenza”, en el ámbito privado del hogar. El ámbito público tenía ahora que “ofrecer su espacio y su luz a esa inmensa mayoría, que no son libres debido a que se dejan conducir por las necesidades cotidianas” [44] .

De las ideas que hicieron la Revolución, “la noción y el gusto de la libertad pública” fueron “lo primero en desaparecer”, afirma Arendt citando en parte a Tocqueville, “por cuanto fueron incapaces de resistir el asalto de la miseria a la que la Revolución había dado vía libre” [45] . Una vez “expuestos” los sufrimientos del pobre a la luz pública, “fue la furia y no la virtud” lo que hizo su aparición, pues “la furia es de hecho la única forma en la que la desgracia puede llegar a ser activa” [46] .

Así pues, para Arendt, dado que la acción política no puede solventar los problemas económicos, y que la miseria puede activarse sólo en modo destructivo, parece que lo mejor para el pobre y el trabajador es permanecer al margen de la esfera pública. Como las mujeres, pertenecen al hogar y han de ocuparse del cuerpo: “Desde los inicios de la historia hasta nuestros días ha sido siempre la parte corporal de la existencia humana lo que requirió permanecer oculto en lo privado. Ocultos estaban los trabajadores, quienes ‘satisfacían con sus cuerpos las necesidades (corporales) de la vida’, y las mujeres, quienes garantizaban con su cuerpo la supervivencia física de la especie… El hecho de que la edad moderna emancipara a las clases trabajadoras y a las mujeres más o menos en el mismo momento histórico ha de contarse, desde luego, entre las características de una época que ha dejado de creer que las funciones corporales y las ocupaciones materiales deberían permanecer ocultos” [47] . Sin embargo, sabemos que, al decir de Arendt, las ocupaciones materiales (como también las funciones corporales) han de excluirse del ámbito público; de ahí que un fragmento como el anterior obligue a uno a preguntarse si ella alberga también sus dudas acerca de la “emancipación” de los trabajadores y las mujeres.

Es posible que Arendt defienda doctrina tan despreciable: la que niega la posibilidad de libertad, de una vida realmente humana, e incluso de la realidad, a todos salvo a un puñado de varones que dominan a todos los demás y les excluyen mediante la violencia de todo privilegio? Y cuando excluidos y miserables entran en la historia, ¿es posible que Arendt les condene por su furia, por su nulo respeto de la “imparcialidad de la justicia y de la ley”? ¡Imparcialidad!, ¡Justicia! ¿Dónde estaban esos principios cuando la inmensa mayoría era relegada a la vergüenza y a la miseria? En esta interpretación, la exclusión de “todo lo meramente necesario o útil” de la vida política significa simplemente la exclusión de los explotados por sus explotadores, quienes pueden afrontar no discutir sobre economía y dedicarse a “asuntos más elevados”, dado que viven a costa del trabajo de los otros.

No obstante, se trata aquí más de un error que de injusticia. Creo que bajo esta interpretación uno ni siquiera puede hacer inteligible la política; ni los beneficiarios de la misma obtendrían ningún beneficio real. Para aclarar lo que quiero decir, formulemos dos preguntas a Arendt: ¿qué mantiene a estos ciudadanos juntos en un mismo cuerpo político? ¿Y de qué hablan cuando están juntos, en esa conferencia interminable, en el ágora?

En cuanto a lo que unifica a la ciudadanía, Arendt reconoce que su concepto de acción pública “subraya el impulso hacia el auto-desvelamiento a expensas de los restantes factores”, y que por lo tanto “es sumamente indivualista” [48] . Ciertamente, para los griegos el ámbito público “estaba permeado por un espíritu ferozmente agonal, en el que cada uno tenía constantemente que distinguirse a sí mismo” a fin de probar “que era el mejor de todos” [49] . Pero asimismo lo que más generalmente caracteriza al ciudadano es “la convicción de que lo más grande que el hombre puede lograr es su propia aparición y realización” [50] . Evidentemente, lo que mantiene juntos a estos ciudadanos competitivos es que cada uno necesita a los demás de audiencia, como medios para su fin personal. La polis, dice Arendt, “tiene una doble función” para los griegos; supuestamente debía “multiplicar las ocasiones de ganar ‘fama inmortal’, es decir, para multiplicar las oportunidades para cada uno de distinguirse a sí mismo”; y, en segundo lugar, se suponía que debía “ofrecer un remedio a la futilidad de la acción y del discurso”, para aumentar la probabilidad de que la grandeza se recordase permanentemente [51] . Era en aras de esa oportunidad, y por amor hacia el cuerpo político que los hizo posibles, por lo que cada uno estaba dispuesto a compartir las cargas… de los asuntos públicos” [52] . Sin embargo, esta actitud no se limita a los griegos, pues cuando Arendt se pregunta explícitamente por la “fuerza” que mantiene juntos a los ciudadanos en general, su respuesta consiste en la tradicional y del todo improvisada invocación de la teoría del contrato social. Cada uno ve su propia ventaja en estar unido a los demás, y por consiguiente él mismo se vincula a ellos por medio de “la fuerza de las promesas o los contratos mutuos” [53] .

Esta es una enseñanza sorprendente para una pensadora cuya entera doctrina parece en otros aspectos una permanente crítica del cálculo utilitarista del interés propio, que todo lo reduce a lo “meramente necesario o útil”, y en particular de tratar a los seres humanos como medios para los fines privados, “como uno trata otro ‘material’” [54] . Los ciudadanos de Arendt parecen no menos egoístas que cualquier “hombre económico racional”.

Y de qué hablan los ciudadanos, en el ámbito público, cuando cada uno intenta distinguirse? Los asuntos económicos están excluidos, tanto ontológica como funcionalmente, pues la intrusión de “lo social” destruiría la genuina vida pública. Para los griegos, al menos, hacer leyes estaba también excluido, pues consideraban la legislación como una tarea pre-política, un tipo de construcción análogo al de levantar una muralla de la ciudad, generalmente llevado a cabo por un legislador individual que ni siquiera sería un ciudadano utilizando el edificio público que él construyó [55] . Los griegos deliberaban mucho sobre artes militares, mas está claro que no es esto lo que Arendt aconsejaría en nuestro caso. Pero entonces, ¿qué contenido del discurso y de la acción políticos imagina Arendt? ¿Y por qué es esta cuestión tan difícil de responder en base a sus escritos?

La economía ha de excluirse porque atiende a las necesidades del cuerpo, y el cuerpo es una amenaza para la grandeza y la libertad humanas, algo vergonzoso que ocultar en la oscuridad íntima. La vida pública, por el contrario, es la búsqueda de la inmortalidad secular, la esperanza de ser recordado después de muerto, de modo que nuestro nombre y nuestra fama nos sobrevivan. Sin embargo, dado el curioso vacío de contenido que caracteriza la imagen de la esfera pública de Arendt, resulta difícil entender por qué esa fama inmortal debería ser tan importante y atractiva. Una cosa es tener esperanzas de inmortalidad celestial, pero la terrenal e inmortal fama que Arendt tiene en mente no parece buena cuando uno está muerto. ¿Por qué debería poner empeño –y tanto empeño- en que mi nombre y mis actos se recuerden una vez muerto y desaparecido?

Los ciudadanos de Arendt empiezan a parecer a niños clamando atención (“¡Miradme, soy el mejor!”. “¡No, miradme a mí!”), y deseando que se les confirme su coraje, su valor y aun su realidad. (No asombra que se sientan irreales: han dejado sus cuerpos tras sí, en el ámbito privado). Aun siendo mujer, hay mucho de machismo en la visión de Arendt. Incapaces de afrontar su mortalidad y vulnerabilidad física, los hombres que describe se esfuerzan sin cesar por llegar a ser sobrehumanos, y al entender que esa meta es irrealizale requieren confirmación incesante de los otros ante su ansiosa desilusión.

Sin embargo, ¿es realmente esto lo que Arendt pretende? ¿Por qué debería ella minar así su propio esfuerzo para salvar la vida pública y política?

III
A fin de descubrir qué fue mal en la exposición arendtiana de la vida y la acción públicas, comparemos sus ideas con las de Aristóteles, sobre quien tan a menudo discurre. La identificación de Arendt de la vida pública con la política, de ambas con la acción, y de las tres con lo distintivamente humano, deriva claramente de Aristóteles. “El hombre es un animal político”, enseña Aristóteles, una criatura que alcanzará sus máximas capacidades naturales sólo como ciudadano de la polis [56] . Aristóteles insiste, como Arendt, que la política es una relación entre pares que participan en el autogobierno, bien que la igualdad de los ciudadanos presuponga también diversidad y pluralidad entre ellos [57] . Como Arendt, también, distingue acción de fabricación, y asocia la acción y la política con la libertad; aunque Aristóteles permite tanto la acción privada como la libertad privada [58] . También diferencia las relaciones políticas de las del hogar, siendo ocupación de éstas la “propiedad” y las “condiciones necesarias” para la vida, mientras es cometido de aquéllas “la vida buena” y “la virtud” [59] . Lo que en definitiva diferencia a la asociación política de las tribus, alianzas y demás agrupaciones es “el espíritu de interacción (de los miembros)” [60] .

Todo ello guarda un gran parecido con la opinión de Arendt. Pero hay una diferencia crucial: la discusión de Aristóteles de la vida pública y política apenas si menciona el esfuerzo agonal por distinguirse uno mismo ante sus pares y volverse inmortal. En efecto, para Aristóteles “la ambición… es peligrosa para los Estados”, y el individuo destacado es una amenaza para la igualdad de los pares y “el espíritu de amistad” del que “depende la comunidad” política [61] . La exposición aristotélica, pues, no hace surgir, como sí hace la de Arendt, un sentido de ansiedad y de esfuerzo egoísta de los ciudadanos.

Por el contrario, para Aristóteles, lo que hace valiosa la actividad política, lo que mantiene unida una polis y vuelve a los ciudadanos (en palabras de Arendt) “más o menos predispuestos a compartir la carga… de los asuntos públicos” es la justicia. La justicia es “el bien” que se persigue en la política, y por ende el mayor de los bienes (humanos) y “el que más se persigue”. La justicia “pertenece a la polis”, pues es una “ordenación de la asociación política” y “consiste en aquello que tiende a promover el interés común” [62] . La capacidad de justicia, además, ayuda a distinguir al hombre de los animales; pues dicha capacidad está directamente vinculada a los dos modos como Aristóteles define al hombre: como criatura política y como criatura caracterizada por el logos –o sea: lenguaje, discurso, racionalidad. La argumentación de la Política al respecto, aunque muy condensada, es también muy poderosa: la razón por la que un hombre es una criatura de la polis ha de conectarse con el hecho de ser una criatura dotada de logos, pues “la naturaleza… no hace nada en vano”. El lenguaje “sirve para afirmar lo que es ventajoso o nocivo”, y por lo tanto “lo que es justo y lo que es injusto”. De este modo, sólo el hombre entre los animales “posee la percepción del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de otras cualidades semejantes; y es la asociación en (la percepción común de) tales cosas lo que constituye una familia y una polis” [63] .

La idea de justicia, central para Aristóteles, está llamativamente ausente de la, por lo demás, estrechamente paralela exposición de Arendt. Más aún, si bien para Aristóteles la política y la justicia tienen que ver con lo recto y lo incorrecto, con la moralidad y la virtud, también tienen que ver con el privilegio económico y el poder social. Sus exposiciones, no sólo las relativas al conflicto y al desorden civil, sino también las de las diversas formas de regímenes rectos, están atravesadas por consideraciones acerca de la riqueza, el estatus y las relaciones de clase. La economía está implicada entre los requisitos para ser un miembro cívico de la comunidad, en la estabilidad política, en la diversidad de constituciones, como también en las consecuencias de todo acto político. Naturalmente, la riqueza no es el objeto o propósito de la política, pero sin duda es un asunto permanente de la vida política; y la justicia no puede dejar de lado los aspectos económicos.

IV
Para una teórica política de su estatura y rango, Hannah Arendt tiene notoriamente poco que decir sobre la justicia. Ciertamente, y al contrario de Aristóteles, no reservó un lugar central al concepto en su pensamiento político; en sus obras abstractas de teoría política raramente usó la palabra [64] . Ello no se debe a que se opusiera a la justicia o la considerase algo trivial, sino a su determinación por salvar el ámbito público y la libertad política. Si la justicia se volviese parte de la vida pública y política –y mucho más si fuera su centro-, Arendt temía que arrastrara consigo las peligrosas consideraciones económicas y sociales, al pobre, hambriento y exaltado, que destrozaría lo que debía salvarse.

En los términos de la tipología introducida más arriba, el cometido básico de Arendt era claramente la tercera dimensión, en su aspecto sustantivo más que en el meramente formal: el auto-gobierno compartido de una comunidad libre, el bios politikos. Pero para protegerla se sintió constreñida a romper con la segunda dimensión, la de las condiciones económicas y sociales que estructuran la vida de los ciudadanos, asunto en parte suyo. Lo público ha de ser valorado por sí mismo, no degradado a mero medio de un fin menor. Como dice Tocqueville, “quien busca en la libertad algo más que ella misma ha nacido para ser esclavo” [65] . Pero como resultado, Arendt más de una vez dio la impresión de que tan sólo se ocupaba de la primera dimensión del ámbito público: la publicidad, el esfuerzo competitivo en pro de una imagen pública memorable. En consecuencia, el modo en que intentó proteger y revitalizar lo público tan sólo logró volver incomprensible su genuino valor para nosotros. Más en concreto, al proscribir la justicia de su visión política, Arendt se negó a sí misma la que bien pudo ser el arma más poderosa a favor de su causa.

La ironía es aún más visible en relación con su concepto de acción. Mientras que el ámbito público se halla amenazado por lo social, la acción se ve amenazada por un par de actitudes o estados de la mente inapropiados, ambos en conexión con lo social: las actitudes de adecuada utilidad y de pensamiento como “proceso”.

La preocupación por la utilidad adecuada es característica de la mentalidad del homo faber. Es la actitud de la eficiencia técnica, la búsqueda práctica de los medios más idóneos para el fin concebido. Aplicada a los asuntos humanos y a la acción, nos predispone a vernos y tratarnos como objetos, como medios para nuestros fines privados. El pensamiento técnico nos hace concentrarnos sobre los medios; estrecha nuestra visión al punto de olvidar nuestra responsabilidad por los fines, la necesidad de deliberar sobre los mismos con los demás actores. Dicha perspectiva tiende a ser reduccionista y a destruir el significado, la significación simbólica y las relaciones humanas, sumiendo nuestras vidas en un vacío [66] .

La otra actitud inapropiada para la acción, el pensamiento como “proceso”, es la mentalidad del animal laborans. Se trata en esencia de la convicción de que somos productos desamparados de fuerzas causales, históricas o sociales, que nos privan de toda elección o capacidad de iniciativa. Su peligro para la acción y la política es palmario: nos hace pasivos, inconscientes tanto de nuestras opciones como de nuestras responsabilidades. Si a la mentalidad técnica se la asocia con “el hombre económico racional” y el motivo del beneficio, con la política dominada por el interés del ‘quién da qué, cuándo, dónde y cómo’, al pensamiento como “proceso” se le asocia con el determinismo económico marxiano y con el totalitarismo, la predisposición a sacrificar a millones de seres humanos en nombre de la necesidad histórica. Así, para Arendt, ambos modos de pensamiento inapropiados para la acción están vinculados con la cuestión económica y la cuestión social, con la necesidad de alternativas tanto para la dictadura comunista como del liberalismo y sus intereses sectoriales.

Para protegerse de los peligros gemelos de la conveniencia y el proceso, Arendt enfatiza de continuo la autonomía de la acción, y aspira a divorciarla de todo tipo de motivos, propósitos, condiciones previas y consecuencias. Pues al pensar la acción como emprendida en aras de algún resultado específico, práctico, podríamos juzgarla y considerarla en términos de adecuación, utilitarios. Y si la pensamos como producto de alguna condición o intención previa, podríamos considerarla como parte de una cadena causal y perder de vista su naturaleza de libre [67] .

El propósito de Arendt es trasladarnos del proceso y la adecuación a la posibilidad de gloria, de grandeza. Y la “grandeza”, que Arendt identificó con “el significado específico de cada acto, sólo puede residir en la ejecución misma, y no en su motivación o su éxito” [68] . Mas aparte de oscuro, ese modo de conceptuar la acción es contraproducente. Pues, en primer lugar, una acción conectada a nada que la preceda o continúe parece arbitraria y sin sentido. Y, en segundo lugar, apelar al heroísmo o la gloria desvinculándose de todo criterio de rectitud que trascienda al individuo está destinada, en el mejor de los casos, a mera pose; y en el peor, a violencia y guerra.

Nada podría estar más alejado de las intenciones de Arendt, quien desprecia explícitamente toda auto-exhibición fatua y banal [69] . Cualquiera que se esfuerce de manera deliberada por crear una imagen propia está abocado al fracaso; y cualquier sociedad en la que algo así esté ampliamente difundido queda incapacitada para la vida pública [70] . Donde todos anden haciéndose propaganda mutua, nadie puede confiar en lo que otro diga, por lo que el poder “revelador” del lenguaje se perderá [71] . Pese a manifestaciones en contrario, Arendt apostaba de hecho por el auto-desarrollo y no por la auto-exhibición; su objetivo era la “realización” o el hacer “patente” “el yo latente” del actor [72] . Era consciente, además, de que todos los seres humanos, pobres incluidos, están capacitados para la acción y la ciudadanía [73] . De ahí que ella misma reconociera ocasionalmente que “forzar a una parte de la humanidad a la oscuridad del sufrimiento y la necesidad” para que otra parte pudiera ser libre es “injusticia violenta”, y que al menos ciertos líderes de la Revolución Francesa actuaron movidos por “un sentido profunda y constantemente frustrado de justicia” [74] .

Tampoco puede haber sido Arendt tan hostil al cuerpo y al hogar, “las preocupaciones de las mujeres”, como a menudo daba la impresión; después de todo, ubicó su obra magna en un marco de solicitud por el cuerpo de nuestra “Tierra, que fue la madre de todas las criaturas vivientes bajo el cielo”, de preocupación por si a través de nuestra ciencia importamos “procesos cósmicos” a “la naturaleza… terrestre incluso con el obvio riesgo de destruirla” [75] .

Ni puede Arendt desconocer la gran importancia que para la política hayan revestido siempre los asuntos sociales y económicos, incluso en la polis. En efecto, ella insistía en que el reino público sólo alcanzaría estabilidad si los ciudadanos se relacionaban unos con otros por algún asunto subjetivo tangible, “los objetos –las construcciones, herramientas y artefactos… que configuran nuestro mundo”-. Por medio de tales objetos, que después de todo constituyen la riqueza y los medios de producción, aunque Arendt no lo diga así, el ámbito público “nos reúne” en modo ordenado, “previene que nos desplomemos sobre los demás, por así decir”. Ese mundo de cosas en el que estamos interesados es un medio tangible que relaciona “a quienes lo tienen en común, del mismo modo que una mesa está situada en medio de quienes se sientan en torno a ella”. Lejos de estar amenazados por preocupaciones e intereses mundanos, el ámbito público los requiere, y “la mayoría” de las acciones tienen “que ver con alguna realidad mundana objetiva”, con algún interés [76] .

Así pues, quizá no se trate de un asunto subjetivo particular, ni de una particular clase de gente, sino de una particular actitud contra la cual el ámbito público ha de ser protegido -Aristóteles hubiera dicho un inapropiado “espíritu de interacción”-. Quizá haya de identificarse a un “trabajador” no por su modo de producir, ni por su pobreza, sino por su punto de vista orientado “a modo de proceso”; quizá se halla “guiado por la necesidad” no objetivamente, sino porque se ve a sí mismo como guiado, inadecuado para la acción. Son numerosos los textos que avalan lectura semejante [77] . Arendt tenía plena conciencia de que “lo social” era llevado hasta el ámbito público menos por medio del pobre “guiado” que por sus bien nutridos líderes, movidos por la piedad y, en el caso de la burguesía, por la ansiedad y la codicia [78] . Y de que los pobres mismos llegaban a ser activos políticamente no cuando la necesidad objetiva conducía a la mayoría, sino justamente cuando llegaban a ver su sufrimiento redimible al retroceder los límites de la necesidad [79] . A ello se debe que las mismas asociaciones populares que durante la Revolución Francesa formularan “violentas demandas” de “medios de subsistencia” y de “felicidad” fueran también, empero, genuinas “manifestaciones de libertad y espíritu público”, inaugurando “un nuevo tipo de organización política” en grado de permitir a la gente común convertirse en “participantes en el gobierno” [80] .

V
Ninguna interpretación sobre política o sobre el ámbito público puede tener razón si los vacía enteramente de contenido sustantivo, de lo que está en juego. Ninguna interpretación semejante puede desplegar su potencial seriedad y valor ante nosotros, ni decirnos lo que son correctamente. La vida política no es ningún deporte para el ocio de los aristócratas, en el que puedan cultivar su honor o desplegar su valor. Es la actividad mediante la cual grupos de gente relativamente amplios y permanentes determinan lo que colectivamente quieren hacer, fijar cómo desean vivir juntos y decidir su futuro en la medida de lo posible. En este sentido, la vida pública es extremadamente seria e importante, y potencialmente de gloria sin par. Pero nunca acaece en abstracto, desprovista de contenido; siempre afecta a la vida de gente real.

Sin embargo, Arendt tiene seguramente razón al temer la destrucción de la libertad política en nuestra época, y al vincular dicho peligro a nuestros modos de pensar sobre la vida pública. Así, nuestra tarea consiste en encontrar un modo de conceptuar lo público que asiente sus raíces en las necesidades humanas y en sus consecuencias para el poder, el privilegio y el sufrimiento, mas sin caer en los peligros que Arendt teme. ¿Cabría reconocer, por ejemplo, la centralidad de las cuestiones económicas y sociales para la vida pública sin reducir la libertad política a un mero maniobrar competitivo en aras del beneficio privado, o bien a mero resultado de algún proceso social inevitable? El concepto de justicia, creo, sería central en semejante tarea teórica, pues la justicia tiene que ver precisamente con las conexiones entre beneficio y derecho, utilidad y significado, aspiración privada y quehacer público.

Permítaseme esbozar ese alternativo modo de pensar, tangente en muchos puntos a la doctrina de Arendt. Más que ninguna otra especie, los seres humanos son productos de su sociedad. Al haber nacido más desamparados, menos desarrollados que los demás animales, el modo como nos desarrollemos depende más de nuestro medio ambiente de lo que es cierto para los otros animales. Al ser animales que utilizamos herramientas que actúan extensivamente sobre nuestro mundo, y al ser animales que utilizamos el lenguaje no sólo para comunicarnos, sino para conceptuar de manera abstracta, el “medio ambiente” que tan profundamente condiciona nuestro desarrollo también varía enormemente de una sociedad a otra, y de una época histórica a otra. Soy de lejos mucho más diferente de una mujer del antiguo Egipto de lo que lo es mi gato del suyo. Somos criaturas culturales.

Pero puesto que la cultura que nos modela es ella misma hecha y modificada por seres humanos (de hecho, la cultura no material simplemente consiste en la actividad de sus miembros), somos también los creadores de la cultura. Naturalmente, esto es lo que se entiende por la expresión de que “el hombre se hace a sí mismo”. Todas las especies producen a su prole, y así a la especie, pero los seres humanos también producen una gran parte de las condiciones que nos modelan. Durante la mayor parte del tiempo, en la mayoría de los aspectos de la vida, producimos aquellas condiciones sólo como involuntarios resultados de lo que estamos llamados a hacer. Cada uno de nosotros tiene una vida privada con sus necesidades y objetivos, y de la incontrolada intersección de millones de esas vidas emergen las condiciones sociales y el proceso histórico. A veces, intentamos en cuanto individuos pensar públicamente, adaptar nuestras acciones privadas a patrones más amplios que observamos en nuestra sociedad. Pero sabemos que para la mayoría de nosotros esos actos privados y aislados no producirán diferencia alguna. Naturalmente, en nuestra vida privada no somos todos igual de impotentes; hay algo así como un poder privado, y en algunas sociedades puede ser realmente grande. Sólo que está dirigido hacia objetivos privados, parciales, y sin coordinar con otros poderes e intereses. Cuando el poder privado llega a ser suficientemente grande, puede incluso servir de contrapeso y controlar el formalmente definido ámbito público, hacer de hecho política para la entera sociedad en aras del interés privado y bajo el control de unos pocos.

Para ser claros, el poder que es formalmente público puede también ejercerse por unos pocos en interés de una parte de la sociedad. Lo que distingue a la vida pública es su potencial para tomar decisiones no meramente en nombre de la entera comunidad, sino de hecho por esa comunidad colectivamente, mediante la acción política participativa, y en aras del interés común. Lo que distingue a la vida pública, pues, no es la importancia de sus consecuencias sustantivas para mucha gente, pues eso podría ser verdad para el poder privada a amplia escala, la actividad económica o las prácticas de crianza de los niños. Lo que distingue a la política, como Arendt y Aristóteles dicen, es la acción –la posibilidad de una intervención compartida, colectiva, deliberada y activa sobre nuestro destino, en lo que de otro modo sería el resultado de decisiones privadas. Sólo en la vida pública podemos ejercer conjuntamente, en cuanto comunidad, la capacidad humana de “pensar lo que estamos haciendo”, y tomar a nuestro cargo la historia en la que todos sin cesar nos vemos metidos por dejadez e inadvertencia [81] .

No todas las sociedades tienen vida pública en este sentido. El desarrollo de la mayor parte de los aspectos de la vida social se abandona a la deriva y al poder privado. Es probable que muchas actividades sólo en tal modo puedan resultar exitosas. Pero la promesa distintiva de la libertad política sigue siendo la posibilidad de una genuina acción colectiva, de una entera comunidad modelando consciente y conjuntamente sus normas de conducta, su modo de vida. Desde tal perspectiva, decir que somos animales políticos es decir que disponemos del poder de hacernos cargo de las fuerzas que nos modelan y limitan, y que nuestro pleno desarrollo como seres humanos depende de que ejercitemos dicho poder. Sólo la ciudadanía nos capacita para hacernos cargo y tomar la responsabilidad de las fuerzas sociales que de otro modo dominarían nuestras vidas y limitarían nuestras opciones, aun cuando las produzcamos. Una familia u otra asociación privada puede inculcar principios de justicia compartidos en una comunidad, pero sólo como ciudadanía pública podemos conjuntamente hacernos cargo y responsabilizarnos de tales principios.

Kant sugiere algo similar en su concepción de la autonomía moral, a saber: que no somos actores morales maduros hasta que no nos auto-gobernemos y aprendamos a responsabilizarnos no sólo de nuestras acciones, sino también de las normas y principios en virtud de los cuales actuamos [82] . En la medida en que sólo la costumbre o la tradición orienten nuestras vidas, y seamos inconscientes de la implícita elección que enmascaran, hay una parte de nosotros mismos en cuanto actores en el mundo que nos pasa desapercibida y de la que no estamos reconociendo nuestra responsabilidad.

Kant habla aquí incluso de “legislación”, pero lo hace en sentido metafórico [83] . Podemos hacer leyes o reglas para nuestra vida privada, al igual que podemos inventar lenguajes privados; pero es porque hay ya cosas tales como reglas y palabras, actividades como legislar y hablar, que son originaria y primariamente interpersonales. La ciudadanía aristotélica va más allá del concepto de autonomía moral de Kant: no se ocupa tan sólo de la legislación metafóricamente promulgada por los individuos, sino de la experiencia fáctica de hacer, aplicar y modificar las normas que rigen la vida de la comunidad a través de la deliberación, el debate y la acción públicos.

Es la experiencia la que nos enseña la justicia y el juicio político. Lo que ha de aprenderse aquí no es únicamente la reciprocidad –que soy una más entre muchas otras personas como yo-, sino también cómo hacer reglas y normas de conducta generales con otros que tienen opiniones e intereses distintos. Lo que está aquí en juego no son ya meras máximas generales de carácter hipotético, sino reglas y normas de conducta fácticas que otros harán cumplir y bajo las que todos deberemos vivir. Aquí no se trata, como para convertirse en agente moral, de relacionar “yo” con “tú”, o incluso “yo” con “ellos”, sino de relacionar “yo” con “nosotros” en un contexto en el que muchos otros yoes aspiran también a ese “nosotros” –aspiraciones que no sólo he de tener en cuenta cuando legislo, sino aspiraciones a compartir igualmente conmigo el legislar. En ese proceso, yo no sólo aprendo sobre los otros, y por ende sobre la comunidad, sino también sobre mi propia apuesta personal en dicha colectividad, mi apuesta por ser un miembro de la misma y por las condiciones de mi membresía. Y yo aprendo eso en un contexto de responsabilidad, no de manera abstracta, a través del pensamiento, sino en la acción, con sus amplias y tangibles consecuencias.

Y con todo la responsabilidad es, y ha de ser, compartida. Al contrario que en la metafórica legislación de la moralidad kantiana, la acción política tiene que mirar no sólo por la rectitud, sino también por la efectividad, y puede en general ser recta sólo si es a la vez efectiva. En la vida pública, rectitud y conveniencia están entrelazadas de manera inextricable. Cierto, la política es competitiva y conflictiva, y tiene consecuencias para los relativos beneficios y cargas de los diferentes miembros de la comunidad. Componer tales conflictos es el para qué y el ser de la política. Pero naturalmente, la política tiene también que ver con la definición del estatus, el poder y el privilegio relativos, lo cual define también la naturaleza de nuestra comunidad y las normas y principios por los que debemos vivir. Al decidir sobre la perenne cuestión política ‘qué debemos hacer’, estamos inevitablemente decidiendo al mismo tiempo tanto lo que cada uno de nosotros desea obtener como lo que nosotros, en cuanto comunidad, queremos ser.

Así, Arendt está en lo cierto: el yo está mucho más en juego en la vida pública, y un estrecho cometido en aras de la conveniencia y del beneficio ocultará la más importante consideración del todo. La grandeza y la gloria humanas –y la justicia- hallan su locus último en el ámbito público. Pero mis conciudadanos son menos una audiencia ante la que intento presentar una imagen memorable de mí mismo, que co-actores en la autodefinición colectiva, y determinan junto conmigo no nuestra imagen, sino qué debemos ser, por qué debemos estar.

Pero la ciudadanía y la vida pública no pueden hacer tales cosas a menos que en ellas estén en juego intereses auténticos, a menos que las consecuencias de lo que hacemos en verdad nos importen, y a menos que seamos realmente conscientes de tales intereses y consecuencias. Ni siquiera estaremos listos para corregir la deriva de las fuerzas sociales a menos que las percibamos como son en realidad, y deliberemos sobre ellas en nuestros foros públicos. En la medida en que el ciudadano de la polis materialmente no ve a los esclavos y las mujeres en derredor suyo, no les cuenta como personas iguales a él, no se conocía a sí mismo ni a su comunidad debidamente, y no era justo. Nuestra vida pública es una forma vacía –en el mejor de los casos, una distracción insensata para unos pocos, en el peor una máscara hipócrita y odiosa del privilegio- a menos que combata activamente la dejadez azarosa y el poder social privado que modelan las vidas de la gente. Según aprendimos de las complejidades del pensamiento de Arendt, apelar al heroísmo sin más fin deviene fatua vanidad, al igual que la codicia y la necesidad no transformadas por consideraciones de justicia y comunidad debilitan y acarrean peligros. No es cuestión de desterrar el cuerpo, cometido económico, o la cuestión social de la vida pública; no será así como nos desembaracemos de su poder, sino que sólo empobreceremos la vida pública.

No es separar lo que necesitamos aquí, sino unir. Es la conexión lo que importa la transformación de las condiciones sociales en cuestiones políticas, de la necesidad y del interés en cuestiones de principios y justicia. Lejos de excluir la cuestión social como indigna de la vida pública necesitamos convertirla en política, a fin de hacer de ella un asunto de la acción y la dirección humanas. Para la vida pública, el peligro no proviene de admitir en ella la cuestión social, sino de no conseguir transformarla en actividad política, de permitir su entrada con “espíritu” equivocado.

No es ésa una meta a conseguir de una vez y para siempre, sino una tarea infinita, larga cuanto la vida; lo que nos hace humanos es la actividad en sí, no sus metas. Lo que importa es aprender a hacer y hacer repetidamente la transición de lo privado a lo público, del yo limitado a la membresía compartida en la comunidad.

Ahora bien, es precisamente la justicia y otros conceptos relacionados, proscritos por Arendt por vincular la moralidad a la conveniencia, lo que nos capacita para llevar a cabo esa transición de lo privado a lo público, del “yo” al “nosotros”. Echemos una breve ojeada a dos de las formas que dicha transición a través de la justicia puede adoptar; una puede considerarse como salvaguarda frente a los peligros de la conveniencia y la utilidad técnicas; la otra como remedio para el pensamiento como proceso y la apatía.

La primera perspectiva, la mentalidad del homo faber, nos caracteriza cuando llegamos a la política con nuestro interés privado firmemente en puño, deseando por todos los medios sacar por fuerza todo lo que podamos del sistema. Se trata de una condición común, pues lo privado es inmediatamente visible en nuestra vida diaria y en las relaciones cara a cara. Pero la participación real en la acción, la deliberación y el conflicto políticos nos pueden aclarar nuestras conexiones más lejanas e indirectas con los demás, el significado a largo plazo y a amplia escala de lo que deseamos y estamos haciendo. Inmersos en la vida pública por necesidades, temores, ambiciones o intereses personales, nos vemos obligados en ella a reconocer el poder de los otros y a apelar a sus criterios, incluso cuando intentamos hacerles reconocer nuestro poder y nuestros criterios. Nos vemos obligados a encontrar o crear un lenguaje común de proyectos y aspiraciones, no sólo a vestir nuestros puntos de vista privados con el disfraz público, sino a hacernos nosotros mismos concientes de su significado público. Nos vemos obligados, como mostrara Joseph Tussman, a transformar el “yo deseo” en “estoy autorizado para”, una aspiración que deviene negociable bajo criterios públicos [84] . Durante el proceso aprendemos a pensar sobre los propios criterios, sobre nuestra apuesta en la existencia de criterios, de justicia, de nuestra comunidad, incluidos los de nuestros oponentes y enemigos en la comunidad; al punto que, tras eso, hemos cambiado. El hombre económico se hace ciudadano.

La segunda versión de la transición tiene que ver con los oprimidos alienados y apáticos, que no se acercan a la política con su interés personal firmemente en puño, sino que sufren en privado, quizá furiosos y con un resentimiento difuso dirigido tanto contra sí mismos como contra cualquier otro. Suya es esa especie de transformación a la que alude C. Wright Mills: lo que fuera aceptado como problema personal llega a ser visto como asunto público viable, como una cuestión de justicia. Aquí nos topamos con el ama de casa que aprende por vez primera que no está sola en su miseria y su aburrimiento, que eso que la perturba es parte de una estructura social susceptible de modificación. Aquí hallamos también al pobre, quien, como en la Revolución Francesa, puede llegar a ver su situación como un producto humano en lugar de meramente natural, como algo impuesto y modificable, y por lo tanto injusto. Así devienen, según hemos dicho, politizados. Su inarticulado y quizá en privado impronunciado “¡No!” se convierte en reivindicación: “¡A nadie debe tratarse en tal modo!”. La transformación libera la pasión, como Arendt temía, pero también alista la pasión en la causa de los principios, de la justicia, de la comunidad.

En ambos modelos de transición descubrimos conexiones con los demás y aprendemos a preocuparnos por tales conexiones, aprendemos que lo que nos preocupa está arraigado en las relaciones sociales. Y descubrimos así el valor que tienen para nosotros nuestras instituciones públicas, la justicia y los principios, la reciprocidad y la acción política. Aprendemos durante el proceso que somos diferentes de lo que habíamos pensado, que nuestros intereses son distintos de los que creíamos. Descubrimos hasta qué punto nuestra membresía nos ayuda a definirnos, y el placer de llegar a ser activos en relación con ella junto con los demás. No sólo aprendemos que cabe reivindicar la justicia en aras de algún beneficio privado, sino también, y lo que es más importante, que nosotros mismos tenemos necesidad de una justicia imparcial, que lo que cuenta como beneficio o pérdida, lo que cuenta como parte de nosotros mismos, depende de nuestra membresía, de a quién llamamos “nosotros” y de lo que llamamos “justo”.

En cierto modo, la teoría política siempre tuvo que ver con esa transición de lo privado a lo público, y con la relación entre lo personal y lo político. Ya se trate de la gran analogía de Platón entre la comunidad política y el alma, o de las diversas versiones de la teoría contractual o del utilitarismo, o de los esfuerzos de formulación dialéctica de Hegel y Marx, el problema es siempre el mismo: ¿Cómo debemos comprendernos a nosotros mismos como sujetos públicos y privados al mismo tiempo? En su mayor parte, las doctrinas del pasado suenan en mi opinión o como exageradamente egoístas o como alegatos en pro del pleno deber del auto-sacrificio; y a veces como ambas cosas a la vez, pese a la contradicción. No soy capaz de ofrecer una mejor exposición, pero la vía hacia ella pasa ciertamente a través del concepto de persona. Desde luego, la doctrina correcta no tiene que ver ni con el interés egoísta ni con el auto-sacrificio, sino con la auto-realización de una persona aún no completa –auto-realización en los dos sentidos del término: hacer real lo que es potencial en la persona y llegar a comprender lo que uno en verdad es.

El auto-conocimiento preciso y el auto-gobierno responsable han sido, desde los griegos al menos, los dos aspectos de la madurez humana. Ser una persona madura significa entender quién eres y lo que estás haciendo, y asumir la responsabilidad al respecto de manera satisfactoria. Como todos somos de hecho miembros de otros, conectados a otros a través de las condiciones y las consecuencias de nuestras acciones en incontables modos, ser una persona madura significa conocer estas conexiones y asumir la responsabilidad de las consecuencias. Sólo en la interacción con muchos y diversos otros, sólo por referencia al “nosotros”, podemos obtener dicho conocimiento en un determinado modo o hacer efectiva la asunción de responsabilidades. No puedo descubrir plenamente quién soy, ni aprender el juicio público, en relaciones exclusivamente privadas. Y, ciertamente, no estoy asumiendo la plena responsabilidad de mi vida y de lo que estoy haciendo hasta que me uno a mis conciudadanos en la acción política.

Naturalmente, una opción así no siempre nos está abierta. Vida pública no tiene sin más quien la demanda. Pero al menos deberíamos saber qué estamos perdiendo ante la falta de política, y de lo que estamos privando a quienes excluimos de la vida pública. Y no deberíamos subestimar la humana sed de justicia. Es más poderosa que toda sed física, y resiste hasta el infinito.





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[*] NOTA DE LA AUTORA: Estoy profundamente agradecida a Sara M. Shumer y John H. Schaar, así como a mis estudiantes del seminario de invierno de 1979, por la lectura y los comentarios a este ensayo. Una versión anterior del mismo fue presentada en abril de 1979 en la Conference for the Study of Political Thought. [Artículo originalmente aparecido en “Political Theory”, Vol. 9, nº 3, 1981, págs. 327-352. Publicado con permiso de la autora. Traducción de Antonio Hermosa Andújar, Universidad de Sevilla].

[1] Richard Sennett, The Fall of Public Man. New York, Knopf, 1977, pág. 16.

[2] Hannah Arendt, The Human Condition, Chicago, University of Chicago Press, 1958, pág. 28.

[3] Un reino (“realm) es un reino (“kingdom”), y tenemos derecho a esperar del mismo un monarca con súbditos, un territorio con límites. Un dominio tiene un dueño al frente del hogar. Un sector ha sido recortado de un todo más amplio, normalmente en forma circular; una esfera es una bola, un objeto físico en el espacio. Todas estas locuciones sugieren límites claros y fijos, exclusividad recíproca del contenido, lo que resulta altamente engañoso.

[4] C. Wright Mills, The Sociological Imagination, New York, Oxford University Press, pág. 8.

[5] Arendt, The Human Condition, pág. 28.

[6] Ibid., pág. 24; la cita es de Werner Jaeger, Paideia (1945), III, 111.

[7] Ibid., págs. 26-27; Hannah Arendt, Between Past and Future (Cleveland and New York, World Publishers, 1969), pág. 106.

[8] Arendt, Human Condition, pág. 32; idem, On Revolution (New York, Viking Press, 1965), pag. 23.

[9] Arendt, Human Condition, pág. 32.

[10] Ibid., pág. 30.

[11] Ibid., pág. 29.

[12] Ibid., págs. 28, 30 y 62. Ella ignora en qué medida morir durante la batalla, y el cuerpo desnudo en el atletismo, eran eminentemente públicos para los griegos.

[13] Ibid., pág. 37.

[14] Ibid., págs. 29 y 25.

[15] La libertad es a veces contrapuesta a la necesidad (Human Condition, págs. 31, 41 y 71), otras a la liberación (ibid., pág. 30; On Revolution, págs. 22-25, 220-221). La acción no se halla sujeta a patrones morales (Human Condition, pág. 205), pero implica promesa y perdón, lo que parece más personal que político (ibid., págs. 240-243).

[16] Human Condition, pág. 180 (subrayado mío); pág. 49; cf. Between Past and Future, pág. 169.

[17] Ibid., pág. 176.

[18] Ibid., pág. 179; cf. también pág. 177.

[19] Ibid., págs. 180, 186 y 210-211.

[20] Ibid., págs. 51 y 242.

[21] Ibid., págs. 210 y 41.

[22] Arendt, On Revolution, págs. 115-116, citando a J. Adams, Discourses on Davila (en Works, 1851, VI), págs. 232-233. Adams, por su parte, basó en Adam Smith su párrafo sobre la pasión por la distinción, para quien ésta casi nada tiene que ver con lo que Arendt entiende por lo público.

[23] Arendt, Human Condition, pág. 50.

[24] Ibid., pág. 59; cf. también págs. 51, 199 y 208.

[25] Ibid., págs. 58 y 17-21.

[26] Ibid., págs. 38 y 2; cf. On Revolution, pág. 101.

[27] Arendt, Human Condition, pág. 39.

[28] Ibid., pág. 40.

[29] Ibid., pág. 42.

[30] Arendt, On Revolution, pág. 223; Human Condition, pág. 41.

[31] Arendt, Human Condition, págs. 59, 69 y 60; cf. Págs. 52 y 198-199.

[32] Ibid., pág. 46, 59 y 159-161.

[33] Ibid., pág. 134; cf. págs. 38, 43 y 112.

[34] Ibid., págs. 134, 33 y 160.

[35] Ibid., pág.35.

[36] Ibid., págs. 40, 60 y 203; también págs. 28-29.

[37] Arendt, On Revolution, págs. 54, 50 y 86.

[38] Ibid., pág. 86.

[39] Ibid., pág. 110.

[40] Ibid., pág. 86.

[41] Ibid., pág. 108.

[42] Ibid., pág. 54.

[43] Ibid., pág. 86.

[44] Ibid., pág. 41.

[45] Ibid., págs. 248-249.

[46] Ibid., pág. 106 (subrayado mío).

[47] Arendt, Human Condition, págs. 72-73.

[48] Ibid., pág. 194.

[49] Ibid., pág. 41.

[50] Ibid., pág. 208; cf. págs. 159 y 191.

[51] Ibid., pág. 197.

[52] Ibid., pág. 41.

[53] Ibid., pág. 245.

[54] Ibid., pág. 188.

[55] Ibid., págs. 63-64 y 196. Pero la idea griega de ley era más próxima a nuestra noción de Constitución; nuestra idea de legislación, más próxima a su noción de decreto.

[56] Aristóteles, Política. Trad. de Sir Ernest Barrer (Nueva York y Londres, Oxford University Press, 1958), págs. 5-6; cf. pág. 12; y Ética a Nicómaco, trad. de J. A. K. Thompson (Londres, Penguin, 1958), pág. 305. La contemplación es la actividad suprema, pero es más que humana, al participar de la divinidad; idem. Ética, págs. 30-31, 179 305-308; idem. Política, pág. 289.

[57] Aristóteles, Política, págs. 17, 32, 41, 51, 93, 112-113, 134, 181, 288, 298 y 315; y Ética, pág. 157.

[58] Aristóteles, Política, pág. 10; idem. Ética, pág. 173. La libertad privada es una “concepción pobre”, dice, mientras la acción pública aparece “dignificada”, “majestuosa”; idem. Política, págs. 258, 288 y 18.

[59] Aristóteles, Política, págs. 9, 5, 118 y 298-299; cf. págs. 21-29, 111 y 286; idem. Ética, pág. 44.

[60] Aristóteles, Política, pág. 119.

[61] Ibid., págs. 181, 134-136 y 208; si no se le envía al ostracismo, debería hacérsele rey, pero su excelencia minará la igualdad de los pares esencial a la polis.

[62] Ibid., págs. 7 y 129.

[63] Ibid., págs. 5-6.

[64] El concepto hace acto de presencia, aunque sin examinar, en Eichmann in Jerusalem (Nueva York, Viking, 1964).

[65] Alexis de Tocqueville, The Old Regime and the French Revolution, trad. De Stuart Gilbert (Garden City, N. Y., Doubleday, 1955), pág. 169.

[66] Arendt, Human Condition, págs. 145 y 229.

[67] Arendt se ve así forzda a locuciones torturadas y tortuosas; por ej., ibid., págs. 9-11, 95, 177, 183, 233 y 241.

[68] Ibid., pág. 206.

[69] Ibid., págs. 55-56.

[70] Ibid., pág. 179.

[71] Ibid., pág. 180. Quien conscientemente aspira a una fama inmortal ha de elegir una muerte prematura; ibid., pág. 193.

[72] Ibid., pág. 208 y pág. 175, el epígrafe de Dante.

[73] Ibid., pág. 5.

[74] Ibid., pág. 119; Arendt, On Revolution, pág. 224.

[75] Arendt, Human Condition, págs. 2 y 268; cf. págs. 16n, 20, 120, 231 y 254-256.

[76] Ibid., pág. 186; págs. 31 y 52-53.

[77] Por ej., ibid., págs. 46, 83n, 199, 255 y 322.

[78] Arendt, On Revolution, pág. 69; cf, págs. 84-85, 90 y 245. Idem. Human Condition, págs. 67-68.

[79] Arendt, On Revolution, págs. 14-15 y 56-57.

[80] Ibid., págs. 245-248; cf. págs. 218-219 sobre el temprano movimiento obrero.

[81] Arendt, Human Condition, pág. 5.

[82] Inmanuel Kant, “Metaphysical Foundation of Morals”, en Carl J. Friedrich (ed.), The Philosophy of Kant (Nueva York, Random House, 1949), págs. 140-208.

[83] Ibid., pág. 186.

[84] Joseph Tussman, Obligation and the Body Politic (Nueva York, Oxford University Press, 1960), págs. 78-81, 108 y 116-117.

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