CARLOS JOSÉ ERRÁZURIZ
En HUMANITAS Nro.24
La relación entre la ética y el derecho constituye uno de esos temas verdaderamente clásicos, tan inagotables como la realidad del hombre implicada en ellos, y que cada época está llamada a reconsiderar. El tema de fondo permanece inalterado, las variaciones en torno a él son diversísimas. Puesto que se trata de una materia que afecta a la vida individual y social, en cada contexto cultural aparecen nuevos aspectos y nuevos problemas.
En épocas no muy lejanas era tal vez oportuno subrayar especialmente las diferencias entre el orden moral y el orden jurídico, para evitar confusiones. Basta pensar en dos situaciones, completamente diversas entre sí, pero coincidentes en exigir la acentuación de la distinción entre moral y derecho: ciertas contaminaciones de tipo jurídico en el modo de concebir la moralidad cristiana, como si ésta consistiera en el mero cumplimiento de algunas obligaciones más bien externas y formales; la tendencia de los totalitarismos del siglo XX a absorber el individuo en la colectividad, proclamando un ethos en el cual la dimensión jurídica –a su vez identificada con la política– se presentaba como horizonte definitivo de la existencia humana.
En nuestro tiempo esos riesgos parecen remotos. Incluso se podrían considerar definitivamente superados, si bien un sano realismo nos ha de prevenir en contra de ilusiones de ese tipo. Por lo demás, quizá no sería demasiado rebuscado detectar síntomas de una cierta confusión entre la ética y el derecho en diversos fenómenos del pensamiento y de la vida contemporánea. En efecto, al vaciarse la ética por el olvido de su fundamento ontológico en la persona, se tiende a buscar en el derecho, o mejor dicho en las reglas de la convivencia social, una especie de sucedáneo de la moral personal; y las declaraciones más tajantes de individualismo pueden esconder intolerancias muy profundas, sobre todo hacia quienes afirman determinados deberes sociales que resultan incómodos para algunos titulares del poder social.
Sin embargo, la cuestión fundamental de nuestro tiempo es más bien otra: la relativa a la separación e independencia que se querría establecer entre la ética y el derecho. Obviamente nadie negará que hay influjos mutuos: el mundo jurídico acoge y promueve determinados valores morales; es frecuente hablar de cuestiones morales en el ámbito del sistema de elaboración de las normas y de la administración de la justicia. A pesar de esto, ha llegado a ser muy común la idea que concibe la ética y el derecho como dos sistemas de regulación del comportamiento humano, que serían de suyo autónomos entre sí.
Esta recíproca autonomía, llevada a sus últimas consecuencias, implica la tesis de un pluralismo radical, no sólo entre sistema ético y sistema moral, como dos modalidades de valorar y orientar el actuar del hombre, sino también entre sistemas éticos y sistemas jurídicos (en plural), en la variedad de sus posibles variantes empíricamente observables. Una paradoja de esta perspectiva consiste en el hecho de que, mientras en el pasado se percibía más fácilmente la universalidad de los principios éticos y lo que se captaba como más diferenciado eran los ordenamientos jurídicos en sus aspectos positivos, hoy en día la instancia más radicalmente plural sería la ética, y en cambio en el derecho se abre paso la aspiración a la unidad internacional, a medida que lo requiere la creciente globalización. Mas no conviene hacerse ilusiones acerca de este reencuentro de la unidad del derecho, precisamente porque con frecuencia desea apoyarse sobre la base del relativismo ético. La unidad de las normas jurídicas se intenta fundar, por tanto, en el consenso social. Este consenso es obviamente un gran bien social, que debe siempre buscarse, protegerse y potenciarse como condición efectiva de la realización del bien de la sociedad. No obstante, erigirlo en fundamento y medida de lo bueno y de lo justo carece de sentido: es negar la existencia de una verdad sobre lo bueno y lo justo, y por tanto privar al mismo consenso de un auténtico fundamento y norte. La fragilidad de la unidad meramente consensual, desgajada de la referencia a la verdad, es evidente, pues no es más que la unidad de hecho posible en cada momento en virtud del acuerdo alcanzado, dentro de una continua interacción de las fuerzas sociales. No habría ya principios ni éticos ni jurídicos; el modelo de las decisiones contingentes sería el único posible para ponerse de acuerdo sobre cualquier tema[1]. De ahí que la conciencia de la necesidad de un derecho común vaya unida a un cierto escepticismo en la posibilidad real de establecer un derecho que supere los intereses de las partes, públicos y privados.
Conviene advertir que estas observaciones no han de ser entendidas como una expresión de un pesimismo global sobre el tiempo que nos ha tocado vivir. El pluralismo ético y jurídico relativista podrá ser sostenido en el plano teórico, e influir considerablemente en la práctica. Con todo, sigue siendo una especie de cuerpo extraño, que las personas y las colectividades no pueden nunca digerir completamente, porque ello comportaría la total disolución tanto de la ética como del derecho. No obstante tantas heridas y contradicciones gravísimas, la ética y el derecho se mantienen en pie, puesto que muchos de sus presupuestos objetivos son aceptados al menos implícitamente y de hecho.
Aclarado ese punto, conviene de todos modos examinar los modelos de radical separación entre ética y derecho, porque sólo así estaremos en condiciones de superarlos. Pienso que considerar por un momento la evolución intelectual del más grande exponente clásico del positivismo jurídico del siglo XX, Hans Kelsen, puede ser instructivo a este propósito. Como es sabido, en los últimos años de su larga vida Kelsen trabajó en la elaboración de una teoría general de las normas, que comprendiera no sólo las jurídicas, sino también las morales. El concepto de norma –y por ende de moralidad y de juridicidad– del nonagenario Kelsen, se formula con la misma claridad de toda su producción, y si cabe con una simplicidad aun mayor. Para él sólo pueden tomarse en cuenta las normas positivas, morales o jurídicas, las cuales serían el producto de un acto humano de voluntad[2]. El voluntarismo en la concepción de las normas llega al extremo en el último Kelsen, quien niega la aplicación a las normas de los principios de la lógica tradicional, como el de no contradicción. El pluralismo alcanza así una cima insospechada: podrían darse dos normas contradictorias, igualmente válidas, dentro de un mismo sistema normativo. Tales normas son representadas más bien como fuerzas contrapuestas, que al chocar –Kelsen emplea el símil de una colisión ferroviaria– determinarían cuál será la norma que en los hechos triunfará. La coherencia kelseniana acaba en puro irracionalismo. No es de extrañarse que sólo quede transitable la vía de la voluntad, de los acuerdos. Esta posibilidad se presenta actualmente casi siempre con el atractivo humano de la paz social, pero sin que logre hacer olvidar que, si no se reconocen contenidos objetivos anteriores a la voluntad humana, el acuerdo puede esconder y pretender legitimar la dura realidad de la prepotencia del más fuerte.
La mentalidad relativista lógicamente concibe la moral cristiana como una más entre tantas propuestas o modelos histórico-culturales sobre el actuar humano. Por parte de los mismos cristianos existe también el peligro de vaciar de contenido la moral revelada, transformándola en llamados genéricos al amor y a la solidaridad, compatibles con cualquier opción en las cuestiones éticas concretas, dejadas en definitiva a la conciencia del individuo. Aquí influye también la separación entre fe y razón que, como ha puesto de relieve Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio, empobrece y debilita a ambas[3]. Al faltar el sentido humano de la verdad sobre el bien, en cuanto accesible a la razón, los aspectos morales de la fe cristiana corren el riesgo de no ser ya vistos como expresiones universales de una verdad revelada, que confirma y eleva la moralidad natural[4]. La moral cristiana se halla de este modo expuesta al equívoco de ser relativizada, considerándose incluso como fundamentalista la afirmación de cualquier absoluto moral, para terminar reduciéndose a puro sentimiento y experiencia subjetiva.
Es menester reaccionar críticamente ante las tendencias que buscan separar la ética y el derecho. Es cada vez más urgente que los valores morales sean operativos en el ámbito jurídico, sobre todo en campos tan ligados a la misma persona como la vida y la familia, el acceso al trabajo, la convivencia en un contexto de pluralismo social, etc. Al mismo tiempo, se debe tomar conciencia de la hondura y trascendencia cultural de los problemas. No se trata sólo de elegir los parámetros éticos que han de inspirar la normativa jurídica: también el pluralismo relativista aceptaría este planteamiento. Tampoco valdría la pena discutir sobre las relaciones entre ética y derecho, una vez que ambos fuesen concebidos de modo débil y contingente.
Lo que es fundamental aclarar, hoy como siempre, es el ser mismo de la ética y del derecho. La presunta independencia recíproca de ambos se funda en el modo de concebirlos. Efectivamente, vistos como normas basadas en la voluntad individual o colectiva, se llega forzosamente a una visión pluralista por principio, según la cual las conexiones entre los varios sistemas son, a su vez, únicamente fruto del mismo arbitrio. De acuerdo con este esquema, resulta imposible encontrar un verdadero punto de contacto, una conexión real entre ética y derecho, que trascienda el arbitrio humano.
La alternativa de fondo sobre el modo de concebir la ética y el derecho es común a ambos. El dilema de principio, cuya solución es conditio sine qua non para cualquier diálogo ulterior, se puede expresar mediante las categorías de extrínseco e intrínseco. En el modelo de separación radical entre ética y derecho, ambos son sistemas extrínsecos respecto al ser del hombre. Es más, el mismo ser humano es concebido como carente de cualquier normatividad intrínseca. Las opciones éticas o jurídicas producen así el efecto de convertir en ético o jurídico lo que de por sí jamás lo sería. Estas opciones se aplican como esquemas extrínsecos, no fundados y no fundables en la realidad del hombre. Naturalmente las opciones morales, así como las jurídicas en cuanto vitalmente incorporadas al sistema de valores de un individuo, pueden ser profundamente interiorizadas. Sin embargo, quedan privadas de toda posible justificación intrínseca en el ser de la persona y de sus relaciones sociales. De este modo se niega cualquier vínculo fuerte entre ética y derecho, ya que ambos se refieren a las voluntades subjetivas, y de ningún modo a una objetividad común.
El único modo de encontrar el nexo entre ética y derecho consiste en concebirlos como realidades intrínsecas al ser de la persona humana, dotada de una naturaleza entendida en sentido metafísico[5]. Este presupuesto de nuestro problema nos hace ver la amplitud y la profundidad de la cuestión cultural subyacente. Es ilusorio un planteamiento teórico y práctico de estos temas que pretenda prescindir de sus fundamentos antropológicos y, en último término, metafísicos. Sólo en la común fundamentación ontológica en el hombre, la ética y el derecho pueden reencontrar, dentro de la distinción entre ambos, su común unidad y armonía. También para este tema, como dice la Fides et ratio, «es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental»; y «La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica»[6].
En la segunda edición del libro que sintetiza su rico itinerario intelectual, El derecho en la existencia, Sergio Cotta ha introducido un capítulo muy significativo, que se titula Sentido común y teorías jurídicas actuales[7] Un pasaje de ese capítulo puede ayudarnos a profundizar en la armonía entre ética y derecho: «El sentido común percibe el fenómeno jurídico en términos de justicia, de la cual se hace una idea ciertamente genérica, pero espontánea y por eso arraigada. Si esta convicción se traduce en una fórmula filosófica, se puede decir que para el sentido común la justicia es la esencia del derecho. En cambio, para las concepciones actuales, derecho y justicia pertenecen a dos ámbitos diversos, netamente separados tanto empírica como epistemológicamente. El derecho se sitúa en el ámbito del ser constatable de hecho, la justicia en el del valor o del deber-ser: la justicia es el ideal al que debe (o debería) adecuarse el derecho empírico-fáctico. Por lo tanto, desde la perspectiva de su esencia el derecho no tiene que ver con la justicia, la cual sería una variable añadida de tipo axiológico, que determina el valor del derecho»[8]
Para comprender la armonía entre la ética y el derecho, pienso que el mejor punto de partida consiste en reproponer la concepción del sentido común que considera la justicia como esencia del derecho, o mejor dicho, de acuerdo con la concepción de Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y los juristas romanos, el derecho como lo justo, objeto de la justicia[9]. Estamos demasiado acostumbrados a identificar el derecho con un sistema normativo que a lo sumo debería estar al servicio de la justicia, pero solamente como instrumento técnico, en sí mismo completamente neutro. La perspectiva de la tradición clásica y cristiana de la reflexión sobre el derecho es del todo diversa. Se trata de tomar en serio que el derecho, precisamente en cuanto derecho, es justo; y que, por ende, el derecho injusto posee tan sólo la apariencia formal de la juridicidad. El derecho no es puro medio, sino que se sitúa en el ámbito sustancial de las relaciones de justicia, como una realidad intrínsecamente humana. De esta manera emerge el protagonismo de la persona en el mundo jurídico, puesto que la persona es titular de los derechos que le corresponden en virtud de su mismo ser y por el influjo de los factores históricos, y la persona es titular de los correlativos deberes jurídicos, sintetizados en la clásica definición de Ulpiano en el dar a cada uno su derecho, objeto de la virtud de la justicia[10].
La justicia así definida posee múltiples dimensiones, entre las que destacan la ética y la jurídica. Desde el punto de vista moral, la justicia como toda virtud se refiere al comportamiento de la persona en vistas de su bien último: el injusto se daña ante todo a sí mismo. La perspectiva jurídica, en cambio, considera la relación interpersonal objetiva, en cuanto se ha dado o respetado efectivamente el derecho ajeno, con todos los problemas que comporta la realización externa del orden de justicia en cada momento histórico. Esta diversidad de puntos de vista da lugar a complejos problemas en las relaciones mutuas entre ética y derecho. Baste recordar que el bien moral no puede limitarse a la virtud de la justicia conectada con el derecho, ya que su verdadero centro se encuentra en el amor a Dios y al prójimo. Por otra parte, los límites, las imperfecciones y hasta las injusticias que frecuentemente acompañan la realización externa e histórica de la justicia, impiden identificar un cierto ordenamiento positivo con un código de comportamiento ético. A tal extremo puede llegar esta separación que se haga necesario introducir por ley determinadas objeciones de conciencia que denotan la presencia de gravísimas injusticias socialmente reconocidas y tuteladas, como ocurre por ejemplo en el caso de las legislaciones que admiten el aborto.
Sin embargo, la justicia de dar a cada uno lo que es debido es sustancialmente la misma realidad en el ámbito de la ética y en el del derecho. La obligatoriedad de lo justo es siempre primariamente ética; de otro modo, no sería auténtica obligatoriedad. Todos los intentos de fundar un deber sobre bases empírico-fácticas, como si fuera un mero reflejo psicológico de la amenaza de las sanciones o como si se tratara de un simple concepto técnico-operativo en el funcionamiento del aparato jurídico de control social, se oponen frontalmente al sentido común. La separación entre derecho y justicia deja sin sentido al mismo derecho, que se transforma en arma para luchar en favor de cualquier interés. Por el contrario, la justicia es el único principio que realmente puede fundamentar y vivificar las normas jurídicas, los procesos, las sanciones y todas las demás manifestaciones de la juridicidad.
Por consiguiente, las causas jurídicas en favor de la vida, la familia, la honradez y todos los bienes humanos que son objeto de relaciones jurídicas, deben ser siempre enfocadas en la óptica de la relacionalidad según justicia. Esta relacionalidad es instancia inseparablemente ética y jurídica. Si la justicia es algo intrínseco al ser del derecho y a la deontología profesional del jurista, carece de sentido pensar que las cuestiones éticas de justicia (entendida como virtud cuyo objeto es el derecho) son problemas metajurídicos, ajenos a la vida del derecho que sería pura técnica. Una vez superada esta falsa dicotomía entre ética y derecho, subsiste naturalmente la gran cuestión de determinar lo justo, sobre todo en sus principio fundamentales. Los cristianos poseemos la luz de la fe, que comporta el bien del magisterio eclesial como aspecto de la plenitud de la fe; pero no por eso hemos de eximirnos del esfuerzo de la reflexión y del diálogo al nivel de la razón, sino que por el contrario debemos sentirnos movidos con fuerza renovada a explicar y fundamentar con la razón el patrimonio de moral natural del cristianismo. También en el ámbito de la ética y del derecho la fe conforta la razón, y se opone al peligro del fideísmo, que conduce a presentar las convicciones del cristiano en el campo de la actuación moral natural como si fueran patrimonio exclusivo de los creyentes en virtud de su fe.
Ante el relativismo que intenta asumir un valor casi dogmático, es preciso volver a situar el derecho en su unidad profunda con la ética, sin perjuicio de la diversidad de dimensiones. El enfoque de la justicia es la clave que asegura esa unidad. Hace falta saber trasmitir con fortaleza y perseverancia ese enfoque, que de suyo aúna a los hombres de buena voluntad en todas las causas humanas nobles. También en el ámbito técnico-jurídico es menester poner al servicio de la justicia todas las instituciones y mecanismos que ofrece cada sistema normativo, potenciando todas aquellas exigencias de justicia que son acogidas por la sociedad y por las personas. Para estos grandes objetivos sociales, resulta al mismo tiempo indispensable clarificar las cuestiones jurídicas de fondo, descubriendo la sustancia ética del derecho entendido como lo justo que ha de darse a cada persona humana, ante todo por su mismo ser persona.
[1] Por lo demás, incluso las decisiones contingentes pierden así su orientación a lo bueno y a lo justo: el resultado es un mero pragmatismo, que sólo se explica por los intereses subjetivos y por el poder que se impone.[2] Cfr. H. KELSEN, Allgemeine Theorie der Normen, Wien 1979, cap. I, n. 8. [3] 14-IX-1998, n. 73.[4] Sobre la moral, cfr. especialmente el n. 98 de la encíclica.[5] Sobre esta naturaleza, y en particular sobre el matrimonio como realidad natural, ha hablado Juan Pablo II en su largo discurso a la Rota del 1-II-2001. [6] N. 83.[7] Senso comune e teorie giuridiche odierne, en Il diritto nell’esistenza. Linee di ontofenomenologia giuridica, 2a. ed., Giuffrè, Milano 1991, pp. 21-38.[8] Pp. 21-22.[9] Desde ángulos diversos, en el s. XX han puesto de manifiesto la vigencia de esta concepción, entre otros, Michel Villey y Javier Hervada. Cfr. M. VILLEY, Compendio de filosofía del derecho, trad. cast., 2 vol. EUNSA, Pamplona 1979-1981; J. HERVADA, Introducción crítica al derecho natural, 6a. ed., EUNSA, Pamplona 1990.[10] «Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi»: Digesto, 1.1.1.
En HUMANITAS Nro.24
La relación entre la ética y el derecho constituye uno de esos temas verdaderamente clásicos, tan inagotables como la realidad del hombre implicada en ellos, y que cada época está llamada a reconsiderar. El tema de fondo permanece inalterado, las variaciones en torno a él son diversísimas. Puesto que se trata de una materia que afecta a la vida individual y social, en cada contexto cultural aparecen nuevos aspectos y nuevos problemas.
En épocas no muy lejanas era tal vez oportuno subrayar especialmente las diferencias entre el orden moral y el orden jurídico, para evitar confusiones. Basta pensar en dos situaciones, completamente diversas entre sí, pero coincidentes en exigir la acentuación de la distinción entre moral y derecho: ciertas contaminaciones de tipo jurídico en el modo de concebir la moralidad cristiana, como si ésta consistiera en el mero cumplimiento de algunas obligaciones más bien externas y formales; la tendencia de los totalitarismos del siglo XX a absorber el individuo en la colectividad, proclamando un ethos en el cual la dimensión jurídica –a su vez identificada con la política– se presentaba como horizonte definitivo de la existencia humana.
En nuestro tiempo esos riesgos parecen remotos. Incluso se podrían considerar definitivamente superados, si bien un sano realismo nos ha de prevenir en contra de ilusiones de ese tipo. Por lo demás, quizá no sería demasiado rebuscado detectar síntomas de una cierta confusión entre la ética y el derecho en diversos fenómenos del pensamiento y de la vida contemporánea. En efecto, al vaciarse la ética por el olvido de su fundamento ontológico en la persona, se tiende a buscar en el derecho, o mejor dicho en las reglas de la convivencia social, una especie de sucedáneo de la moral personal; y las declaraciones más tajantes de individualismo pueden esconder intolerancias muy profundas, sobre todo hacia quienes afirman determinados deberes sociales que resultan incómodos para algunos titulares del poder social.
Sin embargo, la cuestión fundamental de nuestro tiempo es más bien otra: la relativa a la separación e independencia que se querría establecer entre la ética y el derecho. Obviamente nadie negará que hay influjos mutuos: el mundo jurídico acoge y promueve determinados valores morales; es frecuente hablar de cuestiones morales en el ámbito del sistema de elaboración de las normas y de la administración de la justicia. A pesar de esto, ha llegado a ser muy común la idea que concibe la ética y el derecho como dos sistemas de regulación del comportamiento humano, que serían de suyo autónomos entre sí.
Esta recíproca autonomía, llevada a sus últimas consecuencias, implica la tesis de un pluralismo radical, no sólo entre sistema ético y sistema moral, como dos modalidades de valorar y orientar el actuar del hombre, sino también entre sistemas éticos y sistemas jurídicos (en plural), en la variedad de sus posibles variantes empíricamente observables. Una paradoja de esta perspectiva consiste en el hecho de que, mientras en el pasado se percibía más fácilmente la universalidad de los principios éticos y lo que se captaba como más diferenciado eran los ordenamientos jurídicos en sus aspectos positivos, hoy en día la instancia más radicalmente plural sería la ética, y en cambio en el derecho se abre paso la aspiración a la unidad internacional, a medida que lo requiere la creciente globalización. Mas no conviene hacerse ilusiones acerca de este reencuentro de la unidad del derecho, precisamente porque con frecuencia desea apoyarse sobre la base del relativismo ético. La unidad de las normas jurídicas se intenta fundar, por tanto, en el consenso social. Este consenso es obviamente un gran bien social, que debe siempre buscarse, protegerse y potenciarse como condición efectiva de la realización del bien de la sociedad. No obstante, erigirlo en fundamento y medida de lo bueno y de lo justo carece de sentido: es negar la existencia de una verdad sobre lo bueno y lo justo, y por tanto privar al mismo consenso de un auténtico fundamento y norte. La fragilidad de la unidad meramente consensual, desgajada de la referencia a la verdad, es evidente, pues no es más que la unidad de hecho posible en cada momento en virtud del acuerdo alcanzado, dentro de una continua interacción de las fuerzas sociales. No habría ya principios ni éticos ni jurídicos; el modelo de las decisiones contingentes sería el único posible para ponerse de acuerdo sobre cualquier tema[1]. De ahí que la conciencia de la necesidad de un derecho común vaya unida a un cierto escepticismo en la posibilidad real de establecer un derecho que supere los intereses de las partes, públicos y privados.
Conviene advertir que estas observaciones no han de ser entendidas como una expresión de un pesimismo global sobre el tiempo que nos ha tocado vivir. El pluralismo ético y jurídico relativista podrá ser sostenido en el plano teórico, e influir considerablemente en la práctica. Con todo, sigue siendo una especie de cuerpo extraño, que las personas y las colectividades no pueden nunca digerir completamente, porque ello comportaría la total disolución tanto de la ética como del derecho. No obstante tantas heridas y contradicciones gravísimas, la ética y el derecho se mantienen en pie, puesto que muchos de sus presupuestos objetivos son aceptados al menos implícitamente y de hecho.
Aclarado ese punto, conviene de todos modos examinar los modelos de radical separación entre ética y derecho, porque sólo así estaremos en condiciones de superarlos. Pienso que considerar por un momento la evolución intelectual del más grande exponente clásico del positivismo jurídico del siglo XX, Hans Kelsen, puede ser instructivo a este propósito. Como es sabido, en los últimos años de su larga vida Kelsen trabajó en la elaboración de una teoría general de las normas, que comprendiera no sólo las jurídicas, sino también las morales. El concepto de norma –y por ende de moralidad y de juridicidad– del nonagenario Kelsen, se formula con la misma claridad de toda su producción, y si cabe con una simplicidad aun mayor. Para él sólo pueden tomarse en cuenta las normas positivas, morales o jurídicas, las cuales serían el producto de un acto humano de voluntad[2]. El voluntarismo en la concepción de las normas llega al extremo en el último Kelsen, quien niega la aplicación a las normas de los principios de la lógica tradicional, como el de no contradicción. El pluralismo alcanza así una cima insospechada: podrían darse dos normas contradictorias, igualmente válidas, dentro de un mismo sistema normativo. Tales normas son representadas más bien como fuerzas contrapuestas, que al chocar –Kelsen emplea el símil de una colisión ferroviaria– determinarían cuál será la norma que en los hechos triunfará. La coherencia kelseniana acaba en puro irracionalismo. No es de extrañarse que sólo quede transitable la vía de la voluntad, de los acuerdos. Esta posibilidad se presenta actualmente casi siempre con el atractivo humano de la paz social, pero sin que logre hacer olvidar que, si no se reconocen contenidos objetivos anteriores a la voluntad humana, el acuerdo puede esconder y pretender legitimar la dura realidad de la prepotencia del más fuerte.
La mentalidad relativista lógicamente concibe la moral cristiana como una más entre tantas propuestas o modelos histórico-culturales sobre el actuar humano. Por parte de los mismos cristianos existe también el peligro de vaciar de contenido la moral revelada, transformándola en llamados genéricos al amor y a la solidaridad, compatibles con cualquier opción en las cuestiones éticas concretas, dejadas en definitiva a la conciencia del individuo. Aquí influye también la separación entre fe y razón que, como ha puesto de relieve Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio, empobrece y debilita a ambas[3]. Al faltar el sentido humano de la verdad sobre el bien, en cuanto accesible a la razón, los aspectos morales de la fe cristiana corren el riesgo de no ser ya vistos como expresiones universales de una verdad revelada, que confirma y eleva la moralidad natural[4]. La moral cristiana se halla de este modo expuesta al equívoco de ser relativizada, considerándose incluso como fundamentalista la afirmación de cualquier absoluto moral, para terminar reduciéndose a puro sentimiento y experiencia subjetiva.
Es menester reaccionar críticamente ante las tendencias que buscan separar la ética y el derecho. Es cada vez más urgente que los valores morales sean operativos en el ámbito jurídico, sobre todo en campos tan ligados a la misma persona como la vida y la familia, el acceso al trabajo, la convivencia en un contexto de pluralismo social, etc. Al mismo tiempo, se debe tomar conciencia de la hondura y trascendencia cultural de los problemas. No se trata sólo de elegir los parámetros éticos que han de inspirar la normativa jurídica: también el pluralismo relativista aceptaría este planteamiento. Tampoco valdría la pena discutir sobre las relaciones entre ética y derecho, una vez que ambos fuesen concebidos de modo débil y contingente.
Lo que es fundamental aclarar, hoy como siempre, es el ser mismo de la ética y del derecho. La presunta independencia recíproca de ambos se funda en el modo de concebirlos. Efectivamente, vistos como normas basadas en la voluntad individual o colectiva, se llega forzosamente a una visión pluralista por principio, según la cual las conexiones entre los varios sistemas son, a su vez, únicamente fruto del mismo arbitrio. De acuerdo con este esquema, resulta imposible encontrar un verdadero punto de contacto, una conexión real entre ética y derecho, que trascienda el arbitrio humano.
La alternativa de fondo sobre el modo de concebir la ética y el derecho es común a ambos. El dilema de principio, cuya solución es conditio sine qua non para cualquier diálogo ulterior, se puede expresar mediante las categorías de extrínseco e intrínseco. En el modelo de separación radical entre ética y derecho, ambos son sistemas extrínsecos respecto al ser del hombre. Es más, el mismo ser humano es concebido como carente de cualquier normatividad intrínseca. Las opciones éticas o jurídicas producen así el efecto de convertir en ético o jurídico lo que de por sí jamás lo sería. Estas opciones se aplican como esquemas extrínsecos, no fundados y no fundables en la realidad del hombre. Naturalmente las opciones morales, así como las jurídicas en cuanto vitalmente incorporadas al sistema de valores de un individuo, pueden ser profundamente interiorizadas. Sin embargo, quedan privadas de toda posible justificación intrínseca en el ser de la persona y de sus relaciones sociales. De este modo se niega cualquier vínculo fuerte entre ética y derecho, ya que ambos se refieren a las voluntades subjetivas, y de ningún modo a una objetividad común.
El único modo de encontrar el nexo entre ética y derecho consiste en concebirlos como realidades intrínsecas al ser de la persona humana, dotada de una naturaleza entendida en sentido metafísico[5]. Este presupuesto de nuestro problema nos hace ver la amplitud y la profundidad de la cuestión cultural subyacente. Es ilusorio un planteamiento teórico y práctico de estos temas que pretenda prescindir de sus fundamentos antropológicos y, en último término, metafísicos. Sólo en la común fundamentación ontológica en el hombre, la ética y el derecho pueden reencontrar, dentro de la distinción entre ambos, su común unidad y armonía. También para este tema, como dice la Fides et ratio, «es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental»; y «La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica»[6].
En la segunda edición del libro que sintetiza su rico itinerario intelectual, El derecho en la existencia, Sergio Cotta ha introducido un capítulo muy significativo, que se titula Sentido común y teorías jurídicas actuales[7] Un pasaje de ese capítulo puede ayudarnos a profundizar en la armonía entre ética y derecho: «El sentido común percibe el fenómeno jurídico en términos de justicia, de la cual se hace una idea ciertamente genérica, pero espontánea y por eso arraigada. Si esta convicción se traduce en una fórmula filosófica, se puede decir que para el sentido común la justicia es la esencia del derecho. En cambio, para las concepciones actuales, derecho y justicia pertenecen a dos ámbitos diversos, netamente separados tanto empírica como epistemológicamente. El derecho se sitúa en el ámbito del ser constatable de hecho, la justicia en el del valor o del deber-ser: la justicia es el ideal al que debe (o debería) adecuarse el derecho empírico-fáctico. Por lo tanto, desde la perspectiva de su esencia el derecho no tiene que ver con la justicia, la cual sería una variable añadida de tipo axiológico, que determina el valor del derecho»[8]
Para comprender la armonía entre la ética y el derecho, pienso que el mejor punto de partida consiste en reproponer la concepción del sentido común que considera la justicia como esencia del derecho, o mejor dicho, de acuerdo con la concepción de Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y los juristas romanos, el derecho como lo justo, objeto de la justicia[9]. Estamos demasiado acostumbrados a identificar el derecho con un sistema normativo que a lo sumo debería estar al servicio de la justicia, pero solamente como instrumento técnico, en sí mismo completamente neutro. La perspectiva de la tradición clásica y cristiana de la reflexión sobre el derecho es del todo diversa. Se trata de tomar en serio que el derecho, precisamente en cuanto derecho, es justo; y que, por ende, el derecho injusto posee tan sólo la apariencia formal de la juridicidad. El derecho no es puro medio, sino que se sitúa en el ámbito sustancial de las relaciones de justicia, como una realidad intrínsecamente humana. De esta manera emerge el protagonismo de la persona en el mundo jurídico, puesto que la persona es titular de los derechos que le corresponden en virtud de su mismo ser y por el influjo de los factores históricos, y la persona es titular de los correlativos deberes jurídicos, sintetizados en la clásica definición de Ulpiano en el dar a cada uno su derecho, objeto de la virtud de la justicia[10].
La justicia así definida posee múltiples dimensiones, entre las que destacan la ética y la jurídica. Desde el punto de vista moral, la justicia como toda virtud se refiere al comportamiento de la persona en vistas de su bien último: el injusto se daña ante todo a sí mismo. La perspectiva jurídica, en cambio, considera la relación interpersonal objetiva, en cuanto se ha dado o respetado efectivamente el derecho ajeno, con todos los problemas que comporta la realización externa del orden de justicia en cada momento histórico. Esta diversidad de puntos de vista da lugar a complejos problemas en las relaciones mutuas entre ética y derecho. Baste recordar que el bien moral no puede limitarse a la virtud de la justicia conectada con el derecho, ya que su verdadero centro se encuentra en el amor a Dios y al prójimo. Por otra parte, los límites, las imperfecciones y hasta las injusticias que frecuentemente acompañan la realización externa e histórica de la justicia, impiden identificar un cierto ordenamiento positivo con un código de comportamiento ético. A tal extremo puede llegar esta separación que se haga necesario introducir por ley determinadas objeciones de conciencia que denotan la presencia de gravísimas injusticias socialmente reconocidas y tuteladas, como ocurre por ejemplo en el caso de las legislaciones que admiten el aborto.
Sin embargo, la justicia de dar a cada uno lo que es debido es sustancialmente la misma realidad en el ámbito de la ética y en el del derecho. La obligatoriedad de lo justo es siempre primariamente ética; de otro modo, no sería auténtica obligatoriedad. Todos los intentos de fundar un deber sobre bases empírico-fácticas, como si fuera un mero reflejo psicológico de la amenaza de las sanciones o como si se tratara de un simple concepto técnico-operativo en el funcionamiento del aparato jurídico de control social, se oponen frontalmente al sentido común. La separación entre derecho y justicia deja sin sentido al mismo derecho, que se transforma en arma para luchar en favor de cualquier interés. Por el contrario, la justicia es el único principio que realmente puede fundamentar y vivificar las normas jurídicas, los procesos, las sanciones y todas las demás manifestaciones de la juridicidad.
Por consiguiente, las causas jurídicas en favor de la vida, la familia, la honradez y todos los bienes humanos que son objeto de relaciones jurídicas, deben ser siempre enfocadas en la óptica de la relacionalidad según justicia. Esta relacionalidad es instancia inseparablemente ética y jurídica. Si la justicia es algo intrínseco al ser del derecho y a la deontología profesional del jurista, carece de sentido pensar que las cuestiones éticas de justicia (entendida como virtud cuyo objeto es el derecho) son problemas metajurídicos, ajenos a la vida del derecho que sería pura técnica. Una vez superada esta falsa dicotomía entre ética y derecho, subsiste naturalmente la gran cuestión de determinar lo justo, sobre todo en sus principio fundamentales. Los cristianos poseemos la luz de la fe, que comporta el bien del magisterio eclesial como aspecto de la plenitud de la fe; pero no por eso hemos de eximirnos del esfuerzo de la reflexión y del diálogo al nivel de la razón, sino que por el contrario debemos sentirnos movidos con fuerza renovada a explicar y fundamentar con la razón el patrimonio de moral natural del cristianismo. También en el ámbito de la ética y del derecho la fe conforta la razón, y se opone al peligro del fideísmo, que conduce a presentar las convicciones del cristiano en el campo de la actuación moral natural como si fueran patrimonio exclusivo de los creyentes en virtud de su fe.
Ante el relativismo que intenta asumir un valor casi dogmático, es preciso volver a situar el derecho en su unidad profunda con la ética, sin perjuicio de la diversidad de dimensiones. El enfoque de la justicia es la clave que asegura esa unidad. Hace falta saber trasmitir con fortaleza y perseverancia ese enfoque, que de suyo aúna a los hombres de buena voluntad en todas las causas humanas nobles. También en el ámbito técnico-jurídico es menester poner al servicio de la justicia todas las instituciones y mecanismos que ofrece cada sistema normativo, potenciando todas aquellas exigencias de justicia que son acogidas por la sociedad y por las personas. Para estos grandes objetivos sociales, resulta al mismo tiempo indispensable clarificar las cuestiones jurídicas de fondo, descubriendo la sustancia ética del derecho entendido como lo justo que ha de darse a cada persona humana, ante todo por su mismo ser persona.
[1] Por lo demás, incluso las decisiones contingentes pierden así su orientación a lo bueno y a lo justo: el resultado es un mero pragmatismo, que sólo se explica por los intereses subjetivos y por el poder que se impone.[2] Cfr. H. KELSEN, Allgemeine Theorie der Normen, Wien 1979, cap. I, n. 8. [3] 14-IX-1998, n. 73.[4] Sobre la moral, cfr. especialmente el n. 98 de la encíclica.[5] Sobre esta naturaleza, y en particular sobre el matrimonio como realidad natural, ha hablado Juan Pablo II en su largo discurso a la Rota del 1-II-2001. [6] N. 83.[7] Senso comune e teorie giuridiche odierne, en Il diritto nell’esistenza. Linee di ontofenomenologia giuridica, 2a. ed., Giuffrè, Milano 1991, pp. 21-38.[8] Pp. 21-22.[9] Desde ángulos diversos, en el s. XX han puesto de manifiesto la vigencia de esta concepción, entre otros, Michel Villey y Javier Hervada. Cfr. M. VILLEY, Compendio de filosofía del derecho, trad. cast., 2 vol. EUNSA, Pamplona 1979-1981; J. HERVADA, Introducción crítica al derecho natural, 6a. ed., EUNSA, Pamplona 1990.[10] «Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi»: Digesto, 1.1.1.
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